No es relevante para los efectos pacificadores del liberalismo la discusión en torno a si el libre albedrío realmente existe desde el punto de vista científico o no, aunque ciertamente el determinismo militante que predican intelectuales materialistas como Yuval Harari, además de discutible, no contribuye a la causa liberal94. Lo crucial es que solo un conjunto de valores comunes en virtud de los cuales se reconoce el carácter individual de la responsabilidad y, por tanto, la igual dignidad de todos los seres humanos, puede contener los efectos más destructivos de los instintos tribales, especialmente en sociedades altamente heterogéneas. El lema «E Pluribus Unum» —de todos uno— que aparece en el escudo de Estados Unidos buscaba precisamente reforzar la idea de la unidad, originalmente de los estados, pero luego de su diversa población en lo que pasó a ser conocido como la teoría del «melting pot». Una ideología y práctica cultural que, por el contrario, enfatiza las diferencias creando antagonismos como vehículo para obtener poder conspira directamente en contra de ese objetivo unificador al activar los aspectos más violentos del cableo tribal de nuestros cerebros. En ese sentido, nada ha hecho más en tiempos recientes por desmantelar la moral liberal y la convivencia pacífica que esta fomenta que las llamadas «identity politics» —políticas identitarias—, asociadas a la cultura del victimismo. Según Oxford Bibliography, el concepto «políticas identitarias» describe «el despliegue de la categoría de identidad como una herramienta para enmarcar afirmaciones políticas, promover ideologías políticas o estimular y orientar la acción social y política, generalmente en un contexto más amplio de desigualdad o injusticia y con el objetivo de afirmar la distinción y pertenencia del grupo y ganar poder y reconocimiento»95. El diccionario Merriam-Webster, en tanto, la define como una «política en la que grupos de personas que tienen una identidad racial, religiosa, étnica, social o cultural particular tienden a promover sus propios intereses o preocupaciones específicas sin tener en cuenta los intereses o preocupaciones de cualquier grupo político más grande»96.
Aunque el origen de las políticas identitarias, según ha sugerido Francis Fukuyama, sea el justo reclamo de reconocimiento que en los 60 expresaron gays, lesbianas y sobre todo afroamericanos97, lo cierto es que estos grupos invocaban principios liberales de igual dignidad para conseguir un trato justo y no privilegios especiales por pertenecer a una determinada raza, género u orientación sexual. Como ha notado el profesor de Columbia Mark Lilla, su motivación última era individualista en el más puro sentido reaganiano de la expresión, no tribal o identitaria98. De hecho, Martin Luther King Jr. invocaría todo el peso moral de la Declaración de Independencia y la Constitución en el que es sin duda el más famoso discurso de la época:
Cuando los arquitectos de nuestra república escribieron las magníficas palabras de la Constitución y la Declaración de Independencia, firmaron una nota promisoria de la que todo estadounidense debía ser heredero. Esta nota era una promesa de que a todos los hombres, sí, a los hombres negros y también a los hombres blancos (Mi Señor), se les garantizarían los derechos inalienables de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Hoy es obvio que América ha incumplido con este pagaré en lo que respecta a sus ciudadanos de color […] Tengo un sueño de que un día esta nación se levantará y vivirá el verdadero significado de su credo ‘Consideramos que estas verdades son evidentes, que todos los hombres son creados iguales’99.
Martin Luther King Jr. cerraría su discurso «I have a Dream» enfatizando la humanidad común de todos los americanos a pesar de sus diferencias, diciendo que el día en que la libertad uniera a todos, «hombres negros y hombres blancos, judíos y gentiles, protestantes y católicos» podrían unirse y cantar «¡Al fin libre!».
