Promover la identidad de grupo es una práctica con un historial de polarización y desastre en países de todo el mundo. Los disturbios en la India, la guerra civil en Sri Lanka, las masacres en Ruanda y las atrocidades en los Balcanes son solo algunos de los antecedentes recientes de los estragos causados por la política de identidad grupal120.
Hasta qué punto en Estados Unidos la lógica víctima-opresor basada en diferencias raciales lleve a la máxima expresión de politización en el sentido de Carl Schmitt es una cuestión debatible. Hoy en día puede parecer totalmente irreal sugerir la posibilidad de enfrentamientos armados entre grupos irreconciliables producto de las guerras culturales que están teniendo lugar. Sin embargo, ya existen algunas voces que alertan al respecto. En un artículo titulado «El origen de nuestra segunda guerra civil» el historiador de la Hoover Institution de la Universidad de Stanford, Victor Davis Hanson, afirmó que «casi todas las instituciones culturales y sociales: las universidades, las escuelas públicas, la NFL, los Oscar, los Tonys, los Grammys, la televisión nocturna, los restaurantes públicos, las cafeterías, las películas, la televisión, la comedia, no solo se han politizado, sino que se han convertido en armas»121. Davis Hanson, un experto en historia militar, compara los tiempos que corren con 1860, poco antes de la guerra civil norteamericana. Probablemente el colega de Davis Hanson, Morris Fiorina, tiene un punto cuando, al refutarlo, afirma que según los datos la mayor parte de la población no se interesa en política y que solo un grupo minoritario del electorado está pendiente de lo que dicen The New York Times, CNN o Fox News. Ni siquiera Twitter o Facebook, sugiere Fiorina, tienen un impacto político relevante, pues la mayoría no los usa para leer contenido político122. Pero del hecho de que la mayoría no se encuentre movilizada políticamente no se sigue que las ideas que una élite logra poner de moda no influyan de diversa manera a esa mayoría. Los cientos de miles de integrantes de los movimientos socialistas del siglo XX en su mayoría no leyeron El capital de Karl Marx, ni siquiera el Manifiesto comunista y, sin embargo, gradualmente abrazaron el antagonismo de las políticas identitarias que pregonaba. Ya hace mucho Ludwig von Mises, probablemente el más grande demoledor del socialismo del siglo XX, advirtió que las masas no tienen ideas propias y por tanto siguen aquellas que se difunden desde las universidades a la prensa, el cine, la radio, las novelas, etc.123. Las ideas operan así indirectamente a través de lo que el Nobel de Economía y discípulo de von Mises, Friedrich Hayek, denominó «distribuidores de segunda mano», quienes terminan convirtiéndolas en patrimonio de una mayoría que apenas conoce su origen. Hayek notaría que, particularmente en Estados Unidos, el rol de los intelectuales en definir la opinión pública era escasamente comprendido124.
Si el socialismo, como notaron Hayek y von Mises, fue un movimiento de élite que terminó influenciando a las masas, no hay duda de que la élite estadounidense, política y especialmente académica, ve reflejadas las ideas que promueve en sectores más amplios de la población, aun cuando la mayor parte de esta sea receptora pasiva de ellas. Puede ser cierto que, como dice Fiorina, Katy Perry tiene el doble de seguidores en Twitter que Donald Trump, pero en el contexto actual las estrellas populares se encuentran politizadas a tal punto que ellas también se han transformado en armas en la disputa por el poder, tal como sugiere Davis Hanson. Que Lady Gaga, Cher, Meryl Streep, Le Bron James, Bruce Springsteen, Beyoncé, Robert de Niro y Oprah, entre muchos otros, hayan apoyado activamente, aunque sin éxito, a Hillary Clinton es prueba más que suficiente de la politización de los espacios culturales. La misma Katy Perry, que Fiorina cita como ejemplo de lo contrario, se declaró literalmente «la fan número uno de Clinton», realizando shows para apoyarla en su carrera a la Casa Blanca, llegando incluso a componer la canción de su último anuncio de campaña125. Los ataques a la marca de ropa interior femenina Victoria’s Secret por no incorporar modelos transgénero y de tallas grandes —como si el concepto «modelo» no implicara en sí mismo parámetros ideales reservados a una minoría—, la insinuación del director de la pelícuna animada Frozen de incluir en su secuela a la primera pareja lesbiana en la historia de Disney —hecha tras una campaña organizada en redes sociales126—, la polémica decisión de Netflix y BBC de hacer la serie Troya con Aquiles interpretado por un actor afroamericano —y otro como Zeus—, a pesar de que Homero lo describe rubio127, la sistemática crítica a Barbie por no representar en sus muñecas a la mujer real —hoy ya lo hace, lo que ha sido calificado en la revista Time como «una victoria feminista»128— y el escándalo de los premios Oscar en 2016 por no haber nominado a ningún actor de color son tan solo algunos de los ejemplos que confirman la politización de la cultura y del entretenimiento. En todos esos casos la presunción es que existe racismo, sexismo, machismo, o alguno de los conceptos polémicos difundidos por las políticas identitarias. En esta visión, si no hay actores afroamericanos nominados no es porque, tal vez, como sugirió arriesgadamente la actriz Charlotte Rampling, los demás eran mejores129; la explicación es que los blancos racistas que deciden la entrega simplemente no pueden superar sus prejuicios y no los nominan130. Del mismo modo, a quienes critican a Netflix y BBC por utilizar un actor de color representando a Aquiles no se les concede un punto en el sentido de reclamar apego a una de las piezas fundantes de la civilización occidental, aun cuando los mismos académicos que denuncian el racismo de los críticos finalmente concluyan que lo más probable es que Aquiles no haya sido negro131. Victoria’s Secret, en tanto, es acusada de contribuir a propagar la idea patriarcal de que la mujer debe ser sexy para el hombre, como si la belleza fuera una creación cultural opresiva del patriarcado132.
El enorme escándalo que generó la empresa estadounidense de artículos de afeitar Gillette (perteneciente al grupo Procter & Gamble) a principios de 2019 al cambiar el lema de su publicidad de «lo mejor que un hombre puede obtener» a «lo mejor que un hombre puede ser» en un video que comenzaba refiriéndose al concepto feminista radical de «masculinidad tóxica» vino a confirmar esta tendencia. El video, que aludió directamente al movimiento MeToo y alcanzó más de veintidós millones de reproducciones en YouTube, tuvo también reacciones negativas de muchos quienes vieron en él una pieza más en la campaña que han llevado adelante amplios sectores de izquierda en contra del concepto de masculinidad, al que conciben como una forma de opresión133. Tan dura fue la reacción de los clientes en contra de la publicidad, que la misma empresa sacaría otro anuncio ensalzando como héroe la figura de un soldado estadounidense blanco casado con una hermosa mujer blanca y con hijos de los que se muestra como un padre comprensivo, protector y proveedor134. Lo relevante del caso, sin embargo, es constatar que en los tiempos de corrección política que corren ni siquiera una cuestión tan aparentemente inocua como la venta de una rasuradora se encuentra libre de contenido polémico. En palabras de la intelectual y feminista liberal Christina Hoff Sommers, «hasta la crema de afeitar ha sido politizada»135. La razón, según explica un profesor de marketing que se refirió al caso, es que en la cultura «postmoderna del consumo ya no compramos productos por lo que son, sino por lo que significan»136, o en otras palabras, por la ideología que representan. Acertadamente se ha dicho que estamos entrando en un «capitalismo moralista» en el que «las empresas ya no solo promueven