De hecho, debemos entender en un sentido religioso la fascinación que despertó el comunismo entre los jóvenes intelectuales de entreguerras. Los espías de Cambridge —Philby, Burguess, Maclean y Blunt— traicionaron a muchas personas y las llevaron a la muerte: al revelar las identidades de los patriotas de Europa del Este que organizaron la resistencia frente a los nazis, con la esperanza de alcanzar un futuro democrático, más que comunista, posibilitaron que Stalin liquidara a quienes luchaban para impedir su avance por Europa oriental.
Esto aparentemente no suscitó remordimiento alguno en los espías, cuyas acciones estuvieron motivadas por un rechazo obsesivo hacia su país y hacia sus instituciones. Formaban parte de una élite que había perdido confianza en su derecho a los privilegios heredados y que había transformado en religión la negación de los valores que les había inculcado la sociedad en que nacieron. Estaban deseosos de encontrar una filosofía que compartiera esa misma obsesión destructiva y la hallaron en el partido comunista, que les ofrecía no sólo doctrina y promesas, sino también pertenencia, autoridad y obediencia: exactamente lo mismo que esos espías repudiaban como herencia.
Las organizaciones clandestinas crean siempre un grupo de ángeles visitantes, capaces de moverse entre la gente de la calle con un halo que solo ellos pueden ver. Pero esta masonería de los elegidos no era el único atractivo del partido comunista. Su doctrina les prometía un futuro luminoso y les indicaba el camino de “lucha heroica” que conducía a él. La sociedad europea casi se había destruido a sí misma en la Primera Guerra Mundial, y la gente había salido de ella con multitud de pérdidas y sin ninguna ganancia que compensara su sufrimiento. Para esos jóvenes que había perdido sus ilusiones debido a la dura realidad que siguió a la guerra, la Utopía era un bien muy preciado. Era lo único en lo que podían confiar, precisamente porque no hacía referencia a nada real. Exigía sacrificio y compromiso y daba sentido a la vida, mostrando la fórmula para transformar lo negativo en positivo y convirtió todo acto de destrucción en un acto de creación. La utopía facilitaba instrucciones implacables, secretas y autoritarias, que exigían traicionar a todo y a todos los que se interponían en su camino, o sea, a todo y a todos. El entusiasmo que provocaba era una fuerza irresistible para quienes deseaban vengarse de un mundo que se habían negado a heredar.
Pero no fue solo en el Reino Unido donde el Partido Comunista ejerció su perversa influencia. Czeslaw Milosz ha descrito, en un vívido e inquietante libro, el poder satánico que tuvo el comunismo sobre su generación de intelectuales polacos, y cómo cerró sus mentes a cualquier forma de crítica, liquidando una a una todas las lealtades que daban sentido a la vida de sus compatriotas: la lealtad a la familia, a la iglesia, al país y al orden legal[1]. Los escritores, artistas y músicos de Francia y Alemania también se rindieron a su encanto. El partido comunista no era atractivo solo por las políticas concretas o el creíble plan de acción que proponía dentro del orden existente. Lo era sobre todo porque se enfrentaba al desorden interior de la clase intelectual, en un mundo en el que ya no existía nada auténtico en lo que creer.
La habilidad del partido por transformar lo negativo en positivo y rechazar la redención ofreció precisamente una terapia psíquica a quienes habían perdido la fe religiosa y todo el afecto cívico que necesitaban. Su estado negativo lo reflejó perfectamente Breton en nombre de los intelectuales franceses en su Segundo Manifiesto Surrealista de 1930:
«Todo está aún por hacer, todos los medios son buenos para aniquilar las ideas de familia, patria y religión (…) [Los surrealistas] saben gozar plenamente de la desolación, tan bien orquestada, con que el público burgués (…) acoge el deseo permanente de burlarse salvajemente de la bandera francesa, de vomitar de asco ante todos los sacerdotes, y de apuntar hacia todas las monsergas de los «deberes fundamentales» el arma del cinismo sexual de tan largo alcance».
