[…] lo que determina la posibilidad de ser afectado moralmente por fotografías es la existencia de una conciencia política relevante. Sin política, las fotografías del matadero de la historia simplemente se vivirán, con toda probabilidad, como irreales o como golpes emocionales desmoralizadores (Sontag, 1996, p. 28).
Para Sontag, las imágenes que logran hacer mella en la opinión pública son, entonces, aquellas que se inscriben en un contexto apropiado de disposición y actitud, donde se convenga que las cosas pueden ser de otra manera, un espacio donde lo que sabemos ayude a orientar el significado de lo que vemos. Por tanto, las imágenes que pueden llegar a significar algo más que una simple conmoción, serían las que están cobijadas bajo un ámbito propicio de conciencia política –una especie de paradigma cívico–, que no solo es preexistente al mundo de las representaciones visuales, sino que, además, sirve para encausar la imagen misma, para politizar la mirada del espectador y para intervenir decididamente sobre la realidad, lo cual implica la presencia de un sujeto activo capaz de interpretar las imágenes y ofrecerles un cauce de acción. En parte, se trata de un planteamiento que invita a que las imágenes sean incluidas en una esfera pública de deliberación, caracterizada por la existencia de sujetos cívicos capaces de interactuar con otros mediante la palabra, la conversación y la civilidad, un propósito que es esencial para que las sociedades puedan “dominar su pasado” (Arendt, 1990, p. 31), enfrentar su presente, cuestionarse sobre lo que ha ocurrido en abierto debate crítico, e identificar las circunstancias para que, por ejemplo, una narrativa tenga más peso que otra, una imagen adquiera más relevancia que otra (Lara, 2009, pp. 52-169).
El problema es que ni en todas las guerras ni en todos los momentos históricos se presenta ese espacio de conciencia política que fomente tal disposición, esa esfera pública civilista que promueva dicha deliberación, ese uso político de la imagen que señale la línea directa entre la representación (la imagen), el saber (la conciencia política) y la intervención eficaz (la acción). Este fue el caso de las fotografías sobre la guerra de Secesión estadounidense (1861-1865) que Alexander Gardner y Timothy O’Sullivan tomaron para la casa fotográfica que dirigía Mathew Brady. El realismo con que estos incipientes fotorreporteros dejaron constancia de la crudeza de la guerra a través de escenas impactantes de soldados de ambos bandos caídos en los campos de Antietam (septiembre de 1862) y Gettysburg (julio de 1863), sirvió para quitarle la inocencia a esa mirada bucólica de los paisajes sublimes donde se libraban las batallas, propia de las guerras caballerescas (Burke, 2001; Chouliaraki, 2013); también, para darle la bienvenida a un nuevo género, el reportaje bélico, “que fomentó la contradicción típicamente moderna entre el mito de la gloria y la realidad” (Ignatieff, 1999, p. 110), pero no disuadió a los civiles, ni mucho menos a los combatientes, de continuarla. En el texto que acompaña a una de las fotografías más icónicas de esa guerra, tomada por O’Sullivan, titulada A Harvest of Death, Gardner mostraba esa esperanza vana en que la crudeza –y la repugnancia– de una imagen podía promover una reacción en contra de la guerra:
Tal foto, escribía él, transmite una moraleja útil: muestra el horror nítido y la realidad de la guerra, en oposición a su pompa. ¡Aquí están los espantosos pormenores! Que sirvan para evitar que otra calamidad semejante se abata sobre nuestra nación (Gardner, citado en Goldberg, 1991, p. 28; citado en Sontag, 2003, p. 64).
Del mismo modo, Sontag sostiene que la fuerza que movilizó el consenso de los estadounidenses en favor de que su país interviniera en la guerra de Corea (1950-1953) no se debió a la ausencia de imágenes que mostraran las pruebas irrefutables de su devastación, “en algunos aspectos un ecocidio y genocidio más rotundos que los infligidos en Vietnam un decenio más tarde”. “Pero la suposición es trivial”, agrega. “El público no vio esas fotografías porque no había espacio ideológico para ellas” (Sontag, 1996, pp. 27-28). Al contrario de esta situación, Sontag afirma que fue la comprensión política alcanzada en los años sesenta del siglo XX lo que permitió, a muchos estadounidenses, apreciar como un crimen de Estado las fotografías tomadas por Dorothea Lange de los centros de concentración carcelarios a donde fueron enviados millares de japonesesamericanos residentes en Estados Unidos en 1942, a quienes el Gobierno de ese país señaló como enemigos, tras el ataque japonés contra la base naval de Pearl Harbor en Hawái. En los años cuarenta, agrega, “poca gente habría tenido una reacción tan inequívoca ante esas fotografías; las bases para un juicio semejante –ver esas imágenes como un crimen– estaban cubiertas por el consenso belicista” (Sontag, 1996, p. 27).
Aquí Sontag propicia un debate interesante: ¿es posible regresar a las imágenes que dan cuenta de una historia de atrocidad sin que esto signifique quedar condenados a reproducir el contexto originario, ser cómplices de la mirada del perpetrador, o permanecer petrificados por los consensos de la época? En la respuesta a este interrogante subyace una importante crítica contra el poder ahistórico de cualquier producción ética y estética, que no viaja únicamente en el pensamiento de Sontag. Igualmente se puede cotejar en la pregunta que se formula Susie Linfield, a propósito del debate suscitado por una corriente de pensamiento del “rechazo”, que asume como problemático volver sobre las imágenes que dan cuenta de un pasado de ignominia, como el Holocausto, por ejemplo, porque hacerlo es re-victimizar a las víctimas, perder la compasión y profanar la memoria de los vencidos. Se pregunta Linfield:
¿Por qué una fotografía tomada por un nazi solo puede reproducir lo que los críticos llaman la “mirada nazi”? […] ¿Acaso con el tiempo no podemos mirar esas imágenes de forma crítica y activa en lugar de quedar hechizados por los valores fascistas que había en ellas? (2010, pp. 71-72; traducción propia).
Porque, tanto la apreciación de Sontag de que a comienzos de los años cuarenta del siglo XX pocos estadounidenses fueron sensibles a las fotografías de los japoneses-americanos encarcelados en Estados Unidos, como la afirmación de Linfield de que, por esa misma época, pocos gobiernos fueron receptivos al sufrimiento de los judíos europeos en los campos de exterminio nazi, proponen otro escenario: ambas controvierten la idea según la cual una imagen –pero al igual un texto literario, una obra de arte– es un sistema autónomo, cerrado e inmutable, una sustancia atemporal y definitiva, cuyo significado está acuñado de una vez y para siempre, al margen de la historia y la sociedad, lo que haría de la interacción entre productores, imágenes y públicos, de la oportunidad de hacerles nuevas preguntas a viejas producciones culturales, o de la posibilidad de sentir, pensar y debatir con otros, actos innecesarios o completamente pasivos.10 En otras palabras, ello conduce a reconocer que las imágenes no existen aisladas, ni viven en limbo de la eternidad. Estas no solo están disponibles por su ajuste intertextual –allí donde el título, la leyenda y el texto rodean el contenido de la imagen–, sino que son leídas de manera activa en el marco de continuidades, desplazamientos y transformaciones que tienen lugar en los procesos históricos y sociales (Campbell, 2004, p. 63).
Una perspectiva a la que también apunta David Campbell cuando aborda el problema de la conciencia moral en situaciones de linchamiento. En su análisis sobre Without Sanctuary,11 una exposición y publicación fotográfica que tuvo lugar en Estados Unidos en los primeros