Estos dos objetivos, la liberación y la justicia, no son, en efecto, más compatibles entre ellos que lo que fueron la libertad e igualdad en la Revolución Francesa. Si la liberación implica también liberarse de todas las posibilidades, ¿cómo impedir que quien es ambicioso, diligente, inteligente, guapo o fuerte, triunfe? Y ¿qué deberíamos hacer para evitarlo? Es mejor no intentar responder a esta difícil cuestión. Es más apropiado invocar viejos resentimientos, que discernir lo que comportaría explicitarlos. Al declarar la guerra en nombre de estos dos ideales a las jerarquías tradicionales y a las instituciones, la izquierda puede disimular la incompatibilidad que existe entre ellos. Además, la justicia social es un objetivo tan sagrado que purifica cualquier acción que se emprenda en su nombre.
Es importante tener en cuenta este potencial purificador. Mucha gente de izquierdas se muestra escéptica frente a los impulsos utópicos, pero al mismo tiempo, al colocarse tras sus estandartes moralizantes, termina inevitablemente incitada, inspirada y, finalmente, dirigida, por los miembros más fervientes de la secta. Porque la política que promueve la izquierda es una política que tiene un objetivo: el lugar que alguien ocupa en esa alianza está determinado por el compromiso que se esté dispuesto a asumir en la defensa de la “justicia social”, sea cual sea su forma. El conservadurismo —al menos el de tradición británica— es la política de la costumbre, el compromiso y la transigencia. Para el conservador, la asociación política se parece a la amistad: no tiene un objetivo concreto, sino que este va modificándose de acuerdo con la imprevisible lógica de la conversación. De ahí que el conservadurismo margine a los radicales, y los considere excéntricos y peligrosos. No solo no son ejemplos de un compromiso más fiel al proyecto en común, sino que por decisión propia se separan de aquellos a quienes pretenden liderar[1].
Marx repudió las diversas formas de socialismo de su época por “utópicas”, y distinguió el “socialismo utópico” de su “socialismo científico”, que prometía el “verdadero comunismo” como su predecible secuela. Su inevitabilidad histórica le eximió de la obligación de describirlo. La ciencia, a su juicio, consistía en las leyes del “movimiento histórico” descritas en El capital y en otras obras, según las cuales el desarrollo económico conllevaba cambios en la infraestructura económica de la sociedad, lo que permitía augurar la desaparición de la propiedad privada en el futuro. Después de la época socialista —la “dictadura del proletariado”— el Estado también “desaparecería”, ya no sería necesaria la ley, y todo pasaría a ser propiedad colectiva. No habría ya división del trabajo y cada persona disfrutaría de todo el espectro de necesidades y deseos, «la caza de la mañana, la pesca de la tarde, el cuidado del ganado en la noche y participar en la crítica literaria después de la cena», como se nos explica en La ideología alemana.
Retrospectivamente, decir que esto último es una afirmación científica y no utópica parece una broma. Lo que Marx afirma de la caza, la pesca, la agricultura y la crítica literaria es su manera de describir la vida sin propiedad privada. Pero si se pregunta quién facilitará las armas para cazar o la caña de pescar, quién organizará la jauría de perros que se necesita, quién mantendrá el cuidado de los refugios y los ríos navegables, quién dispondrá de la leche y de los terneros y quién publicará la crítica literaria, se nos contesta que todos esos asuntos no son de nuestra incumbencia. Y en cuanto a si será posible lograr la ingente organización que exigen todas esas placenteras actividades que disfrutará la nueva clase universal sin leyes ni propiedad privada y, por tanto, sin cadena de mando ni jerarquía, se consideran cuestiones tan triviales que no se repara en ellas. O, mejor dicho, son demasiado complicadas para contestarlas, por lo que se las pasa por alto. Darles respuesta exige, si no un ligero impulso crítico, al menos reconocer que el comunismo que preconizaba Marx entraña una contradicción: es una situación en la que se disfruta de todas las ventajas que tiene el orden legal, pero no existe la ley; en la que se logran todos los beneficios de la cooperación social, a pesar de que nadie goza de esos derechos de propiedad que, hasta la fecha, han sido los que han hecho posible precisamente la cooperación.
