—No digas idioteces —respondió en voz baja mirando hacia el suelo cubierto de hojas de tabaco.
Sabía que Pedro tenía razón. A los doce años comenzó a desarrollar sus atributos físicos y todos los lugareños, sin distinción de edad, quedaron prendados de aquella muchacha de contextura atlética y cuerpo exuberante. Sin embargo, Juanita era de cuidar mucho su sexualidad. Como el resto de las jóvenes de Santo Tomás, perdió la virginidad a temprana edad. A los trece años no quedaba joven en el pueblo que no hubiera pasado por su experiencia iniciática. A ella le tocó ser desflorada a los trece años por un tío sesentón que vivía en su propia casa, junto a otras diez personas. La familia aglutinante era común entre aquella gente. Esto aseguraba a las niñas perder la virginidad con los propios parientes, situación que era bien vista por los padres.
—Evita el trauma original de hacerlo por primera vez con un desconocido —decían los parroquianos apostados en los bares donde pasaban los atardeceres bebiendo caña y ginebra.
El momento llegó a la hora de la siesta, como solía suceder en esas lides. El tío, luego de haberse bebido media botella de caña y esperado pacientemente la siesta del resto de los habitantes del rancho, se aproximó a la inocente Juanita para decirle con la mejor de las sonrisas:
—Ven, niña. Vamos al galponcito. Quiero mostrarte algo.
La muchacha se encogió de hombros. En realidad, desde hacía unas semanas estaba esperando el desenlace. Los comentarios a medias palabras de sus mayores hablaban al respecto. Y ella misma ya no soportaba más una virginidad que la dejaba a la vera del camino emprendido por todas sus amigas. Obedeció mansamente al hombre de robusta figura y lentos movimientos. El tío Samuel le caía bien a pesar de su tendencia natural hacia el alcoholismo. Se trataba de una decisión familiar. Esta circunstancia la tranquilizaba.
—Vamos a hacerlo aquí —dijo Samuel con sonrisa paternal.
Una vez ubicados dentro del galponcito, el hombre señaló un rincón. El recinto estaba atestado de trastos viejos, herramientas oxidadas y diversos enseres que habían perdido su uso natural. Ella se recostó sobre una alfombra. El tío la había preparado en la mañana buscando facilitar su noble trabajo. Apenas iniciada la faena, Samuel preguntó:
—¿Está bien así, niña? ¿Duele mucho?
—No… no —respondió la joven jadeando.
Al cabo de unos minutos el dolor se transformó en placer y todo se desenvolvió dentro de los parámetros esperados.
—Aquí tienes, niña —dijo el hombre al finalizar su cometido.
Le tendió una gaza de tela delicada y limpia. Juanita pudo contener de esta manera la sangre que se escurría entre sus piernas. Conocía el detalle. Sus amigas le habían pronosticado el evento.
—No te preocupes por la sangría —comentaron ellas con rostro serio y experimentado—. Eso ocurre sólo la primera vez. Es como un bautismo para entrar en la nueva vida…
Las semanas pasaron y Juanita sintió el deseo de repetir las acciones desarrolladas en el galponcito. Durante tres meses el tío Samuel se dignó a ser compañero fiel de aquellas aventuras. Lo hacían dos o tres veces por semana. En algunas tardes y cuando el alcohol se lo permitía al buen hombre, repetían la impronta hasta que la noche instalaba sus dominios. En la casa los demás habitantes estaban al tanto de estos encuentros.
—Es la sed inicial —decía el padre en las sobremesas, cuando los practicantes se encontraban en el galpón—. Ya se va a calmar la niña. Las calenturas son típicas en la juventud y es bueno tener el apoyo de la familia. Los extraños se aprovechan de las circunstancias. Eso es malo. Samuel es hombre bueno. Estas cuestiones refuerzan el espíritu.
Las palabras del progenitor resultaron premonitorias. Pasado el tiempo de las “calenturas típicas” el deseo de la niña mermó considerablemente. El aliento alcohólico que el buen tío venteaba en los momentos culminantes de la faena y la diferencia de edad tranquilizaron las energías de la niña.
