El problema de la aproximación de Lévi Strauss es que, dado que esas supuestas reglas así como el significado de las costumbres no es evidente, estas deben ser «descubiertas» por el observador y eso, como es natural, supone mucho de imaginación propia y poco de evidencia empírica, lo cual debilita la rigurosidad científica abriendo el camino a una visión ideológica de la realidad. Como observó la traductora al inglés de su obra Structural Anthropology, Claire Jacobson, Lévi-Strauss «propone hipótesis audaces y, a veces, francamente especulativas, en las que intenta relacionar aspectos de la cultura que nadie había pensado previamente conectar de esa manera particular»184. Un ejemplo emblemático de la fantasía a que alude Jacobson la expuso Lévi-Strauss en su artículo sobre los pueblos primitivos, término que rechazó categóricamente afirmando que la civilización occidental era comparable en estatus a los aborígenes de Australia o Sudamérica y a otros pueblos que no conocían la escritura. Según el antropólogo francés, estos pueblos «tenían grandes hombres que dejaron su sello en el conocimiento técnico, en el arte, la moral y la religión. Todo este pasado existe; solo que ellos saben poco al respecto y nosotros no sabemos nada»185. No deja de ser curioso afirmar la existencia de un pasado glorioso sobre el que no se sabe nada y sobre el que ni siquiera sus herederos conocen algo, pero a Lévi-Strauss eso pareció no importarle. Con total convicción concluyó que, a pesar de carecer de escritura y, por tanto, del medio por excelencia para progresar, «la idea de sociedades primitivas es una ilusión»186.
Al concebir las distintas culturas como estructuras que se desarrollan de manera independiente de la voluntad humana, Lévi-Strauss abrió las puertas a un relativismo cultural absoluto. Para esta visión, ideas como los derechos humanos, por ejemplo, no serían más que una mascarada para justificar el colonialismo, el genocidio y etnocentrismo de occidente187. Fue así como Lévi-Strauss, cuyos textos aparecían en tiempos del derrumbe colonial francés, sentó las bases para la adoración del otro y para que los europeos, como nota Lilla, sintieran vergüenza de serlo188. Esta situación ha empeorado con el tiempo, al punto de que hoy predomina un abierto desprecio de los europeos por lo propio. En palabras del filósofo Pascal Bruckner, «los nacidos después de la Segunda Guerra Mundial están dotados de la certeza de pertenecer a las heces de la humanidad, a una civilización execrable que ha dominado y saqueado la mayor parte del mundo durante siglos en nombre de la superioridad del hombre blanco189». En Europa occidental particularmente, esta adoración de lo ajeno y vergüenza por lo propio encuentra su expresión más evidente en la relación con el Islam. La decisión del gobierno italiano de cubrir estatuas centenarias para no ofender al presidente de Irán, Hassán Rohaní, en su visita en 2016; la irracional política migratoria de Angela Merkel en un ambiente que incluso una revista de izquierda como Der Spiegel calificaría de «idealización del otro»190, y la completa pasividad ante el avance del Islam politizado, cuyo financiamiento proveniente, entre otros, de Arabia Saudita e Irán, es tolerado sin mayores problemas por las autoridades, dan cuenta del impulso autodestructivo europeo. Que un medio como The Economist publique, como si fuera cualquier noticia del día, que «la expansión del Islam dominado por extranjeros en Europa no muestra signos de disminuir, a pesar de que los musulmanes nativos del continente pronto superarán en número a los inmigrantes» y reconozca al mismo tiempo que hay una estrategia de gobiernos como el de Erdogan en Turquía para crear una hegemonía islámica dentro de Europa, basta para hacerse una idea de la magnitud de la crisis de identidad que afecta a la cuna de la civilización occidental191.
