Este capítulo pretende aclimatar un primer debate en torno al poder de las imágenes fotográficas, concretamente alrededor de la idea de que mostrar las atrocidades de la guerra, hacer evidente su realismo y su crueldad, lleva a conocer mejor nuestra historia, a luchar contra el olvido y generar mayores niveles de crítica democrática, ya que cuando el horror es lo bastante vívido, conduce a las personas a entender que la guerra es una estupidez. Un planteamiento con el que Sontag no está de acuerdo. Para esto, partimos de un breve recorrido por las motivaciones que llevaron a intelectuales, escritores y periodistas de una época anterior a la de Sontag a considerar que mostrar los horrores de la guerra era una razón más que suficiente para movilizarse en contra de la misma. ¿Estaban realmente equivocados? Luego, se pone en juego la crítica de Sontag, para quien las imágenes por sí solas no bastan para motivar una acción y un discurso político eficaz frente a la guerra, a no ser que estas cuenten con un espacio político e ideológico propicio que las haga hablar, que les otorgue un nombre; un anhelo que no ha sido posible ni en todas las épocas, ni en todos los lugares. El capítulo cierra con la inquietud de qué pudo sucederles a esos espacios que en otros momentos dieron lugar al vínculo entre la imagen intolerable y la conciencia de la realidad, y que fundaron la confianza en ese uso militante de la imagen política, que nos advierte que primero hay que “darse cuenta” para después “actuar” o, mejor, que el conocimiento es una condición anterior a la acción. La epifanía negativa de Sontag sobre un antes y un después de nuestras relaciones con la imagen se vislumbra clave para esto.
Imágenes que muestran el horror
Veinticinco años más tarde de haber elaborado sus primeros planteamientos sobre la naturaleza realista de la fotografía, Sontag vuelve sobre estos. En Ante el dolor de los demás, un libro que surgió luego de que la escritora fuera invitada a impartir la cátedra Amnesty, de la Universidad de Oxford, en febrero de 2001, la inquietud inicial sobre el realismo de la imagen fotográfica para mostrar hechos crueles y desagradables reaparece en los pensamientos de Sontag, esta vez al comparar dos instancias de “verdad”: la pintura y la fotografía. Con este propósito, ella hace un largo viaje que la lleva hasta Los desastres de la guerra, la serie numerada de 83 grabados realizados por Francisco de Goya entre 1810 y 1820, que evoca las barbaridades que cometieron los soldados de Napoleón al invadir España en 1808. Para Sontag, el hecho de que las atrocidades representadas por Goya “no hayan sucedido exactamente como se muestra –digamos que la víctima no quedara exactamente así, que no ocurriera junto a un árbol– no desacredita en absoluto Los desastres de la guerra” (2003, p. 58). Esto es así porque la pintura busca evocar, su pretensión es sugerir “que sucedieron cosas como estas”, pero su cometido no es ofrecer evidencias de lo que allí sucedió. Esto último es lo que se supone hace la fotografía, que no evoca, sino que muestra, porque las suyas, “a diferencia de las imágenes hechas a mano, se pueden tener por pruebas. Pero, ¿pruebas de qué?” (2003, p. 58).
La travesía que motiva a Sontag a responder este interrogante y, por lo mismo, a cuestionar más fuertemente el realismo de la imagen, a tomar partido en la tensión entre lo que sabemos y lo que vemos, es otra distinta a la anterior. Es aquella que la instala en un debate con la escritora Virginia Woolf. En el primer capítulo de Ante el dolor de los demás, Sontag formula algunos comentarios a las respuestas que le diera Woolf a un prominente abogado de Londres que, en 1935, le preguntaba, a propósito de la guerra civil en España: “¿Cómo hemos de evitar la guerra en su opinión?” (Sontag, 2003, p. 11). Publicada en junio de 1938, bajo el nombre de Tres guineas, las palabras de Woolf llaman la atención de Sontag, porque provienen de una intelectual que a comienzos del siglo XX creía que las fotografías crudas de una atrocidad, a pesar de no ser argumentaciones dirigidas a la mente, podían producir una reacción en contra de la guerra. Las imágenes que Woolf evocó no aludían a la guerra como una gesta heroica, un empeño de hombres valientes dispuestos a morir por la “patria”, sino a “un modo específico de comprenderla, un modo que en esa época se calificaba rutinariamente de ‘bárbaro’, y en el cual los ciudadanos son el blanco” (2003, p. 17).
Detengámonos en Woolf:
Aquí, sobre la mesa, tenemos las fotografías. El gobierno español nos las manda con paciente pertinacia dos veces por semana. No son fotografías de placentera contemplación. En su mayor parte, son fotografías de cuerpos muertos. En el grupo de esta mañana, hay una foto de lo que puede ser el cuerpo de un hombre o una mujer. Está tan mutilado que también pudiera ser el cuerpo de un cerdo. Pero estos cuerpos son ciertamente cadáveres de niños, y esto y otro es, sin duda, la sección vertical de una casa. Una bomba ha derribado la fachada, todavía está una jaula de un pájaro colgando en lo que seguramente fue la sala de estar, pero el resto de la casa no es más que un montón de palos y astillas suspendido en el aire. Estas fotografías no son un argumento. Son simplemente la burda expresión de un hecho, dirigida a la vista. Pero la vista está conectada con la mente, y la mente lo está con el sistema nervioso. Este sistema manda sus mensajes, en un relampagueo, a los recuerdos del pasado y a los sentimientos presentes. Cuando contemplamos esas fotografías, en nuestro interior se produce una fusión por diferente que sea nuestra educación y la tradición a nuestra espalda, tenemos las mismas sensaciones, y son sensaciones violentas. Usted, señor, dice que son sensaciones de “horror y repulsión”. También nosotras decimos horror y repulsión. Las mismas palabras se forman en nuestros labios. La guerra, dice usted, es abominable, una barbaridad, la guerra ha de evitarse a toda costa. Sí, por cuanto ahora, por fin, contemplamos las mismas imágenes, vemos los mismos cuerpos muertos, las mismas casas derruidas (Woolf, 1999, pp. 19-20).
Mostrar los horrores de la guerra era, para Woolf, como para otros artistas, intelectuales, periodistas y fotógrafos de su tiempo, una forma de provocar el rechazo, de avivar la condena universal en contra de la misma y de redimir a la víctima anónima e inocente (Sontag, 2003; Crane, 2008; Freedberg, 2014). Ella creía que el poder de las imágenes fotográficas que retrataban escenas de dolor y sufrimiento, recaía en su capacidad de conmocionar; pero, sobre todo, en su fuerza para activar un sentimiento de repugnancia que no estaba dirigido contra la imagen como tal, sino hacia el evento que la había producido. Por tanto, “no condolerse con esas fotos, no retraerse ante ellas, no afanarse en abolir lo que causa semejante estrago”, eran, según Sontag al referirse a Woolf, “las reacciones de un monstruo moral”, la evidencia más notable de un fallo de nuestra imaginación y empatía ante el sufrimiento de los demás (Sontag, 2003, p. 16). Sus palabras eran el eco de una preocupación compartida de época, basada en la convicción de que el repudio creado por semejantes imágenes permitiría que la gente entendiese que la guerra era una atrocidad, una insensatez (2003, p. 22). Una preocupación que,