−Pitré, ¿cómo se enciende esto, cohone...?
π3 dejó un momento al perro, subió de nuevo al barco y extendió sus brazos sobre la moto para que el aparato captara su onda electromagnética. Inmediatamente se iluminó el cuadro de mandos. El magnetismo de sus manos funcionaba a pesar del remojón. Abrió un compartimento del que sacó una caja compacta que metió en su riñonera. Sus microcircuitos lo ayudarían a comunicarse. Cerró otra vez los ojos por unos segundos. Apretó un botoncito amarillo y el motor empezó a funcionar. Miró de nuevo al marinero y sonrió. Por lo pronto, era la única manera de comunicarse.
Manuel tenía los ojos muy abiertos; nunca había visto una moto tan avanzada y con tantos botones ni un muchacho tan callado que la encendiera como por arte de magia. Miró por un momento al chico; una especie de halo de luz había traspasado su rostro. Manuel no entendía nada, pero aquel bicharraco de agua le estaba esperando y tampoco quería averiguar mucho más. Y entonces movió el manillar, aceleró suavemente y salió, al principio con prudencia, dibujando un círculo en el río, luego a todo gas, hasta la bocana del río. Parecía estar disfrutando de lo lindo.
π3 lo contempló un rato y luego miró al cielo. ¿En qué dirección estaría su planeta? ¿Podría comunicarse con ellos? Puso sus manos sobre el pecho, donde había guardado la caja negra, y miró al horizonte esperando algún tipo de mensaje. No parecía contestar nadie. Abrió la caja y sacó una colección de chips envasados al vacío. Extrajo un par de ellos y los metió en su bolsillo. Después se dio media vuelta para reunirse con José que le estaba esperando en el muelle.
Cuando llegó hasta él quiso decirle hola y hablarle perfectamente, en su idioma, pero al abrir la boca no pudo articular palabra. Le fallaba la conexión con la computadora de la moto; quizás el agua del naufragio había estropeado todo el mecanismo. Se preguntaba todas estas cosas y cómo podría comunicarse con José y con la gente de ese planeta. A lo mejor necesitaba colocarse un par de chips para acelerar los procesos cerebrales neurolingüísticos. No quería que le notaran que venía de tan lejos, y que empezaran a hacer preguntas incómodas y luego a desnudarlo buscando antenas y la piel de color verde y cosas así, como habían hecho con otros habitantes de su planeta capturados por los científicos. Prefería pasar por guiri antes que por extraterrestre. Además, sus antepasados habían vivido aquí; total, él era como un pariente lejano, no tan diferente de las personas humanas, aunque con ciertas ventajas.
José parecía entenderlo de maravilla y lo acompañaba en todo momento. Sabía que π3 todavía no entendía cristiano y le daba miedo dejarlo a la buena de Dios. Aunque lo habían recogido en la bahía y para todos parecía pasar por un turista extraviado, José ponía la mano en el fuego porque aquel chico había caído del cielo. No era una alucinación suya. Lo había visto claramente. Pero claro, no se ve todos los días caer motos del cielo con gente dentro; si acaso te cae un avión lleno de pasajeros y, pobrecillos, es un accidente aéreo, o te cae una cagarruta de gaviota. Pero un joven montado en una moto de agua no parece muy corriente.
Entretanto el chico se fijaba mucho en todo. Su planeta estaba esterilizado. De tan limpio y brillante, apenas había vida en él. No tenían bacterias ni microbios ni millones de organismos pluricelulares como en el planeta Tierra. Era como una cocina nueva e inmaculada, pero ahora todo lo que veía le sorprendía. Para empezar las palmeras. Se quedaba mirando hacia arriba. Sus troncos eran gráciles y muy estilizados y los penachos parecían saludar al visitante. Luego la gente, tan distinta, tan desgarbada, con esas barrigotas y esas calvas; parecían balones con patas.
