—Ahora dime —dijo Li—, ¿por qué alguien preferiría no venir a una fiesta? ¿O crees que es mejor quedarse en casa sin hacer nada mientras todos están bailando o cantando o brindando o comiendo pasteles? No seas un anciano, Lobías. Ven a la fiesta y te dejaré bailar conmigo una vez… Tal vez dos. O incluso tres. Pero no más de tres. Hay una larga lista de chicos que quieren bailar conmigo.
—¿Y quién dijo que quiero estar en esa lista?
—Eres un grosero, Domador —se quejó Li.
—Lo siento, Li.
Li, molesta, se alejó, y Lobías se quedó en pie, en el polvo, sintiéndose un verdadero idiota.
Pasado un rato, caminó hasta su casa. Subió hasta el diminuto desván, buscó en una de las cajas apiladas y sacó su vieja espada. Como le había dicho el viejo Leónidas, aunque por distintos motivos, tomó una piedra y empezó a afilarla.
8
Lobías Rumin recogió provisiones para un día y medio, que era lo que pensaba que estaría fuera: pan, un salchichón y un pedazo de queso. Lo metió en su viejo bolso de viaje, el mismo que había traído desde la isla de Férula cuando era un niño, y caminó en busca de los ralicias. A esa hora, casi todos se preparaban para la fiesta, así que las calles estaban vacías. Mientras andaba, pensó que lo mejor sería pasar por la casa de su tío y pedir prestado uno de los caballos. Nadie lo echaría en falta y eso le facilitaría las cosas.
Lobías caminó en medio de Eldin Menor, que parecía una ciudad abandonada, y fue en ese silencio cuando por primera vez escuchó el ronroneo lejano. Un susurro como el de la brisa entre los árboles, pero distinto. Iba y venía, y durante un rato fue así hasta que desapareció. Luego reanudó, y Lobías trató de seguirlo a través de las calles vacías. Pasó por la avenida de Bresno, luego atravesó el puente que separa los barrios de Alemanot y Alemanat, y se dirigió a través de una calle lateral por la parte trasera de la biblioteca hasta alcanzar el barrio de Lamarán, el último de la ciudad. Atravesó todo el barrio escuchando aquel murmullo que iba y venía, hasta que llegó a un puente pequeño y sin nombre que pasaba sobre un riachuelo, y que era justo lo que separaba las calles de piedra de la hierba verdísima que la brisa peinaba en las colinas. Fue extraño, pero lo que hasta entonces había sido un murmullo se convirtió en un zumbido. Lobías caminó un buen trecho para internarse en el bosque. Por alguna razón, no tuvo miedo. El miedo lo había abandonado. Ni siquiera se sintió agobiado cuando se dio cuenta de que se había desviado del camino hacia la granja de su tío, y tendría que caminar mucho si quería ir por uno de los caballos. No le importó, siguió adelante hasta que alcanzó un claro. Ahí el sonido se hizo más fuerte, pero no logró distinguir de qué se trataba hasta que llegó a una colina llena de arbustos redondos de hojitas diminutas y puntiagudas. Caminó hasta los arbustos, pues de aquel lugar provenía el sonido, y se sorprendió al descubrir que estaban repletos de abejas. No era la clase de abejas con rayas negras que él conocía, sino que eran totalmente amarillas y un poco más grandes. A Lobías le pareció no haber escuchado jamás un sonido como ése. Se preguntó cómo era posible que no supiera que las abejas zumbaran de esa manera, o quizá lo había confundido siempre con el murmullo de las hojas, y en esos pensamientos estaba sumido cuando una sombra apareció cubriendo todo a su alrededor. Un escalofrío le erizó el cuello. De inmediato, se volvió para mirar. Un hombre tan grande como no había visto nunca caminaba en dirección a la oscuridad de la niebla.
