—Era sólo un granjero —dijo Nu—. Es evidente.
—Lo sé —dijo Lóriga—, pero ¿qué aspecto querías que tuviera? ¿Acaso esperabas que bajara de un caballo vestido como un rey o acaso esperabas encontrar a alguien como lo muestran las pinturas? No creo que eso exista. O no de esa manera.
—No quise decir nada malo sobre el chico —dijo Nu—, es sólo que no me pareció que fuera a quien has visto.
—Si lo es —dijo Lóriga, con decisión—, de alguna manera se unirá a nosotros. Y si no lo es, no lo veremos más. Es así. Y así será. ¿Confías en ello, buen Nu?
—Confío en ello. Sin duda, si debe ser, será.
6
Cuando llegó a casa, Lobías Rumin preparó algo de té, tomó un pedazo de pan, como hacía siempre, salió y se sentó bajo el marco de la puerta. Masticaba su último bocado, cuando el señor Leónidas Blumge se acercó.
El señor Blumge era un anciano insoportable, su estado de ánimo permanente era el mal humor, tenía un aliento a tabaco tan fuerte que muchos contenían la respiración cuando pasaban a su lado, y no hacía más que repetir las mismas historias una y otra vez hasta el cansancio. Lo habitual era alejarse en cuanto aparecía, o hacerse el distraído. Pero sucedía que a una de las pocas personas a quien le daba gusto verlo era a Lobías Rumin, y eso tenía una razón poco piadosa: el señor Blumge era el bisabuelo de Maara.
Esa mañana, sin embargo, parecía que, por algún motivo, el viejo Blumge había recuperado algo de su antigua cordura.
—Muchacho —dijo a Rumin—, ¿has sentido el viento en la madrugada?
—Buenos días, señor Leónidas. Sí, era un viento frío.
—No era sólo un viento frío, muchacho —dijo el viejo Blumge. Hablaba con ansiedad, con urgencia, como si hubiera intentado decirle aquello a muchas personas y nadie lo hubiera escuchado—, era un extraño viento del norte, oscuro y lleno de magia, una magia maligna y antigua como un presagio. ¿No te das cuenta? ¿Es que nadie se da cuenta de que algo sucede?
—He tenido mucho que hacer —respondió Lobías, por decir cualquier cosa.
—Ése es el problema con todos, y más con los muchachos como tú, que nunca saben lo que deberían saber.
—¿Y qué debería saber? —preguntó Lobías.
—Que el viento es distinto y la luz también es distinta. Si tuviera veinte años menos, afilaría mi espada ahora mismo.
—Pero ¿qué dice, señor Leónidas?
—Cuando era un muchacho, había quien nos enseñaba esas cosas. Uno podía saber lo que traía el viento y presentir el miedo y la sangre, incluso la muerte. Pero no queda ya nada de eso, amigo Rumin.
Muchas veces, el señor Leónidas había hablado sobre la escuela de poetas de Porthos Embilea, donde se enseñaba poesía antigua, y los maestros eran videntes. En esas ocasiones, aseguraba haber conocido a un tal Ma Brumbio, un joven maestro que sabía leer en el viento noticias venidas de muy lejos, o presentir en la lluvia si la cosecha iba a ser buena, o si el invierno iba a adelantarse. También contaba cómo en una ocasión, durante la fiesta del solsticio, un poeta cuyo nombre no se reveló nunca y que escondía su rostro bajo la oscuridad de una capucha, había leído unas rimas terribles bajo un pino, el cual se secó por completo hasta volverse pálido en sus ramas y oscuro en su tronco. Además, el señor Leónidas solía decir que Brumbio y sus compañeros conocían unas artes que habían sido olvidadas por la mayoría, pero que eran tan generosos que siempre estaban dispuestos a compartirlas con quien tuviera un verdadero talento y un interés genuino, como él mismo había manifestado de joven. Solía presumir de que estas personas le habían enseñado a leer la lengua de los ríos, o el futuro en la palma de la mano o a saber qué anunciaba el viento del norte. Pero, a decir verdad, nadie solía tomarlo demasiado en serio. Ni siquiera Lobías.
