Pero una vez que se abre la puerta del revisionismo histórico de acuerdo a una nueva ideología es casi imposible contenerla. El movimiento por tumbar estatuas en Estados Unidos siguió creciendo, logrando que más de treinta ciudades en el país eliminaran obras consideradas inmorales. Entre ellas se encontraban algunas dedicadas a miembros de la Corte Suprema de Estados Unidos, generales de las fuerzas confederadas, soldados, mujeres confederadas y gobernadores de estado. También se cambiaron nombres de avenidas e instituciones como escuelas para eliminar vestigios que puedan resultar «ofensivos»198. En Nueva York el gobernador demócrata Andrew Cuomo exigió que, aparte de estatuas, se eliminaran del metro de la ciudad aquellos mosaicos que parecían banderas confederadas, aun cuando representaban algo totalmente distinto. El alcalde, también demócrata, de la ciudad, Bill de Blasio, anunció una revisión de todas las estatuas y obras de arte púbico para limpiar «posibles símbolos de odio»199.
Como es evidente, aquello que es considerado «símbolo de odio» es enteramente subjetivo y por tanto la purga puede no tener límites. El mismo de Blasio se encontró con un dilema cuando el movimiento por la limpieza de símbolos ofensivos le exigió derribar la estatua de Cristóbal Colón, acusado de traer la opresión blanca a América. Apresado por su propia lógica, de Blasio debió convocar a una comisión especial que mantuvo audiencias durante meses para finalmente concluir que la estatua, ubicada en Manhattan, no sería removida, conclusión en parte producida por la fuerte oposición de la comunidad italiana residente en la ciudad. Al igual que los progresistas de Princeton, que habían alimentado el monstruo de las políticas identitarias, de Blasio entendió de pronto que debía poner algún límite o de lo contrario no quedaría calle, edificio o estatua que no exigiera ser renombrada o derribada. Incluso la tumba del general estrella de Abraham Lincoln, Ulysses Grant, responsable principal de la derrota de los confederados y en consecuencia de la abolición de la esclavitud, fue puesta en tela de juicio debido a sus visiones antisemitas200. Lo mismo ocurrió a la estatua en honor a J. Marion Sims, conocido como el padre de la ginecología, acusado de haber conducido experimentos con mujeres esclavas201. Todas estas solicitudes son coherentes si se acepta la premisa de que el pasado debe ajustarse a los estándares morales presentes, especialmente aquellos enarbolados por la cultura del victimismo. De acuerdo a esta mentalidad inquisitorial, los estudiantes de Hofstra University que llamaron a remover una estatua de Thomas Jefferson, quien, como es sabido, tuvo esclavos al igual que casi todos los padres fundadores de Estados Unidos, tenían razón en lo que pedían. Si, como les han enseñado sus profesores y repite la prensa día a día, Estados Unidos es una sociedad opresiva e inmoral desde sus orígenes, entonces lo que se debe hacer es reparar las injusticas históricas, entre otras cosas, dejando de homenajear a esclavistas. No es consecuente afirmar que una estatua del general Robert Lee, que luchó por los confederados en la guerra civil estadounidense, debe ser eliminada y una de Jefferson, que tuvo legiones de esclavos a su disposición, debe permanecer en pie. De hecho, Lee, cuyas estatuas fueron efectivamente eliminadas en varias partes, no era un supremacista blanco, ni siquiera un ideólogo partidario de la esclavitud. En 1856, años antes de que se desatara la guerra civil, escribiría que «la institución de la esclavitud es un mal político y moral en cualquier país»202. El mismo Lee liberaría cientos de esclavos antes de la famosa Proclamación de Emancipación de Lincoln que pondría fin a la esclavitud. Ahora bien, Lee no era un igualitarista y ciertas historias dan cuenta de maltratos de su parte a esclavos. Pero tampoco Lincoln, el gran héroe de la liberación afroamericana, creía que las personas de color eran iguales que los blancos. En 1858 en un debate con el senador Stephen Douglas declaró que no tenía «ninguna intención de introducir igualdad política y social entre las razas blanca y negra» y que estaba «a favor de que la raza a la que pertenezco tenga la posición superior», agregando que «jamás había dicho lo contrario» y que nunca había «estado a favor de permitir que los negros votaran o sirvieran de jurado, ni de calificarlos para que puedan ejercer en oficinas públicas o de que puedan casarse con gente blanca»203. Si hubiera que juzgar a Lincoln aplicando los estándares de la neoinquisición, todas sus estatuas, cuadros, edificios con su nombre y otros monumentos en su honor debieran ser tumbados, pues claramente muchas de sus opiniones podrían catalogarse como racistas y supremacistas blancas. Siguiendo esa línea también la ciudad de Washington, que debe su nombre al general Washington, primer presidente de Estados Unidos, debiera ser renombrada, pues, como otros, él fue propietario de esclavos. Y luego de limpiar al país de racismo, habría que limpiarlo de símbolos honrando personas homofóbicas, machistas y así sucesivamente.
