Cuando la señorita Mariví los vio tan cerca del toro, se asustó y les pidió que fueran inmediatamente tras de ella, pues les iban a enseñar las bodegas.
Un hombre muy estirado, vestido con traje negro, chaquetilla corta y pantalón encogido, les fue guiando. Aunque entraron en una de las bodegas que tenía muy poca luz, no se quitó el sombrero, un sombrero de ala ancha que debía ser muy bueno en las tardes de toros para quitarse el solazo, pero que ahí no tenía sentido. Claro que π3 lo veía todo con ojos nuevos; no tenía ninguna gana de volver a casa.
Los chicos seguían las explicaciones del hombre de la bodega, al que llamaron «venenciador». Este se acercó a una barrica que estaba en el medio, sacó una varilla larga que se remataba con un cilindro, un vaso alargado, lo introdujo en la barrica y extrajo un vino dulce, muy sabroso, que probó la señorita en un catavinos. Los jóvenes la rodeaban en círculo y el venenciador fue sirviendo en vasitos de plástico un traguito a cada uno, y les contó como antiguamente ese vino –la quina Santa Catalina− era una medicina para los niños que sufrían raquitismo o estaban enfermos y no querían comer.
Los chicos saborearon el caldo, y aunque todos querían repetir, ninguno lo consiguió porque el venenciador cerró la bota. Dijo que el vino era una medicina si se tomaba en pequeñas dosis y un veneno si se abusaba de él. π3 también disfrutó cerrando los ojos. Él, que había llegado del cielo, se sentía realmente en el paraíso: con el aroma del jazmín en la nariz, un montón de amigos y una chavala que lo miraba con ojos tiernos. Como para perdérselo.
Mientras, el grupo principal seguía andando por la bodega. π3, Carmen, y otros dos chicos se habían quedado atrás escuchando extasiados las historias de García, un chico cuya fantasía se desbordaba con cierta frecuencia:
−Mi tío trabajó aquí de capataz, que es el que manda. Guardan el vino con siete llaves porque es... a ver si me acuerdo, es nectarina de los dioses, eso es.
−¿Nectarina? Néctar, so burro −contestó uno de sus compañeros.
−¿Y si probamos el néctar de los dioses? −propuso Carmen.
−Vale −dijo π3.
Para entonces Malocotón, un chaval regordete, intentaba abrir una de las barricas, pero no lo consiguió. Llamó a π3 para que lo ayudara, y este tampoco fue capaz de abrir el grifo, ni Carmen, que no se separaba de él. La pandilla se había quedado al margen del grupo principal. A Malocotón se le ocurrió subirse a uno de los toneles para tocar las palmas y cantar por soleá, mientras zapateaba con arte sobre una de las botas. π3 lo encontró muy divertido y se subió a otra, e igual hizo el resto de la pandilla. Para entonces la señorita Mariví y los demás chicos habían salido de la bodega y entraban en otra de las naves.
Las botas, barricas viejísimas que llevaban ahí más de cien años, empezaron a tambalearse. La humedad y el tiempo habían ido desprendiendo las sujeciones de la pared. En un momento Malocotón sintió que aquello se movía. Clac.
El soporte a la pared no pudo aguantar su peso y la barrica empezó a rodar con más de 300 litros de vino dentro. Al principio despacio, para después coger fuerza y alcanzar a las otras botas que también se desprendieron y rodaron.
Aquello era imparable. Unos toneles empujaban a otros y todos juntos hacían un ruido formidable, el rugido de un trueno. Los chicos no podían hacer nada. Si querían detener los barriles podían ser aplastados por ellos. Como el suelo estaba inclinado, los toneles iban cogiendo velocidad y saliendo con muchísima fuerza. Parecía una manada de rinocerontes asustados. Unos se estrellaron contra las paredes del patio, mientras que otros dos se estamparon contra el corral del toro rompiendo la valla.
