En este marco de interpretación, los intercambios económicos y comerciales, sobre la base de la innovación tecnológica y la competencia por los mercados internacionales, tienden a suplantar la política (y a su manifestación bélica) como elementos constitutivos del conflicto y de las relaciones de poder entre estados y sociedades. Para el autor, “en cierto nivel, el pronóstico de que la guerra económica reemplazará a la guerra militar es una buena noticia […] El juego económico que será jugado durante el siglo XXI tendrá tantos elementos de cooperación como de competencia” (Thurow, 1992, p.36).
Pero la visibilidad de la influencia —y de la correlativa capacidad de intervención político–militar estadunidense—, reconocida por amigos y adversarios, no impide otro reconocimiento, tal vez menos obvio, pero igualmente significativo: el de la relativización del peso económico de aquella nación ante el dinamismo de otros polos tecnológicos y productivos.
Ya en la década de los ochenta —los años “reaganianos”—, caracterizada en Estados Unidos por el entusiasmo colectivo ante la victoria simbólica y concreta sobre la superpotencia rival, aparecen diagnósticos y reflexiones que matizan dicho triunfalismo; si en aquellos años la economía estadunidense era todavía, grosso modo, un tercio de la economía mundial, las altas y sostenidas tasas de crecimiento de otras regiones, especialmente en el este y sureste asiáticos con los denominados “tigres” —Hong Kong, Singapur, Corea del Sur y Taiwán—, así como el renovado dinamismo de la industria y el comercio europeos, potenciados por la consolidación del proceso integrador en aquella zona, (3) contribuyen en esa coyuntura a que el porcentaje de la economía estadounidense respecto del producto interno bruto mundial (PIB) haya ido disminuyendo de manera paulatina, desde un tercio en los años ochenta hasta una cuarta parte en la actualidad; (4) si bien es importante considerar el incremento del tamaño de la economía mundial desde entonces, así como la vuelta de la economía de ese país al crecimiento económico en 2015, luego de la crisis financiera.
Puede afirmarse que Estados Unidos mantiene su ventaja en la carrera por la supremacía al poseer más riqueza acumulada, por mucho, que ninguna otra sociedad contemporánea; además de su superioridad en ámbitos estratégicos relacionados con la innovación, como las nuevas tecnologías de la información, las industrias aeroespaciales, la biotecnología, ámbitos donde ha demostrado una insuperable capacidad para transitar de la idea al diseño y de este a la fabricación de utensilios masivamente demandados (como la gama de productos para la comunicación de Apple, por citar un ostensible ejemplo actual). En el mismo sentido, su productividad sigue siendo la más alta, sobre todo en los sectores de punta (si bien no puede decirse lo mismo en los sectores industriales tradicionales como el automotriz, de bienes de capital o químico), sostenida por una fuerza laboral bien adiestrada y unos cuadros dirigentes formados en las todavía consideradas mejores universidades del mundo. Asimismo, el mercado interno mantiene su alto poder adquisitivo, con 316 millones de habitantes en 2013, que crecen a una tasa del 13.68% anual. (5)
Pero también es verdad que, en la perspectiva de los últimos 20 años, como señala Thurow, “malgastó gran parte de su ventaja inicial permitiendo la atrofia de su sistema educacional, transformándose en una sociedad de alto consumo y baja inversión” (1992, pp. 295–296). Ser la potencia militar del siglo XXI es, desde esta perspectiva, un inconveniente, dado el esfuerzo necesario para mantenerse como la economía más grande y eficiente mientras sigue sosteniendo un enorme aparato militar. Así pues, Estados Unidos tendría que cambiar tanto sus prioridades colectivas —lo que requiere amplios y por ahora inalcanzables acuerdos políticos internos— como sus niveles de ahorro e inversión, indica Thurow, para incrementar sustancialmente sus índices de productividad frente a competidores desarrollados y emergentes.