9
El río Alfast venía de la niebla y volvía a la niebla, y de él sólo se veía un trecho que bordeaba las colinas redondeadas donde los conejos hacían sus madrigueras y la hierba era verde en los meses de primavera y de verano, y dorada en el otoño. Se decía que esos pinos tenían miles de años de antigüedad. Su madera era tan dura que muchos aseguraban que era la causa de que, en el interior de la casa de Emú, donde los ancianos regentes de Eldin Menor mantenían sus reuniones, no hiciera frío en los días más gélidos, pues ni siquiera el invierno podía traspasar esa madera. Se decía que nada florecía bajo la sombra de sus pinos, ni habitaba alimaña alguna en su resguardo. Alguna vez se mantuvo sin nieve todo un año, aun cuando las colinas y todos los techos de Eldin Menor estaban blancos debido a las nevadas habituales, pero no el bosque, donde las hojas de los pinos se volvieron rojas. En la distancia, parecía que estaba en un incendio continuo. Y los que presenciaron aquello dijeron que era un espectáculo hermoso e inolvidable, digno de la mirada de los antiguos reyes.
Nu se encontraba arrodillado a la orilla del Alfast, limpiando unos pescados para la cena, cuando observó un ciervo que venía contra la corriente, que entonces era plácida. Era un hermoso animal que caminó junto a él como si no le importara que estuviera allí, pues no daba muestra de miedo. El agua no le llegaba más allá de la mitad de sus robustas patas. Por un instante, Nu dudó de si lo que veía era cierto. A unos metros de donde estaba, el animal se detuvo y miró en dirección a él, quien creyó que lo miraba. Pero entonces, el animal dio un brinco y corrió en dirección contraria, justo cuando un extraño viento trajo un desagradable olor que a Nu le recordó al de una ciénaga. Miró atrás y se encontró con un hombre tan robusto como un oso de las montañas parado sobre sus patas traseras.
—Creo que alguien necesita darse un baño —dijo Nu, de manera imprudente.
El gigante, que no había dejado de mirarlo, se abalanzó sobre él, embistiéndolo, tan veloz que Nu no pudo apartarse y ambos cayeron al río. Nu no podía moverse, pues el gigante pesaba demasiado. Tenía la cabeza bajo el agua, así que tampoco podía gritar, aunque lo intentó. Antes de perder el conocimiento, Nu distinguió una luz sobre el agua, como un fuego suspendido en el aire, y pensó, de algún modo, en los extraños seres que los pescadores decían que aparecían sobre el mar en el solsticio de invierno.
10
—¿Qué hace una de la raza de los ralicias tan lejos de casa? —dijo un hombre, que se encontraba justo atrás de Lóriga, quien, inclinada, preparaba una fogata. El hombre vestía una capa gris con capucha y sostenía en la mano una pequeña espada, briosa y dorada pero lisa, pues no adornaban su hoja ni un dibujo ni unas letras.
—No estoy sola, buen hombre —dijo Lóriga, girando el cuello para observarlo.
—No veo a nadie más por aquí, salvo que se refiera a mi compañero.
Otro hombre, que vestía con una capa de color rojo, se encontraba a unos pasos a su izquierda.
—¿Desean una taza de té? Estaba por encender un fuego.
—Nadie camina por estas tierras de sombra —dijo el de la capa gris—, a no ser que tenga una buena razón para ello. Algo que comerciar, alguien de quien escapar o un tesoro que esconder. ¿Cuál de los tres es su motivo, señora?
—Ninguno de los tres —dijo Lóriga. Era improbable que pudiera defenderse, pero aun así observó hacia donde guardaban sus espadas, que se encontraban, al igual que otras provisiones, junto al hombre de la capa roja.
—No lo piense, señora —dijo el hombre de la capa roja—. Antes siquiera de tocar su espada, estaría muerta. Y no bromeo.
—Además —dijo el de la capa gris—, no vamos a hacerle daño, siempre y cuando nos cuente qué hace por aquí y nos entregue algo que pueda servirnos. Somos viajeros, señora, y necesitamos estar fuertes, sobre todo nuestro amigo el grande.
—No lo conoce, señora, pero en estos momentos está en el río. Ya sabe, pescando. Sólo espero que, sea lo que sea que pesque, no lo destripe.
—Es tan enorme que no puede controlarse. Es todo un problema, se lo aseguro.
Lóriga no estaba segura de si lo que decían era un mero alarde o en verdad Nu se hallaba en peligro. Habían sido demasiado confiados.