Esta idea, en retrospectiva tan pueril, era al mismo tiempo una clara petición de auxilio. Breton reclamaba un sistema de creencias con la capacidad para prometer un nuevo orden y una nueva forma de pertenencia, que transformara todo lo negativo de su alrededor y lo reescribiera en el lenguaje de la autoafirmación.
Hobsbawm tenía más excusa que la mayoría de los que se incorporaron al partido comunista. Nacido en Alejandría, de padres judíos y huérfano en la infancia, tuvo que trasladarse a casa de unos familiares a Berlín donde fue testigo, en el momento más vulnerable de su vida, del traumático ascenso de Hitler al poder. Finalmente logró escapar con su familia adoptiva a Inglaterra, donde se encontró desarraigado y traumatizado, desligado de toda lealtad heredada y, a pesar de ello, con el deseo de encontrar algo que diera sentido a su inquietud intelectual y le permitiera participar y comprometerse en la lucha contra el fascismo. Se sumó al movimiento comunista con inquebrantable dedicación y estudió la manera de implicarse en sus luchas desde el ámbito académico.
Es imposible saber —y probablemente sea también indiscreto preguntar- cuántos intelectuales comunistas de la generación de Hobsbawm participaron en esa clase de acciones subversivas que hoy relacionamos con el círculo en el que se movían Philby, Burguess y Maclean. Se ha sospechado de Cristopher Hill, historiador de la guerra civil inglesa, que trabajó en el Foreing Office durante los dos últimos años cruciales de la guerrea, cuando Stalin necesitaba de la información que le transmitían los espías de Londres para invadir Europa del Este. Hill, que después fue profesor en Ballioll, era miembro del Grupo de Historiadores del Partido Comunista de Oxford formado tras la Guerra, y al que pertenecía también Hobsbawm, Thompson y Raphael Samuel. En 1952, Samuel y él fundaron la influyente revista Past and Present, cuyo objetivo era interpretar la historia desde un punto de vista marxista. Vinculado a ellos estaba también Ralph Miliband, que llegó como refugiado desde Bélgica en 1940, y cuyo padre polaco había luchado en el ejército soviético contra su propio país en la guerra polaco-soviética de 1920, guerra con la que Lenin quiso vincular el comunismo alemán con el ruso, aunque no lo consiguió.
Miliband colaboró también activamente con New Reasoner, fundada por E. P. Thompson y otros en 1958. En 1960 esta publicación se integró con Universities y Left Review, y juntas formaron New Left Review (ver capítulo 7). Aunque simpatizaba con el movimiento socialista internacional, Miliband, hasta donde yo sé, nunca fue miembro del partido, pero defendía también un “camino al socialismo” más de tipo revolucionario que parlamentario. En su libro Capitalist Democracy in Britain, de 1982, manifestó irónicamente sus desacuerdos con el Partido Laborista, al que se había afiliado en 1951. Afirmaba que este último, al apoyar las instituciones políticas británicas, renunciaba a ser la voz de la clase trabajadora y reprimía las “fuerzas” que habían determinado la revolución en otros lugares. Aunque a regañadientes, reconocía que la capacidad de las instituciones británicas para contener las protestas de las bases populares, explicaban la paz sin precedentes de las que había disfrutado el pueblo británico desde finales del siglo XVII. Si sustituimos “contener” por “responder”, esta frase se podría considerar como un primer paso para criticar desde una perspectiva de derechas la sesgada interpretación que el propio Milband hizo de nuestra historia nacional.
Con independencia de su implicación en la política comunista, estos escritores se distinguen de los espías de Cambridge y de otros simpatizantes sobre todo por una cosa: su seriedad intelectual. Concibieron el comunismo como un intento por poner en práctica la filosofía de Karl Marx y veían el marxismo como el primer y único ensayo para elevar la historia a la categoría de ciencia. El interés que revisten hoy para nosotros no se puede separar de su deseo por reescribir la historia en clave marxista y utilizar la comprensión histórica como un instrumento de política social.
Nadie que lea los ensayos históricos de Hobsbawm puede evitar verse comprometido por ellos. La amplitud