Samuel aceptó, no sin resignación, el final del contrato y dedicó los últimos tres años de su vida a mejorar su cultura etílica. Falleció una noche de verano en tanto dormía el sueño forzado. Con la mano derecha seguía sosteniendo la botella de caña vacía.
Juanita cuidó su cuerpo durante algún tiempo. Alternó con un par de muchachos compañeros del obraje tabacalero, simplemente para evitar los comentarios de muchacha difícil que comenzaban a circular en el pueblo. Santo Tomás, como todo caserío provinciano en Costa Paraíso, tenía grandes tendencias de estigmatizar a sus propios habitantes. Algunas de sus amigas se vieron forzadas a abandonar la cuna natal producto de ese chismerío implacable.
Sabía ella que no tenía gran oportunidad de supervivencia como lugareña soltera y de buena presencia. Entonces, apareció Pedro en su vida. Desenfadado y con grandes actitudes histriónicas, el campesino descollaba sobre el resto por su postura risueña y la frase pícara. Una tarde la esperó a la vuelta de su casa y le entregó un colorido ramo de flores con gesto ampuloso, en tanto decía:
—Si me permite, hermosa doncella, este caballero sería un hombre feliz si pudiera acompañarla una tarde a una caminata en la alameda…
Rápidamente Juanita se enamoró de un personaje tan especial. La boda se realizó en el invierno, a pesar de las recomendaciones insistentes por parte de la futura suegra. En ese tiempo contaba con dieciséis años.
—Mejor, princesita —decía Pedro con la sonrisa pícara—. Las noches de invierno son especiales para hacer “cucharita” —y mientras hablaba palpaba las nalgas prominentes de su “negrita”.
Ambos trabajaban en la cosecha de tabaco allende los campos que rodeaban Santo Tomás. A los dos años vino al mundo Juanito, quien a la postre sería el único hijo del matrimonio. A pesar de su nueva condición materna, los campesinos solteros continuaban cortejando a Juanita. En ciertas ocasiones, algunos de ellos “empinaban el codo” más de la cuenta e intentaban manosear aquellas partes que veían a diario con ojos libidinosos. Pedro, gentil hombre y de sonrisa fácil, también poseía un carácter difícil cuando se trataba de invocar las reglas del respeto. Sus puños eran certeros y dejaban rastros de sangre al entrar en acción.
De esta manera, viviendo en aquel rancho que el hombre había construido con sus propias manos, Juanita junto a su pequeña familia disfrutó de esos años, a pesar de estar signados por la pobreza. Esta situación resultaba común en el ambiente pueblerino. La hambruna a su vez se alternaba con la típica alegría de la gente sencilla.
Sin embargo, el destino tenía preparado otros territorios para esa mujer de espíritu simple e indómito. Llegaron los tiempos donde los excesos de la fuerza gregoriana comenzaron a producir reacciones entre los pobladores de Santo Tomás. Las violaciones ejecutadas por los soldados de la guardia urbana, un grupo de élite a las órdenes del intendente, resultaban frecuentes e insultaban el tranquilo acontecer de aquellos campesinos. No había forma de realizar denuncia alguna por los excesos. La policía se mostraba complaciente con esos borrachos uniformados y dilataba toda acción investigadora.
Una noche, Pedro regresó del obraje tabacalero cuando el sol comenzaba a esconderse detrás del horizonte. Se lo veía cansado. Juanita, como era costumbre, le sirvió una copa de caña.
—¿Estás cansado, Pedro? Esta noche te convendría acostarte temprano. Hoy vino don Luis y dijo que mañana te pasa a buscar al alba para ir a las plantaciones del norte.
—Sí, sí. Ayer me habló sobre ese viaje.
—Dice que allí pagan bien el día. Me comentó que podrían permanecer una semana levantando la cosecha. Mi hermana Asunción a lo mejor se viene para hacerme compañía. Le gusta leerle cuentos al niño.