«Plácida y próspera por igual era la vida de los numerosos parásitos de la sociedad aristocrática rural, alta y baja: aquel mundo rural y provinciano de funcionarios y servidores de la nobleza alta y baja, y las profesiones tradicionales, somnolientas, corrompidas y, a medida que progresaba la Revolución industrial, cada vez más reaccionarias. La iglesia y las universidades inglesas se dormían en los laureles de sus privilegios y abusos, bien amparados por sus rentas y sus relaciones con los pares. Su corrupción recibía más ataques teóricos que prácticos. Los abogados y lo que pasaba por ser un cuerpo de funcionarios de la administración, seguían sin conocer la reforma»[4].
No hay duda de que hay algo de verdad en lo que dice. Pero lo expresa con la terminología de la lucha de clases y en un lenguaje que no permite disculpa alguna de la gente de la que habla ni del sistema en que vivía. También podrían haber sido considerados “parásitos” los mercaderes y comerciantes, y “reaccionarios” los profesores, doctores y agentes que, con todos sus defectos, hicieron posible la transmisión del capital social y su desarrollo a lo largo del siglo XIX. Al igual que en cualquier otro periodo, también en aquella época existieron personas buenas y muchas se opusieron a las costumbres corruptoras. El propio Hobsbawm reconoce que había duras críticas a la corrupción de la iglesia, pero las subestima por ser “más teóricas que prácticas”. En cuanto a los abogados y funcionarios, a ellos ni siquiera se les reconoce el derecho de audiencia. Hasta la extraordinaria movilidad social del siglo XIX inglés —que hizo que Sir Robert Peel, padre del primer ministro, ascendiera de clase social y se convirtiera en un importante industrial—, se envuelve con el mismo estilo reivindicativo, como si fuera un fallo del sistema de clases hacer posible que la gente se abriera camino en él.
Sin embargo, la nueva clase trabajadora se describe con la tendencia opuesta. Su mundo tradicional y su antigua “economía moral”, como Thompson la describe, habían quedado destruidas por la Revolución Industrial. Los trabajadores, confinados en las nuevas ciudades en expansión y con el permanente recuerdo de su “exclusión de la sociedad humana”, se veían obligados a trabajar a precio de mercado, que, según los economistas liberales, era la tasa más baja por la que se podía intercambiar trabajo por dinero. Pero, cuando eran despedidos, lograron salvarse de la inanición gracias a la ley de pobres, establecida «no tanto para ayudar al desafortunado, como para estigmatizar los propios fracasos de la sociedad»[5].
De hecho, esta era la época en que las Friendly Societies y las Building Societies hicieron posible que los trabajadores se convirtieran en propietarios de bienes inmuebles y conformaran la nueva clase media. Era también la época del Mechanics Institute, creado por caritativos miembros de la clase media para proporcionar educación a quienes trabajaban a tiempo completo. Fue también el periodo en el que se crearon las bibliotecas para trabajadores, las asociaciones de los mineros del carbón y el Acta de Fábricas, iniciativas que sirvieron para desterrar los peores abusos y las consecuencias de la industrialización. Pero nada de esto merece interés para Hobsbawm, para quien estos fenómenos no son muestras de bondad sino instrumentos para perpetuar la explotación.
Hobsbawm interpreta el proceso -que en verdad estuvo lejos de ser inocuo- por el que nuestras instituciones políticas y sociales adaptaron la Revolución Industrial como una “lucha de clases”, aunque de serlo hubiera sido en todo caso una lucha emprendida en contra de la clase trabajadora. Y cuando los hechos refutan claramente la interpretación marxista de la historia, explícitamente los soslaya. Como se sabe, Marx predijo que los salarios irían descendiendo en el capitalismo, puesto que los trabajadores se verían obligados a aceptar siempre peores condiciones económicas para seguir disfrutando de la “esclavitud de su salario”, que era lo único que se les ofrecía. La investigación ha desmentido esta predicción, demostrando, por el contrario, que tanto el salario como el nivel de vida estuvieron en aumento constante, con algunas breves interrupciones, durante toda la Revolución Industrial[6]. En lugar de aceptar este hecho, y tenerlo en cuenta en su interpretación, Hobsbawm lo cuestiona para evitar que sus purezas se contaminen:
«Si la [pobreza material] aumentó o no, es tema de encendida polémica entre los historiadores, pero el hecho mismo de que la pregunta sea pertinente ya facilita una sombría respuesta: nadie sostiene en serio un deterioro de las condiciones en períodos en que evidentemente no se deterioraron, como en la década de 1950»[7].
