Entretenido en el esfuerzo no percibió que se acercaba una nave. Una sirena imponente le hizo dar un respingo:
−Buuuu... buuuuu...
Casi le deja sordo. Al volverse vio una nave de madera, un poco desvencijada y pintada de rojo y azul. Y además con ¡seres humanos!
Había oído tanto de ellos. Historias de su pasado común, de diluvios, guerras y huidas, de viajes y exploraciones. En un momento de su evolución genética habían estado juntos pero ya hacía miles de años que se habían separado y cada familia había evolucionado a su manera. Los mayores siempre le hablaban de los seres humanos con gran cordialidad y ternura. Y ahí estaban... eran sus primos... ¡Qué emoción, por fin los iba a conocer!
En estribor unos cuantos hombres se afanaban con un bichero y una boya para ayudarlo. Discutían entre ellos.
−Que lo he visto caer del cielo, cohone... −decía un hombre flaquito.
−Tú estás chalao, tanto vino te tie los sesos a remojo... −replicaba el encargado del atraque.
−Pacá, pacá −gritó el marinero, dirigiéndose al náufrago mientras lo acercaba con el bichero.
−Menúo remojón. Anda sube −y lo agarró de los brazos, ayudándolo a saltar a la embarcación.
Para π3 todo era nuevo; aunque solo tenía trece años, era mucho más alto que todos los marineros. Embutido en el casco y el traje de fibra óptica parecido al de los surferos apenas podía hablar, pero sí observar y escuchar. Se sentó en uno de los bancos. Estaba un poco cansado, y sobre todo, sorprendido. Los marineros entretanto amarraban su vehículo para arrastrarlo junto al barco.
−Vaya moto chula: ya me dejarás dar una vuelta... eh −decía el marinero, intentando entablar conversación.
π3 estaba atontado mirándolo todo y sin quitarse todavía el casco. No sabía muy bien qué hacer ni cómo comportarse. Su organismo, mucho más evolucionado que el nuestro aunque con los mismos rasgos, contaba con poderes especiales y, el más importante de ellos, el de adaptación.
Podía aclarar u oscurecer su piel y su cabello y matizar el tono de sus ojos a voluntad, en un ejercicio de mimetismo orgánico, un proceso de aceleración que en otros organismos habría supuesto cambios a lo largo de milenios pero que él podía provocar en apenas unos minutos aunque luego no pudiera retransformarse sino pasados varios meses. Claro que no era un camaleón, ni un bicho de feria. Pero en determinados momentos, en momentos de máximo peligro, podía adaptar su aspecto al de la mayoría y así pasar, de alguna manera, desapercibido.
Observó una vez más al pasaje y a los marineros. Unos estaban sentados contemplando la bahía y refrescándose con la brisa marina; parecían de paseo. La mayoría eran rubios con ojos claros y piel pálida, rosita. Y los marineros eran más cetrinos; su piel parecía quemada por el aire y el sol y sus cabellos eran oscuros. Así que π3 se adaptó al tono paliducho y al color de gamba de la mayoría de los turistas. Pero como estos no decían nada, se fijó en los hombres de piel quemada, que parecían simpáticos. Esos serían sus amigos. Tomó aire, lo tragó, lo paseó por cada una de sus células y lo expulsó. Dejó que su traje de fibra óptica se secara totalmente, adaptándose a su cuerpo como un guante. Ya estaba listo. Se quitó el casco y esperó.
Su cabello rubio parecía frito de tan rizado. Sus ojos azules observaban muy abiertos; su boca mostraba unos dientes muy pequeños y una permanente sonrisa.
−Que si me dejas dar una vuelta luego −preguntó el marinero.
π3 no entendía muy bien lo que le decían. Algo sobre la moto, estaba claro. Levantó los hombros y sonrió. No sabía cómo decir: «No entiendo nada».
−No te entiende, Manue...
−Es que es guiri.
