Si hubiera al menos tenido en cuenta alguno de esos otros sistemas, se habría visto obligado a reconocer que ese “nosotros” del que habla es más reducido de lo que se imagina, y que es necesario elaborar una teoría más amplia, con conceptos más ricos y menos dependientes de esos escasos ejemplos unilaterales que su teoría nos depara. Pero también sirve para mostrar que su concepción de la interpretación no es una auténtica filosofía del Derecho, sino un medio de defensa que le permite confiscar la Constitución americana y alejarla de la mano de sus fieles conservadores. Más allá de su dictamen de abogado, es imposible saber cómo se debería aplicar su teoría ni sus verdaderas implicaciones.
Ante la necesidad de elaborar una teoría del derecho que sea más que una simple defensa, un conservador no podría estar de acuerdo con una concepción de la interpretación que la liga a un contexto histórico determinado y expresamente diseñado para sancionar la “moralidad política” de Ronald Dworkin. A mi juicio, el conservador debería comenzar su teoría con un concepto que está ausente en Dworkin: el de soberanía. Esta es el poder que legítimamente puede reclamar obediencia. Para los conservadores, como para Hobbes, Hegel o De Maistre, que se han asomado al abismo, la soberanía es la condición sine qua non del orden legal y lo que posibilita las relaciones pacíficas y consensuadas. Ni el terrorismo, ni el gobierno totalitario, su forma institucionalizada, son posibilidades en el imperio ideado por Dworkin. El hombre dworkiano es una criatura que ya con toda seguridad cumple la ley y está protegida de las coacciones más indeseadas por juristas con ingenio. Su “moralidad política” está compuesta casi solo por derechos y pretensiones, y hay poco espacio para el deber y la obediencia. Cuando hay que luchar por su país, puede ampararse en la cláusula de la desobediencia civil. Cuando los conservadores intentan imponer su moralidad opresiva en temas relacionados con la sexualidad o el aborto, puede fácilmente descubrir que tiene derecho a todo lo que desee hacer, interpretado con referencia a la Constitución por los serviciales jueces liberales.
Pero, al fin y al cabo, ¿qué significa interpretar? Afirmar que su objetivo es ofrecer la mejor lectura es decir muy poco. No descubrimos lo que es el fútbol señalando que su objetivo es jugar bien. Es necesario una teoría más concreta y matizada sobre lo que significa “mejor”. Dworkin, como H. G. Gadamer (a quien se refiere en un pasaje importante) toma muchos ejemplos del lenguaje[47]. Y, en efecto, es verdad que el lenguaje nos ofrece un ejemplo clave para comprender lo que significa. Pero ¿cuál es la mejor forma de interpretar las palabras de otro? No es necesariamente la interpretación que la hace verdadera, útil o compatible con lo que cualquier otra persona dice o cree. Es la interpretación que nos descubre lo que quiere el hablante decir.
Normalmente para los críticos literarios “lo que el texto significa” no es lo mismo que “lo que el autor dice que significa”. Las discusiones sobre la falacia intencional y la muerte del autor, sin embargo, Dworkin no las tiene en cuenta, y nos deja la impresión de que ha improvisado su idea sobre “la mejor interpretación” para poder así deducir las conclusiones que desea. Es imposible con ella, explicar por ejemplo lo que sucede cuando el juez intenta eludir la aplicación de una ley injusta u opresiva, apelando a la equidad. Tampoco aparece en el razonamiento de Dworkin la tradición de nuestro tribunal de equidad. Y nunca nos aclara lo que ocurre cuando los jueces aplican la ley porque deben hacerlo y no porque sea compatible con otros rasgos del sistema jurídico, como cuando están obligados a anular los contratos para cumplir con la legislación social.
Sospecho que un auténtico académico, preocupado por el tema de la interpretación, habría dedicado más tiempo a analizar el concepto de ijtihād en el derecho islámico en lugar de defender solo causas con las que simpatiza. Hasta el triunfo de los teólogos Ash‘arite en el siglo X d. C., y el destructivo dogma de que la “puerta de la ijtihād está cerrada”, los juristas de las cuatro escuelas autorizadas estaban de acuerdo en que la ley aplicable a un caso concreto se debía concluir de la interpretación del Corán y los hadiths, de acuerdo a ciertos principios que armonizaran la decisión con los pronunciamientos explícitos del Profeta. Hay muchas obras académicas dedicadas a estudiar con rigurosidad cómo actuaban los primeros juristas islámicos, y habría sido interesante leer la opinión de Dworkin sobre este tema, o sobre cualquier otro que no esté relacionado con su impulsiva retórica para defender la ideología liberal. Pero no se encontrará nada de esto en sus escritos. Al final tampoco se sabe qué quiere decir por “interpretación”, ni a quién se refiere cuando emplea la omnipresente primera persona del plural. Termina con estas palabras: «Esto es lo que la ley es para nosotros; para las personas que nosotros queremos ser y para la comunidad que es nuestro objetivo». Y ante esto lo único que se puede responder es: “Habla por ti mismo”.
Con las figuras de Galbraith y Dworkin nace el combativo establishment liberal americano. Los dos fueron pensadores brillantes y tenían un hábil dominio del razonamiento circunstancial. Poseían también una actitud arrogante hacia los estudios académicos. Menospreciaban las ideas heredadas por la sociedad americana y abrieron la senda que permitía cuestionarlas. Pero también gozaron de las suculentas recompensas que se dispensaba a quienes tenían el propósito de subvertir la cultura tradicional centrada en la familia, la empresa, Dios y la bandera. Pero examinen cuidadosamente sus razonamientos y hallarán atajos, retórica y desprecio frente a quienes piensan de otra manera. A pesar de toda su inteligencia, los dos dejaron los auténticos temas de interés intelectual en el mismo sitio en que los encontraron.
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