—¿Y qué trae el viento esta mañana, señor Leónidas?
—Muerte —dijo el viejo Blumge.
—Vaya presagio —exclamó Lobías.
—Se acerca una batalla.
—No quisiera contradecirlo, pero hace mucho que no hay una batalla por aquí. Y según dicen los libros, si se acercara ese momento, la campana de Belar volvería a doblar.
—El sonido de la campana ya nos estaría estremeciendo si hubiera más personas que comprendieran el lenguaje del viento, el extraño y anciano viento del norte que se vuelve niño en cada invierno y envejece con el otoño.
—Espero se equivoque, señor Leónidas. Precisamente hoy es un mal día para empezar una guerra.
—¿Lo sientes? —dijo el anciano y se llevó el dedo índice a la boca, en señal de silencio. En ese momento, un viento frío vino de alguna parte y se percibió un cuchicheo en las ramas de los árboles cercanos.
—Una buena brisa fría, señor.
—No —dijo el viejo Blumge—. Es un ejército. El susurro de un ejército.
7
Después del desayuno, Lobías se tendió en su cama y se quedó dormido. Despertó a primera hora de la tarde y estuvo un buen rato pensando en Maara. La había conocido cuando eran unos niños, en el río, pero nunca había cruzado con ella ni una palabra, salvo cuando la ayudó a bajar una cometa de un árbol. Aquel día Maara estaba acompañada de su amiga Li, quien había tratado a Lobías de una manera tan amable que incluso le pidió que le contara cómo era un domador de tornados. Aún con la sospecha de que podía burlarse de él, Lobías contó su historia lo mejor que pudo, pero no consiguió entusiasmar a Maara, que escuchó el relato en silencio. Y, sin embargo, Li se entusiasmó tanto, que desde entonces llamaba a Lobías con el apodo de Domador.
Cuando se levantó de la cama, se lavó la cara y salió rumbo al mercado en busca de algo de pescado para prepararse una sopa. Como era día de fiesta, su tía lo había invitado a almorzar, pero era seguro que sus primos estarían en la casa y no quería cruzar una palabra con ellos. Tenía dos primos: Doménico, que se llamaba como su padre, y Ratú. No habían sido precisamente amigables con él, jamás lo invitaban a salir a cazar con ellos, ni a cabalgar, ni a cortar frutas, ni iban juntos a las fiestas. Doménico ni siquiera lo había invitado a su boda. Cuando se encontraban en casa de sus tíos, apenas le dirigían la palabra, y si lo hacían, era para compadecerse de él o criticarlo: “A ver, Lobías, si vas pensando en hacerte un hombre y casarte y tener hijos. A ver si dejas de andar inventándote historias estúpidas. A ver si aprendes un oficio de verdad y te ganas la vida más allá de las cabras. A ver si dejas de parecer un campesino”. A ver esto y lo otro, y Lobías había discutido tanto y en tan malos términos con ellos, que prefería evitarlos.
Cuando salió de casa era media tarde. Al llegar al mercado no quedaba nadie que pudiera ofrecerle nada para cocinar o comer. Regresó sobre sus pasos y cuando alcanzó la plaza, observó a Maara y a Li sentadas en un banco. Ambas parecían estar vestidas para la fiesta, aunque aún era temprano. Lobías pensó que bien podía acercarse y preguntarles cualquier tontería o contarles lo que el viejo Leónidas le había dicho por la mañana. En eso estaba, entre el sí y el no, cuando alguien se acercó a las chicas. Se trataba de Emú. De un momento a otro, Maara y Emú caminaron hacia un lado de la plaza y Li hacia el otro, en dirección a Lobías. Cuando Li estuvo cerca, Rumin simuló mirarse las uñas.
—Domador —lo saludó Li—, ¿no vas