La naturaleza contradictoria de la utopía socialista es una de las causas que han provocado la violencia intrínseca a todos los esfuerzos que se han hecho por imponerla: es necesario una fuerza infinita para que las personas hagan lo que es imposible. Y el recuerdo de las utopías ha tenido mucho peso, tanto en los pensadores de la Nueva Izquierda de los años sesenta, como en los liberales de la izquierda americana que han heredado sus causas. Hoy ya no es posible refugiarse en esas especulaciones idealistas que bastaban para Marx. Es necesario plantearse si realmente hemos de creer que la historia se dirige o se debería dirigir hacia la solución socialista. Por ello, algunos historiadores marxistas han intentado restar sistemáticamente importancia a las atrocidades cometidas en nombre del socialismo y han pretendido culpar de todos los desastres a las fuerzas reaccionarias que han impedido su avance. En lugar de redefinir los objetivos de la liberación y la igualdad, los pensadores de la Nueva Izquierda han confeccionado una narrativa mitopoiética sobre el mundo moderno, que atribuye la culpa por la guerra y los genocidios a la legítima lucha en pos de la justicia social. Se ha terminado así reescribiendo la historia como si fuera una lucha entre el bien y el mal, entre las fuerzas de la luz y las de las tinieblas. Y a pesar de todos los matices y la retórica que emplean sus numerosos e inteligentes defensores, esta concepción maniquea sigue vigente hoy entre nosotros, consagrada en los planes de estudios y difundida por los medios de comunicación. A esa asimetría moral, que otorga a la izquierda el monopolio de la virtud y utiliza la palabra “derecha” como sinónimo de todo abuso, le acompaña una asimetría lógica, es decir, la idea de que la carga de la prueba siempre recae en el otro. No es posible descargarse de esta responsabilidad. Así pues, en la década de los setenta y principios de los ochenta, cuando se estaban reciclando las teorías de Marx y convirtiéndolas de nuevo en la auténtica explicación de los sufrimientos que padecía la humanidad bajo el sistema capitalista, era difícil encontrar en la prensa de izquierdas alusiones a las críticas a Marx de un siglo antes. Ya Maitland, Weber y Sombart[2] habían puesto en duda la teoría de la historia de Marx; Böhm-Bawerk, Mises[3] y muchos otros habían criticado su teoría del valor-trabajo; sus ideas sobre la falsa conciencia, la alienación y la conciencia de clase las había cuestionado una plétora de pensadores, desde Mallock y Sombart hasta Popper, Hayek o Aron[4]. No puede decirse que ninguno de ellos fuera de derechas. Pero hasta donde he podido saber al escribir este libro, ninguno ha recibido más que muestras de desprecio por parte de la Nueva Izquierda.
Dicho esto, debemos reconocer que los espectáculos marxistas ya no se encuentran precisamente en la izquierda. Es difícil saber por qué cambiaron de sitio y quién fue el responsable de que lo hicieran. Pero por las circunstancias que fuera, la política de izquierdas ha abdicado del paradigma revolucionario promovido en su momento por la Nueva Izquierda y ha optado en su lugar por defender las rutinas burocráticas y la institucionalización de la cultura del bienestar. Mantiene sus dos objetivos, el de la liberación y la justicia social, pero los promueve actualmente a través de la legislación, la labor de diversos comités y comisiones gubernamentales que se encargan de erradicar las causas de la discriminación. De ese modo, la justicia social y la liberación se han burocratizado. Si vuelvo por un momento la vista hacia los intelectuales de izquierdas de las décadas previas al desmoronamiento de la Unión Soviética, encuentro una cultura que esencialmente hoy solo sobrevive en reductos académicos, que se alimentan de esa prosa fragosa y repleta de jerga que se acumulaba en las bibliotecas universitarias cuando la universidad era un bastión de la “lucha anticapitalista”.
Pero adviértase la palabra empleada. Pertenece a un determinado vocabulario que, gracias al marxismo, penetró en nuestro lenguaje y que se fue simplificando y reglamentando poco a poco durante la época en que los socialistas representaban a la clase intelectual. Desde sus comienzos, el comunismo siempre ha luchado por adueñarse del lenguaje, y en parte el aprecio por las teorías de Marx residía en que estas ofrecían las etiquetas adecuadas para nombrar al amigo y al enemigo y dramatizar su conflicto. Ese hábito fue contagioso y los movimientos de izquierdas que surgieron después, siguen contaminados con el mismo veneno. Puede afirmarse que el principal legado de la izquierda ha sido lograr la transformación del lenguaje político, y uno de los objetivos