Esta fue la creencia que llevó al Daily Worker, un diario comunista estadounidense, a publicar, el 12 de noviembre de 1936, las imágenes de varios de los setenta niños españoles muertos como consecuencia de un bombardeo, por aviones alemanes al servicio del gobierno fascista del general Francisco Franco, a una escuela cerca de Madrid. Ante la pregunta: “¿Por qué publicamos esta página?”,8 Walter Holmes, el editor del diario, aducía que “la guerra tiene abominaciones tan asquerosas que solamente existen para los que han tenido que verlas” (Daily Worker, 12 de noviembre de 1936, p. 5; traducción propia), por lo que mostrar esas imágenes servía a un gran propósito: alentar la determinación contra el fascismo y defender la democracia. Su respuesta se inscribía en la idea de que la exposición de los crímenes atroces motivaría la esperanza de una acción política eficaz y conduciría a la memoria o la justicia, a pesar de lo profundamente problemático que había en el hecho de infringir la dignidad humana, la decencia y la privacidad mediante la lente de la cámara (Linfield, 2010, p. 132).
Esta era la misma premisa que motivó al anarquista y objetor de conciencia alemán Ernst Friedrich a publicar años antes, en 1924, ¡Guerra contra la guerra!, un foto-libro con más de 180 fotografías que mostraban los horrores producidos por el fuego, el acero, el veneno y el gas durante la Primera Guerra Mundial. Escenas ante las cuales, como el propio Friedrich lo decía en el prólogo del mencionado libro, “el tesoro de las palabras” no era suficiente para “pintar correctamente”, por lo que era necesario acudir a “las incorruptibles e inexorables lentes fotográficas”, con el fin de avivar la conciencia cosmopolita de los “seres humanos de todos los países”, de “los pueblos de todas las naciones” (Friedrich, citado en Sánchez, 2000, pp. 20-24). Aclamado por escritores, artistas, intelectuales de izquierda y ligas civiles opuestas a la guerra, este manifiesto fotográfico pronto alcanzó varias ediciones y fue traducido a varios idiomas, reafirmando así la confianza en la influencia positiva que las imágenes podrían tener en la opinión pública (Sontag, 2003, p. 24).
O si no la confianza, por lo menos la duda con la forma en que los regímenes políticos de entonces ocultaban las atrocidades de la vista de sus poblaciones, con un velo de sombra y silencio, que fue lo que motivó a Bertold Brecht, un consumado crítico de la fotografía, a invitar a los alemanes para que consiguieran el libro de Friedrich y contrastaran en sus páginas los documentos visuales sobre la infamia que allí se mostraba, ya que al hacerlo se podría restituir la verdad que los nacionalismos y sus llamados a “la movilización total” querían encubrir. Pues, mientras, en 1926,
[…] la gente se entretenía con los estereotipos lingüísticos sobre los “horrores de la guerra” –y hacía lo posible para consolarse de inmediato, para no imaginar las cosas mismas de las que hablaba, para empobrecer de hecho toda su capacidad de contarlas– (Didi-Huberman, 2014, p. 17),
Brecht aconsejaba ver ese montón de cadáveres y cuerpos desfigurados por la guerra, porque contradecían la grandeza de las palabras que hablaban en nombre del esplendor del “pueblo combatiente”. Como lo recuerda Didi-Huberman, lo que ¡Guerra contra la guerra! mostraba no era el triunfo de las palabras, sino su contradicción, el uso deliberado de estas para ocultar la barbarie, desnudado por las imágenes de cuerpos quebrados, mutilados y ofendidos que retaban a los discursos triunfalistas y nacionalistas de la época (2014, pp. 17-19).
