Esto es así porque la representación no llega sola. Esta hace parte de procesos de producción, circulación y consumo que afectan el contenido mismo de la imagen. El problema, para Sontag, es que ser testigo de la atrocidad en estado de ignorancia solo conmociona los sentidos. Por tanto, no es el realismo de la guerra, sino la existencia de un espacio apropiado de formación de la conciencia política lo que posibilita que una fotografía sea interpretada de una manera diferente a la de su contexto original, o tome un rumbo contrario a las intenciones de los perpetradores de la violencia. En su comentario al planteamiento de Virginia Woolf de que la crudeza de las imágenes es una razón suficiente para promover una acción, o una respuesta efectiva en contra de la guerra, Sontag señala que
[…] las fotografías de cuerpos mutilados sin duda pueden usarse del modo como lo hace Woolf, a fin de vivificar la condena a la guerra, y acaso puedan traer al país, por una temporada, parte de su realidad a quienes no la han vivido nunca (Sontag, 2003, p. 20).
Sin embargo, agrega, “quien acepte que en un mundo dividido como el actual la guerra puede llegar a ser inevitable, incluso justa, podría responder que las fotografías no ofrecen prueba alguna, ninguna, para renunciar a la guerra” (Sontag, 2003, p. 20).
En la respuesta de Sontag se vislumbra su posición frente a la ambivalencia de la imagen según el contexto de su recepción, esto es, respecto a esa esfera pública que propicia o inhibe la deliberación: “las fotografías de una atrocidad pueden producir reacciones opuestas. Un llamado a la paz. Un grito de venganza. O simplemente la confundida conciencia, repostada sin pausa de información fotográfica, de que suceden cosas terribles” (2003, p. 21). Porque “para los que están seguros de que lo correcto está de un lado, la opresión y la injusticia del otro, y de que la guerra debe seguir, lo que importa es quién muere y a manos de quién”. Para estos, “la identidad lo es todo” (2003, p. 18). De ahí que, para Sontag,
[…] la índole destructiva de la guerra –salvo la destrucción total, que no es guerra sino suicidio– no es en sí misma un argumento en contra de la acción bélica, a menos que se crea (y en efecto pocas personas lo creen en verdad) que la violencia siempre es injustificable, que la fuerza está mal siempre y en toda circunstancia; mal porque, como afirma Simone Weil en un ensayo sublime sobre la guerra, La “Ilíada” o el poema de la fuerza (1940), la violencia convierte en cosa a quien está sujeto a ella. No –replican quienes en una situación dada no ven alternativa al conflicto armado–, la violencia puede exaltar a alguien subyugado y convertirlo en mártir o en héroe (2003, pp. 20-21).
Al fin y al cabo, el largo camino recorrido por las imágenes fotográficas no solo las ha puesto en la ruta de los movimientos pacifistas, como pensaba Woolf, sino también al servicio de la propaganda, a la servidumbre de un amplio abanico de operaciones políticas y militares que han hecho de la representación visual un ámbito eficaz tanto para enaltecer la moral de las tropas, como para vencer al enemigo, reducirlo simbólica e ideológicamente, esta vez por fuera del campo de batalla (Kunczik, 1992). Pues, como afirma Sontag, la historia de la fotografía es igualmente la del trucaje. Fotografiar es componer, alterar, hacer montajes. Ella nos recuerda que, durante los combates entre serbios y croatas, en la llamada guerra de los Balcanes (1991-1999), las mismas fotografías de niños muertos a causa del bombardeo contra un poblado pasaron de mano en mano en las reuniones propagandísticas de ambos bandos. “Altérese el pie y la muerte de los niños puede usarse una y otra vez” (Sontag, 2003, p. 19). De modo que “las imágenes de ciudadanos muertos y casas arrasadas acaso sirven para concitar el odio al enemigo” (2003, p. 19); o para ser denunciadas como viles montajes de la cámara cuando la prueba de la atrocidad atenta contra fervores infranqueables, o cuando los responsables de la atrocidad hacen parte del bando propio. Hablamos de un uso propagandístico de la imagen que, además, habitúa desmitificar los valores del fotoperiodismo liberal de la “objetividad”, la “independencia” y el “equilibrio”, al hacer evidentes tanto la tensión que existe entre el derecho a saber del público y las necesidades de callar de las autoridades, como la simbiosis que durante las confrontaciones armadas suele presentarse entre reporteros, políticos y militares, con el fin de movilizar el apoyo del público en favor de la causa de la guerra (Hallin, 1986; Bennett, Lawrence y Livingston, 2007), lo que lleva a ubicar a la fotografía de atrocidades en el terreno de las narrativas poderosas: patriotismo, identidades nacionales, mitos fundadores (Bonilla, 2015).
Por tanto, no es el realismo lo que nos devuelve contra el crimen, el genocidio y el terror; es la conciencia de que el crimen, el genocidio y el terror son evitables, lo que hace que las imágenes y los relatos alimenten nuestra conmoción, pero también nuestra comprensión (Sontag, 2003, pp. 111-119). A propósito de las imágenes que el fotógrafo del ejército estadounidense Ronald Haeberle tomó de la matanza de civiles perpetrada por una unidad militar de la Compañía Charlie en la aldea de May Lai, Vietnam, el 16 de marzo de 1968, Sontag sostiene que estas imágenes “se volvieron importantes porque alentaban la oposición ante una guerra que estaba lejos de ser inevitable, lejos de ser insoluble, y que pudo pararse mucho antes” (2003, p. 105). Publicadas por el diario Cleveland Plain Dealer, el 20 de noviembre de 1969, veinte meses después de cometida la masacre, Sontag sostiene que “se pudo sentir obligación de ver aquellas fotografías, si bien espeluznantes, porque había algo que hacer, en ese mismo instante, respecto de lo que mostraban” (2003, pp. 105-106). ¿Y qué se podía hacer? Devolverse contra la guerra, no alimentar el cinismo ni el hastío ante su infamia, quitarle el halo de inevitabilidad a la atrocidad, despertar la resistencia. Así lo entendía Friedrich en 1924, lo testimoniaba Capa en 1936, lo pensaba Woolf en 1938, y, muy a su pesar, también lo creía Sontag en plena guerra de Vietnam, gracias al grado de madurez política que, según ella, había alcanzado el público estadounidense por cuenta de la existencia de un espacio político favorable, habitado por diversos sectores de opinión que no solo respaldaron la labor de los periodistas “en su esfuerzo por obtener aquellas imágenes”, sino que también habían “definido el acontecimiento como una guerra colonial salvaje” (Sontag, 1996, p. 28).
El historiador David Culbert plantea un asunto similar. En su análisis sobre el impacto de las imágenes de Vietnam, luego de que en 1968 los ejércitos comunistas emprendieran una ofensiva sin precedentes contra las tropas de Estados Unidos, Culbert sostiene que el dramatismo de estas imágenes12 fue importante, porque le restó poder narrativo a las elites político-militares sobre qué historias contar, y porque, además, alentó otras miradas en el público acerca de la guerra, que se inscribieron en un espacio ideológico propicio para la crítica. Situación que, por cierto, ha llevado a que Vietnam se convierta en un punto de inflexión en la representación visual de las confrontaciones bélicas contemporáneas, por dos razones (