El toro, que llevaba más de un mes encerrado, dijo «esta es la mía», salió de su toril y empezó a corretear por el patio ante la sorpresa de los turistas y de los empleados que no sabían qué hacer ni dónde meterse.
6
El toro de Osborne
El ruido abrumador de los toneles rodantes y de los cascos del toro contra el suelo de adoquines advirtieron al capataz, a la señorita y a los demás chicos, que llegaron corriendo para ver qué pasaba. El capataz, con los ojos a cuadros, no podía creer lo que estaba viendo, las botas de Don Tomás rodando por todas partes y el toro en estampida... Cuando quiso poner remedio, ya no tenía solución.
Los chicos corrían tras el toro, que bajaba por la calle de Los Moros dirigiéndose al mercado. Los coches, al verlo, se detenían. La gente se echaba a un lado, asustada. El toro quería un espacio libre, la dehesa donde se había criado. Estaba bastante desorientado pero seguía calle abajo. Pronto se asomó la gente a los balcones.
Los chicos seguían a cierta distancia al animal. π3 era el más valiente porque no sabía mucho de toros; a él le había lamido y para él era como Mukiko en grande. García y Malocotón corrían a su lado y Carmen detrás. Cuando llegaron a la plaza del mercado todo el mundo salió de los puestos y de los bares; había un toro suelto, el toro de Osborne, todo un espectáculo de día de fiesta.
El pobre toro no sabía qué hacer. Ya se había acostumbrado a la gente y no les pensaba embestir, pero nadie sabía esto y todos se apartaban al verlo. Algunas mujeres se ponían histéricas y empezaban a correr. El toro se decía: «¿Pero qué he hecho yo?» «¿Por qué se asustan?»
José, acompañado de Mukiko, estaba en el bar de Vicente tomando su manzanilla cuando oyó el clamor en la calle. Había un toro suelto y una muchedumbre asustada. Sin pensarlo dos veces agarró un capote que adornaba la pared y empezó a torear al morlaco. La gente le hizo corro mientras José se lucía:
−Olé, y olé −José hizo media verónica, después se puso de rodillas y el toro jugueteó con la tela pasando deprisa.
Tras varios pases la gente empezó a aplaudir. El torero se sentía en la gloria, como en las tardes de éxito en Las Ventas. José ya había comprobado que el toro era manso y que no lo iba a empitonar: se acercó y lo agarró por los cuernos y le dio un cabezazo en el testuz a modo de saludo. Para entonces ya habían llegado la policía y los bomberos. Estos le pasaron una cuerda y él amarró al animal, que echaba espuma por la boca y que estaba feliz con el paseíllo. π3 se acercó, el toro le lamió la mano y se la llenó de saliva y a π3 le volvió a entrar la risa. Tanta que se la contagió a José y a todos los que estaban alrededor.
Al rumiante lo metieron en el remolque de un camión y a José lo subieron a hombros; había sido el héroe de la tarde. Todo el mundo lo conocía y lo quería. π3 se sentía orgulloso de tener un amigo tan querido y esperó a que José pisara el suelo para unirse a él.
La pandilla rodeaba a π3. Todos estaban un poco temerosos de la señorita, que bajaba enfurruñada y con cara de muy pocos amigos. Menuda la que habían montado. Estaba realmente enfadada. Aunque todo había sido muy aparatoso, afortunadamente ninguno de los barriles había estallado. No se había perdido ninguno de los néctares divinos, que eran vinos de más de cien años.
Cuando la señorita llegó a ellos con el ceño fruncido, π3 intentó disculparse, pero solo pudo decir:
−¡Tooooro...! −poniendo los dedos como cuernos y embistiéndola, lo que provocó una carcajada general y relajó bastante a la señorita. Sabía que el seguro se haría cargo de todos los desperfectos, y aunque había sido un susto importante, nadie se había accidentado, por lo que se unió a la alegría general.
En el bar Vicente pidieron chocolate con churros para todos. Tras la carrera estaban hambrientos. Los camareros fueron sirviendo