Bruckner se equivoca, sin embargo, cuando ve a Estados Unidos libre de la misma enfermedad, pues si bien es cierto en ese país existen fuerzas que aun afirman su historia, el relato predominante en círculos de élite es exactamente el mismo; a saber, que el proyecto americano es uno de opresión y discriminación desde sus inicios y por tanto no merece más que repudio. Un buen síntoma de esta crisis es la degeneración que ha experimentado el estudio de la disciplina de historia en las universidades. En su charla «The Decline and Fall of History», el historiador Niall Ferguson dio cuenta de ello sosteniendo que el creador del célebre musical Hamilton, dedicado a la figura de Alexander Hamilton, ha hecho más por enseñar sobre su historia a los estadounidenses que todas las facultades de artes liberales en conjunto. Ferguson explicó que la baja en la cantidad de matriculados a las carreras de historia se relaciona con la transformación que ha experimentado su contenido, el que se ha visto arrasado por estudios de género, feministas y otras formas de promoción de la victimización analizada en el capítulo anterior, todo en nombre de la «diversidad». La enseñanza de historia internacional, intelectual, económica y legal, en tanto, ha ido desapareciendo gradualmente, lo que se refleja en una ausencia alarmante de cursos sobre temas como la Ilustración, la Revolución Francesa, la Revolución Americana, la Primera y la Segunda Guerra Mundial y la Revolución Industrial, entre otros192. El mismo Ferguson advirtió que la politización de la universidad, influida por ideologías que buscan juzgar el pasado de acuerdo a estándares del presente, ha llevado a una verdadera limpieza de aquellos contenidos considerados «ofensivos». En una entrevista con John Anderson, Ferguson sostuvo que la izquierda ha «colonizado universidades y escuelas, departamentos de educación, creando sus colonias ahí para luego enviar a sus misioneros a enseñar a la gente joven una versión de los hechos que puede hacer sentido en el contexto del marxismo-leninismo, pero que es una grotesca distorsión del pasado»193. Esta apreciación, por cierto, no solo es válida para Estados Unidos, sino para gran parte del mundo occidental. Australia, por ejemplo, tampoco se encuentra exenta de este problema. Según Bella d’Abrera, del Institute of Public Affairs, desde los años 60 las universidades australianas han adoptado la teoría cultural de Karl Marx, convirtiendo la enseñanza en una cuestión monótona y repetitiva que no atrae a muchos estudiantes. Las posiciones académicas —explica— han sido ocupadas por personas cuya carrera ha consistido «en la propagación de la teoría que ve a la sociedad como una competencia de suma cero por el poder entre los privilegiados y los oprimidos»194. El resultado de ello es que los temas que se enseñan están «casi totalmente limitados a temas que se ajustan al modelo de Marx», pues «cada tema se aborda a través de la lente de la política de identidad, donde la clase, la raza y el género es el enfoque principal» desplazando los temas «esenciales que explican las bases políticas, intelectuales, sociales y materiales de la historia de la civilización occidental»195.
La remoción sistemática de decenas de antiguas estatuas que hacen alusión a las fuerzas de la Confederación en ciudades americanas es uno de los tantos ejemplos del impacto que han tenido estas ideas. El argumento que se ofrece para ello es que estas serían símbolos de la ideología supremacista blanca y esclavista y que por tanto debieran desaparecer de la historia americana tal como en partes de la ex Unión Soviética fueron derribadas las estatuas de Lenin y Stalin. Para Anne Applebaum, quien hace la comparación entre ambos casos, derribar las estatuas es necesario porque la elección de Trump prueba que el racismo sigue vivo y esa sería una forma de combatirlo196. Pero si eso es así, entonces todo aquello que ensalce esa parte de la historia norteamericana debe ser eliminado y no solo aquellas obras creadas para celebrar las fuerzas de la Confederación. Aunque la misma Appelbaum intente salvarse de esta conclusión afirmando que cambiar los nombres de edificios no es lo mismo que derribar estatuas, la verdad es que sus argumentos no resisten mayor análisis. Si el fin es eliminar símbolos que puedan validar el racismo ¿por qué no habría de removerse el nombre de Woodrow Wilson, el presidente demócrata, premio Nobel de la Paz, supremacista blanco y racista que llegó a ser también presidente de Princeton y cuyo nombre se encuentra en uno de los edificios más emblemáticos de la universidad? Esto fue precisamente lo que reclamó un grupo de estudiantes, quienes hicieron una huelga de 32 horas para que se eliminara el nombre de Wilson del School of Public and International Affairs. El escándalo alcanzó proporciones nacionales y las autoridades de la universidad evaluaron la remoción,