Por decirlo con otras palabras, es suficiente para el historiador constatar que se ha discutido la cuestión; no es necesario que profundice para llegar a la verdad.
Los hechos son más interesantes y perduran más en la memoria cuando forman parte de un drama. En este sentido, si la historia ha de desempeñar una función política, el drama ha de ser el de la vida moderna. Pero creer que esto es la teoría científica que las clásicas narraciones sobre el progreso nacional y la reforma institucional no fueron capaces de ofrecer, no está suficientemente fundamentado. La historia marxista implica reescribir la historia teniendo en cuenta fundamentalmente la clase social. Y exige demonizar a las clases superiores e idealizar a las más bajas.
La interpretación de la historia en clave marxista que hace Hobsbawm supone desenmascarar las fuentes de lealtad que unen a la gente corriente no con su clase (como supone la doctrina marxista), sino con su país y sus tradiciones. La clase es una idea atractiva para los historiadores de izquierdas porque hace referencia a lo que nos divide y separa. Solo si se interpreta la sociedad en función de las clases sociales, podemos descubrir el antagonismo en el centro de todas esas instituciones mediante las cuales la gente ha tratado justamente de evitarlo. Nación, derecho, fe, tradición, soberanía…, todas estas ideas hacen referencia a fenómenos que nos unen. A través de ellas intentamos articular esa unión esencial que atenúa las rivalidades sociales, ya nazcan del estatus, la clase o la función económica. Por eso mismo es un objetivo principal para la izquierda, al que ha contribuido también el propio Hobsbawm, demostrar que esos fenómenos son meras ilusiones, que no representan nada duradero o decisivo para el orden social. Por decirlo en términos marxistas, el concepto de clase es de naturaleza científica; el de nación, ideológica. La idea de nación, así como sus tradiciones, constituye el velo desplegado en el mundo social por la necesidad burguesa de percibirlo de forma errónea.
Así pues, en Naciones y nacionalismo desde 1780, Hobsbawm se propone mostrar que las naciones no son esos fenómenos naturales que parecen ser, sino invenciones diseñadas para crear una lealtad engañosa al sistema político dominante. En La invención de la tradición, una obra colectiva dirigida por Hobsbawm y Terence Ranger[8], diversos autores sostienen que muchas tradiciones sociales, ceremonias y símbolos étnicos son creaciones recientes elaboradas para hacer creer a la gente que desciende de un pasado inmemorial y que dota a su pertenencia social de una permanencia engañosa. Estos dos libros pertenecen a la creciente colección de estudios dedicados a la “invención del pasado”, en la que se incluyen clásicos como Imagined Communities: Reflections on the Origins and Spread of Nationalism (1983) de Benedict Anderson, y Nación y nacionalismo, de E. Gellner, de 1983.
Gracias a estas obras se ha establecido como indiscutible que cuando las personas toman conciencia de su pasado y lo reivindican como posesión colectiva, no piensan como lo hacen los historiadores empíricos y los estadísticos sociales. Actúan como los profetas, los poetas y los creadores de mitos, proyectando sobre sus antepasados el significado presente de su identidad para reivindicarlo como suyo. Pero ¿qué se deduce de ello? Es exactamente eso mismo lo que hacen los escritos historiográficos de Hobsbawm, Thompson y Samuel, aunque no se proyecta en el pasado la conciencia presente de la nación, sino la experiencia actual de clase. En la crítica que la Nueva Izquierda hace al concepto de nación y de identidad nacional, se pone de manifiesto su fracaso por tomar en serio su propia herencia intelectual. Marx distingue la clase en sí de la clase para sí precisamente porque