π3 observaba el paseo, los bares y kioscos, la gente caminando, y José lo observaba a él. Le mosqueaban ciertos gestos del chico; de repente subía las cejas y parecía que su rostro se llenaba de luz... Y esa piel tan transparente, el pellejo que parecía moverse a su antojo... José estaba convencido de que el chico no era normal; había llegado del cielo, por lo que por ahí debían ir los tiros. Era algo muy delicado, así que, mientras esperaban a que Manuel siguiese flipando con la moto, se dieron un paseíto entre las palmeras.
José compró un cucurucho de patatas fritas y le invitó a sentarse en un banco:
−Esto, papas, verás qué ricas son.
Y el muchacho agarró un puñado, se las metió todas en la boca intentando tragarlas, y dijo:
−Pa-pa, pa-pa −mientras escupía gran parte de las patatas machacadas y los dos se partían de risa.
Parecía que tenía hambre. Cuando ya estaba más calmado, José le preguntó:
−¿Pitré, tú de dónde vienes? ¿De allá? −mientras miraba hacia arriba.
El chico extendió su brazo y su dedo índice hacia el cielo y hacia delante, casi rozando el límite del horizonte:
−Allá −exclamó, y se quedó un rato en silencio.
Quería poder decirle todas las cosas. Que vivía en una galaxia lejana. Que el Universo era ¡tan bonito! Que su planeta esterilizado era blanco y limpio, pero muy aburrido. Que había estudiado en el ordenador muchas de las cosas que veía, pero que nunca las había podido tocar ni oler. Que quería contarle todo esto pero que no podía porque le faltaban las palabras porque todo era nuevo.
Como no sabía decirle nada, sonrió. Luego sacó la caja negra de su pecho y la abrió. Era un pequeño ordenador con microcircuitos integrados. Una luz verde parpadeaba. π3 la contempló en silencio, tratando de oír o sentir algún mensaje que viniera de su galaxia, pero no podía, no había conexión. Había ido demasiado lejos...
José miraba al chico; quería ayudarle. Que se pusiera en contacto con su gente. Pero ¿cómo? A lo mejor servía su teléfono móvil y se lo ofreció. La cara de π3 se iluminó por un momento; agarró el teléfono y empezó a presionar las teclas a una velocidad vertiginosa. Parecía habituado a esos aparatos. Tras marcar una serie larguísima de números, aplicó el móvil a su caja negra, intentando completar la conexión que faltaba. Pero aquello no soltaba prenda, ni ruidos ni nada.
Sentados sobre un banco metálico del paseo, Mukiko no paraba de menear la cola. Había nacido en uno de los arcos del puente abandonado sobre el río y siempre había sido muy sociable. Como provenía de varias generaciones de perros callejeros, era muy inteligente y avispado. π3 extendió su mano y acarició al animal, que se echó al suelo y se volvió mostrando su barriga.
−Es un mimoso. Le encantan las cosquillas −dijo José mientras le metía mano y el perrito se dejaba tocar.
−Cosquillas −repitió π3 mientras rasguñaba con sus manos la barriga del perro.
1
2
¿Y tú quién eres?
Estaban en esas cuando llegó Manuel acompañado de un tipo con coleta y bermudas. Era el periodista de la radio local La Cotorra. Manuel le había contado que habían recogido a un náufrago en la bahía y se lo quería presentar. El periodista traía una grabadora colgada del cuello, un micrófono y una gran barriga. Siempre estaba curioseando y entrevistando a todo quisqui.
Nada más llegar, sin preámbulos, y dirigiéndose a una audiencia invisible, dijo:
−Aquí radio La Cotorra, para que corra. Nos hallamos en El Puerto de Santa María, la ciudad de los cien palacios y una sola librería. Entre nosotros está la tripulación de nuestra gloriosa nave, El Vaporcito; valientes hombres que cada día se echan a la mar para transportar a centenares de viajeros y turistas. Pero hoy se han topado con un náufrago y han acudido prestos a su salvamento. El susodicho, llamado Pitré, está presente, en entrevista exclusiva para La Cotorra. ¿Cómo te sientes, Pitré?
El periodista colocó el micrófono bajo la boca del muchacho, esperando una respuesta, y este, intentando hablar y encontrar las palabras adecuadas, dijo:
−Cosquillas.