Tal vez la reflexión más aguda sobre este tema la realizó el ex decano de derecho de Yale Anthony Kronman en su libro sobre el ataque a la excelencia en Estados Unidos. En palabras de Kronman, «vivimos en una época que se enorgullece de su aspiración de superar cualquier forma de prejuicio», pero el prejuicio más persistente es «la creencia tácita de que, en comparación con la posición moralmente iluminada que ocupamos hoy, aquellos que vivieron antes que nosotros moraron en la oscuridad y la confusión, buscando a tientas las verdades que ahora poseemos con seguridad»204. Convencidos de lo anterior, muchos creen, dijo Kronman, que debemos «remodelar el pasado» de acuerdo con nuestros principios morales contemporáneos, pues, «hasta que no hayamos limpiado nuestra herencia poniéndola en conformidad con lo que ahora sabemos que es la verdad, el mundo permanecerá desfigurado por emblemas de injusticia que estropean su integridad desde un punto de vista ético». Es de esa mentalidad, que fácilmente podemos calificar de revolucionaria, que surge, en palabras de Kronman, «la pasión por renombrar que está arrasando los campus de Estados Unidos». El peligro que encierra todo este afán jacobino de reconstrucción del pasado a martillazos no puede ser subestimado, pues «destruye nuestra capacidad de simpatía con la gran cantidad de seres humanos que ya no están entre los vivos y, por lo tanto, no pueden hablar por sí mismos, y oscurece la verdad de que no somos más capaces de ver las cosas bajo una luz más perfecta que nuestros antepasados, incluso si juzgamos que su moralidad ha sido, en ciertos aspectos, atrasada o incompleta». Igualmente, esta ideología refundacional «fomenta una especie de orgullo que nos ciega ante la grandeza de lo que se dijo e hizo por aquellos cuyos valores corresponden solo imperfectamente con los nuestros»205.
En otras palabras, es la neoinquisición de izquierda la fuerza verdaderamente oscurantista al atribuirse un conocimiento y categoría moral superior que no posee y que pretende imponer como la única visión aceptable. En la línea de Robespierre y su «república de la virtud», esta crea un ambiente de arrogancia moral y persecución de herejes incompatible con la tolerancia y la idea de fragilidad humana sobre la que esta reposa. Como consecuencia, esta fuerza depuradora arrasa con el respeto por la sabiduría acumulada gracias a nuestros antepasados fabricando una versión de la historia que nos lleva a detestar la identidad cultural que nos define y, por lo tanto, a renunciar incluso a lo mejor que esta es capaz de producir.
La ira refundacional a la que se refiere Kronman no se ha confinado a las fronteras de Estados Unidos. Países como Australia y Nueva Zelandia también tuvieron álgidas discusiones sobre las estatuas del capitán James Cook consideradas ofensivas para la población aborigen, la cual reclama que estas representan el colonialismo invasivo206. Sudáfrica por su parte experimentó un escándalo por la estatua del magnate, filántropo y político Cecil Rhodes, erigida en 1908 en la Universidad de Cape Town, la mejor evaluada de todo el continente africano. La estatua de Rhodes, quien fuera primer ministro de Cape Colony entre 1890 y 1896, fue vandalizada y cubierta en excrementos humanos por activistas que llegarían a formar el masivo movimiento de protesta «Rhodes Must Fall», que eventualmente conseguiría la remoción del objeto. La intención de la campaña, sin embargo, era transformar toda la educación de Sudáfrica para «descolonizarla», lo que implicaba incrementar el número de profesores de color y alterar el currículo de estudios, entre otras demandas cargadas del tipo de retórica victimista observado en universidades