La proyección simbólica del poder estadunidense
En los años noventa, en palabras de Zbigniew Brzezinski (1998, pp. 19,33), surgía Estados Unidos “como la primera y única potencia realmente global”. Esta imagen de poder sin adversarios proyectaba en un haz múltiple y persuasivo la disponibilidad y uso eficaz de recursos tangibles e intangibles, económicos, técnicos, militares, culturales, así como el vigor y con frecuencia la claridad de objetivos de las clases dirigentes. Cabe señalar al respecto que las imágenes en que se ha reflejado la supremacía estadunidense provienen de una manera histórica propia de concebir y ejercer el poder a escala nacional, hemisférica e internacional, que si bien posee similitudes con anteriores hegemonías —como en el caso del imperio británico: democracias representativas con economías industriales y de mercado, con un proyecto ético– político de vocación universal, todo ello combinado con altas dosis de pragmatismo— tiene características inherentes a la propia evolución histórica de dicho país, características tal vez históricamente únicas que han percibido observadores como Alexis de Tocqueville y Raymond Aron. (6)
El “sistema global estadunidense” se origina en una sociedad pluralista y democrática, lo que supone, en los hechos específicos de la acción de ese país en el exterior, posturas con frecuencia ambivalentes y una permanente oscilación entre dos impulsos arraigados en el imaginario de la sociedad y las élites dirigentes, cuyas consecuencias concretas han sido notorias —sobre todo para los vecinos inmediatos de la gran potencia: México, Centroamérica, el Caribe— en los dos últimos siglos: el aislacionismo y el intervencionismo, cada uno con sus respectivos matices, combinaciones y condicionamientos. Como sea, la presencia internacional de Estados Unidos posee rasgos propios que la distinguen en cuanto a otras pautas de dominación. Brzezinski (1998, pp. 33–34) apunta como uno de esos rasgos la búsqueda de colaboración —o “cooptación”, como la denomina— con las élites políticas y económicas de aquellos países y sociedades con los que mantiene, o le interesa mantener vínculos, y con quienes utiliza mecanismos y medios variados para sustentar su influencia (y capacidad coercitiva), entre los cuales no es el menos importante el perfil mismo y la capacidad de irradiación cultural del american way of life.
EN TORNO A GLOBALIZACIÓN Y HEGEMONÍA
Brzezinski: una globalización estadunidense
Zbigniew Brzezinski (2005) plantea una hipótesis sugerente sobre la relación entre el proceso de intensificación de vínculos e intercambios entre un creciente número de actores supra y subnacionales —que hemos denominado globalización— y la hegemonía estadunidense. Este autor argumenta que los procesos de globalización adquieren su patente de legitimidad a través de esa imagen idealizada de una concurrencia comercial y financiera sin restricciones, a escala ampliada, y de una estructura en red que democratiza vínculos e intercambios; aunque tal imagen optimista no coincida por fuerza con la persistente realidad geopolítica de las fronteras y disparidades del poder económico, técnico, militar y mediático.
Como señala Brzezinski, la libre concurrencia de unidades políticas y la extensión de las redes de intercambio no pueden ocultar el hecho de que “algunos estados son obviamente más ‘iguales’ que otros” (2005). En el caso de Estados Unidos, esta obviedad se sintetiza en una serie de ventajas que, en conjunto, configuran una capacidad única para formular la agenda internacional (es decir, establecer el terreno y las reglas del juego) e intervenir en prácticamente todas las áreas geográfico–políticas donde la defensa de su entramado de intereses así lo demanda: dominio ideológico y funcional de las instituciones y los organismos internacionales, dimensiones del mercado interno, capacidad de innovación (y de comercialización de esta) y acervo mayor de activos productivos al de cualquier otro país.
En síntesis, Brzezinski plantea que la globalización no solo intensifica la presencia multidimensional estadunidense y sus capacidades para establecer las reglas y los límites del juego de poder internacional sino que ella misma posee una impronta inequívocamente norteamericana, con su énfasis en la innovación comunicacional y la circulación intensificada a través de las redes virtuales y tradicionales, de valores, bienes y promesas simbólicas originadas en la matriz industrial–cultural de aquel país (2005, pp. 172–175).
Agnew, Khanna, Haass: el fin de la hegemonía
Frente al enfoque anterior, que da por establecida una hegemonía estadunidense entreverada con las dinámicas globales, e interpreta