Y Manuel entretanto gesticulaba y le daba un toquecito en el brazo queriendo ser su amigo:
−Que si lue-go, ru-la-mos juntos. Una vuerta, hombre.
Y el muchacho sonreía.
−Yo, Manuel, ¿y tú?
−π-3 −contestó nuestro amigo despacito, poniéndose la mano en el pecho.
−¿Pi-ter? ¿Pi-tré? Muy bien Pitré, este es mi amigo José, el torero más grande de España.
José se acercó cojeando levemente y le ofreció la mano. π3 dudó un momento y levantó la mano con los dedos abiertos. Nunca había chocado una mano.
El otro la agarró entre las suyas y la sacudió:
−Quiyo, parece un erizo. Cierra la mano que te va a dar calambre.
π3 solo podía sonreír. No entendía mucho pero ya tenía dos amigos, Manuel y José, que no paraban de hablar y decirle cosas. En un momento El Vaporcito metió otro bocinazo:
«Buuu, buuu...», indicando que estaban entrando en la bocana del río.
El barco cruzaba la bahía entre Cádiz y El Puerto mucho antes de que existieran las carreteras. Todo el mundo le llamaba El Vaporcito pero hacía años que había sustituido el carbón y el vapor por el gasoil y el motor de combustión .
Manuel se alejó de la pareja y empezó a preparar la escala y los amarres previos al atraque. Entretanto José no paraba de hablar y observar al joven; no parecía el típico guiri. Él sabía mucho de guiris. Había paseado por todas las plazas de España y también había estado en América y en Japón. Poco antes de cortarse la coleta le había pillado un toro, le había zarandeado como a un muñeco de trapo. Tras casi desangrarse habían conseguido salvarlo, pero ya nada sería igual. Las astas le habían rebanado un tendón y ahora corría encogido. Ya no podía echar la carrera delante del morlaco, ni siquiera hacer los pases.
π3 oía sin entender mucho; su cerebro iba registrando todas las palabras y los gestos de José, que parecía estar contándole su vida. Si su moto funcionaba de nuevo, conseguiría entender el lenguaje de los humanos pues tenía una tecnología muy avanzada, GPS y traductor de ondas cerebrales. También tenía una provisión de chips y otras herramientas que −aplicadas a animales de sangre caliente− le podían servir para adaptarse hasta que pudiera comunicarse con su casa y volver. No estaba preocupado, aunque sí perdido. Claro que sabía donde estaba: en el planeta Tierra, y que toda esa gente eran sus parientes.
Cuando El Vaporcito estuvo bien pegado al muelle, Manuel extendió la pasarela y quitó la barrera. Cada vez que un guiri pasaba, José señalaba el puente de madera que había sobre sus cabezas para que no se rompieran la crisma. Y uno a uno, guiris y guiras, agachaban la cabeza e iban pasando.
π3 se había sentado en uno de los bancos de madera de la cubierta, mirando como faenaban José y Manuel. Echó una mirada al muelle y vio unas cuantas personas esperando un nuevo viaje del Vaporcito y también un animal negro y peludo, sentado sobre sus cuartos traseros y moviendo las orejas.
De pronto se acordó de su rata peluda, Muki. ¿Estaría esperando a que volviera de su paseo por las galaxias?
Cuando el último guiri bajó, José sujetó del brazo al muchacho:
−Bienvenido al Puerto de Santa María.
En cuanto pisaron el muelle, el animal se abalanzó sobre José.
−Pitré, este es mi perrillo, Kiko... –y el animal ya saltaba y lamía a π3, que lo rebautizó:
−Mukiko, Mukiko −y lo ponía a dos patas sobre la calle, dando vueltas como una peonza. Acababa de conocer al primer perro galáctico, pues en su planeta solo había ratas peludas, bastante parecidas a los perros terrestres, aunque estas se pirraban por las gominolas de fresa.
Comunicando
En El Vaporcito, Manuel el marinero se