Mucho antes de que Martin Luther King Jr., Frederick Douglass, afroamericano héroe del movimiento abolicionista y él mismo un esclavo emancipado, había reivindicado el proyecto liberal americano en su famoso discurso sobre el significado del 4 de julio para los esclavos dado en 1852 frente a la Rochester Ladies’ Anti-Slavery Society: «¿Qué tengo que ver yo, o los que represento, con su independencia nacional? ¿Los grandes principios de libertad política y de justicia natural, encarnados en esa Declaración de Independencia, nos son extendidos?», se preguntaba con justicia Douglass, para luego concluir: «Lo digo con un triste sentido de la disparidad entre nosotros […] su alta independencia solo revela la inconmensurable distancia entre nosotros. Las bendiciones en que ustedes, este día, se regocijan, no se disfrutan en común. La rica herencia de justicia, libertad, prosperidad e independencia, legada por sus padres, es compartida por ustedes, no por mí»100. Y más adelante, Douglass afirmaba que la Constitución americana era «¡Un documento de libertad glorioso!». «Lee su preámbulo, considera sus propósitos. ¿Está la esclavitud entre ellos? ¿Está en la entrada? ¿O está en el templo? No está ni en uno ni en el otro» concluyó.
Lo que Douglass como King defendían, entonces, era precisamente coherencia con los principios liberales fundantes del orden social liberal americano y no la idea de que esos principios y sus documentos más emblemáticos como la Declaración de Independencia y la Constitución fueran expresiones de una cultura opresiva. Todo esto se ha invertido en los tiempos actuales. Cuando la empresa Nike, con motivo de la conmemoración del 4 de julio en 2019, lanzó al mercado un par de zapatillas con la bandera original de las trece colonias, conocida como Betsy Ross Flag, bastó la queja de un atleta de la NFL, Colin Kaepernick, el mismo que causó escándalo por negarse a ponerse de pie para cantar el himno americano, para que Nike cancelara la distribución de toda la producción. De este modo, lo que siempre fue considerado con justicia un símbolo de libertad se vio transformado en uno de esclavitud y opresión a pesar de que fue precisamente gracias al espíritu libertario que inspiró la independencia americana que la esclavitud dejó de existir en Estados Unidos y en todo occidente. Con su denuncia, Kaepernick implicó que todo lo que representa Estados Unidos, especialmente en esa época, es inmoral y motivo de vergüenza.
El caso de Nike con Betsy Ross Flag, entre muchos otros, da cuenta de que el proyecto de Martin Luther King Jr., Douglass y quienes luchan por la unión de todos en torno a valores en lugar de separar por identidades ha degenerado en uno altamente tribal incompatible con el programa liberal. Y es que, como hemos dicho, lejos de unir, la doctrina de las políticas identitarias busca articular a todos los grupos que se sienten en algún sentido marginados, como dice Haidt, «en contra del hombre blanco heterosexual el que es visto como el opresor universal»101. Y el alimento de este tipo de ideología, añade Haidt, es el odio, que consigue galvanizar y movilizar a estos grupos en función de este enemigo común.
Este odio cultivado especialmente en las universidades, como hemos visto, ha infectado al resto de la sociedad americana y ciertamente, aunque en menor medida, la de otros países occidentales. En el mundo de la política, el caso del Partido Demócrata da cuenta de hasta qué punto el espíritu liberal ha sido reemplazado por el tribal. En palabras de Lilla, un liberal de izquierda preocupado por la radicalización de su sector, «no puede haber una política liberal sin un sentido del nosotros […] sin una visión de un destino común basado en algo que todos los americanos compartan»102. Según Lilla, ese fue el error estratégico de Hillary Clinton, quien por haber hablado a grupos específicos —mujeres, LGTB, afroamericanos, latinos— excluyó a la clase obrera blanca que votó masivamente por Donald Trump103. Más aún, Clinton literalmente trató de «deplorables» que podían ser arrojados a un canasto de la basura a buena parte del electorado de Trump104.
Pero los efectos de las políticas identitarias no se reducen a la radicalización de una izquierda política castigada por el electorado y a una simple pérdida de sentido común y tolerancia en los campus universitarios. El riesgo de que el discurso emanado de estas esferas lleve a una politización de la sociedad en el sentido que Carl Schmitt daría a la expresión no debe ser subestimado. Para Schmitt, quien