En parte, esta también era la consigna que guiaba el trabajo de ese gran reportero gráfico de origen húngaro-judío llamado Andrei Friedman, más conocido como ‘Robert Capa’. Con una aclaración: si bien Capa pensaba que la guerra era una actividad humana –no un desastre natural, ni un destino inevitable– que “debía ser visualizada en términos humanos” (Linfield, 2010, p. 198; traducción propia), tenía una aversión a fotografiar la impotencia absoluta y la humillación total de las víctimas, actitud que, entre otras cosas, lo condujo a la negativa de acompañar a las tropas Aliadas a la liberación de los campos de concentración del Tercer Reich en 1945, pues como él mismo lo señalaba, estos sitios “fueron un hervidero de fotógrafos, y cada nueva fotografía del horror solo servía para disminuir el efecto total” (Capa, citado en Linfield, 2010, p. 185; traducción propia). Como afirma Susie Linfield, el propósito de Capa no era recabar en el sufrimiento físico, las atrocidades, las batallas; su empeño era, más bien, re-personalizar la guerra a través de la ternura, la belleza, la determinación, la dignidad, la esperanza y las relaciones personales por fuera del campo de batalla (Linfield, 2010, pp. 175-202), en lugar de deslumbrarse con el poderío de los ejércitos o la crudeza de las imágenes, como así lo pueden atestiguar buena parte de las fotos que él tomó durante la guerra civil española. No obstante, al igual que los editores del Daily Worker, o del foto-libro ¡Guerra contra la guerra!, Capa también creía que el poder de la imagen, aquella que representa las realidades prosaicas de las personas atrapadas en la guerra, sus detalles más mundanos, estaba en su capacidad para persuadir a los espectadores a tomar parte activa y apoyar las causas en contra del fascismo.
Ahora, ¿es cierto que las fotografías que documentan la matanza de los civiles inocentes, en lugar del combate entre los heroicos ejércitos, fomentan el repudio contra la guerra?, se pregunta Sontag (2003, pp. 16-17). Al fin y al cabo, ni las fotografías recopiladas por Friedrich, ni las palabras de Woolf, ni la singularidad prosaica de Capa lograron detener la guerra por cuenta del realismo de las imágenes, de su valor testimonial, de sus gritos de denuncia y esperanza. Esta sobrevino después con más fuerza. En 1939, Europa se derrumbaba en la Segunda Guerra Mundial. Ni siquiera las fotografías que los movimientos internacionales de resistencia al fascismo difundían por el mundo “libre”, denunciando, primero, la segregación, luego, el confinamiento, y finalmente, el exterminio de la población judía europea, lograban estimular la indignación y producir un efecto de movilización.9 En la etapa previa a la liberación de los campos de concentración, estos documentos de barbarie fueron valorados por los gobiernos y la prensa occidental apenas como propaganda política no confiable, como historias imposibles de creer por lo exageradas, eventualmente relegadas a las páginas interiores de los diarios, en el marco de un clima de incredulidad atizado, además, por un antisemitismo endémico (Zelizer, 1998, pp. 38-41; Linfield, 2010, p. 72).
¿Por qué fracasan las imágenes?
En los comentarios de Sontag a la idea profesada por Woolf de que la indignación y la repugnancia producidas por el horror de las imágenes eran emociones suficientes para motivar una respuesta efectiva y universal en contra de la guerra, está entonces el comienzo de una crítica que nos invita a dilucidar por qué fracasan las imágenes. Estas fallan por algo que las desborda, por un emplazamiento que no está inmerso en ellas: las imágenes se malogran por la carencia de un contexto apropiado para mirar, por la ausencia de un espacio político adecuado para decirle no a la guerra; y ese espacio, al decir de Sontag, no lo proporciona el realismo fotográfico, ni mucho menos la conmoción que suscitan las imágenes. Para Sontag, “atribuir a las imágenes, como lo hace Woolf, solo lo que confirma la general repugnancia a la guerra es apartarse de un vínculo con España en cuanto país con historia. Es descartar la política” (2003, p. 18).
La preocupación por la existencia de unas condiciones políticas, ideológicas y de conocimiento oportunas que hagan posible “hablar” a las imágenes es común a los dos libros aquí citados de Sontag. En Sobre la fotografía, ella sostiene que por más cruel