—¿Y qué más cuenta la historia que conoces? ¿Logró Mahut someter a los pueblos?
—A la mayoría de ellos —dijo Nu—. Los pueblos de granjeros no oponían resistencia, pues no estaban preparados para la guerra. Pero todavía quedaba el pueblo del Árbol, y, más allá, la nación de Naan, los domadores de tornados.
—¿Los domadores?
—Los mismos —dijo Nu—. Se dice que los naan son los habitantes más antiguos del mundo, un pueblo distinto a todos los demás, capaces de crear grandes prodigios.
—En la casa de Ur Ba Than, en nuestro país —dijo Lóriga—, hay pinturas de los domadores de tornados.
Lobías pensó si era el momento de contar su historia con el domador. Él no había visto una pintura sino uno en persona, había notado su piel curtida por el viento, percibido un olor extraño que parecía nacido de flores marchitas, escuchado su voz y presenciado el poder de su látigo y de la oración pronunciada en su antigua lengua. Había sido testigo de cosas que jamás podría mostrar una pintura, pero nunca había sido considerado alguien excepcional, al contrario, sus vecinos lo habían tratado con dureza por contar esa historia, y aunque Lóriga y Nu parecían personas dispuestas a creer en lo extraordinario, nada podía asegurarle a Lobías que no lo considerarían un mentiroso o algo incluso peor. De algún modo comprendió que la sensación de duda sobre lo que estaba haciendo en aquel lugar había pasado. Supo que no quería estar en ningún otro sitio, sabía que algo estaba a punto de acontecer, una aventura real, que, quizá, lo llevaría hasta el Árbol de Homa, donde volvería a encontrarse con un naan, con uno de esos domadores de tornados.
—¿Cómo es el Árbol? —preguntó Lobías.
—El Gran Árbol es el Árbol de Homa —dijo Lóriga—. Se dice que es extraordinario, y que posee en su interior un libro, un libro con todas las respuestas.
—Debe ser muy extenso —apuntó Lobías.
—En realidad, no lo es —replicó Lóriga—, al menos no lo es según las historias que sabemos. Sólo hay que hacer la pregunta indicada y encontrarás una respuesta.
—Eso suena bien —dijo Lobías—. Es fascinante que sea el primer árbol de todos. Y no es increíble. Es lógico pensar que tuvo que haber un primer árbol y una primera piedra y un primer cerdo y un primer hongo y una primera hojita de buganvilla. Pero ¿qué pasó después? ¿Qué sucedió durante la guerra con esta gente del Árbol y con esos señores de la nación de Naan?
—Dieron batalla —contó Lóriga—, y tras muchos días con sus noches, lograron vencer a los guerreros de Mahut. Magia contra magia, señor Rumin. Magos oscuros contra domadores de tornados.
—¡Vaya historia! —exclamó Lobías.
—Y el Rey Mago Mahut y los suyos, al verse perdidos, huyeron más allá de las islas, a un continente desolado, y no se les vio más desde entonces. Por esa época, que era la época de lluvia, se dice que la región donde habían vivido se llenó de niebla, pero que nadie supuso nada extraordinario. La niebla y la estación lluviosa suelen ser hermanas gemelas. Pero hubo algunos cronistas que dieron cuenta de un hecho asombroso, y es que la niebla no se extendió por los campos y los valles debido a la lluvia, fue un domador quien la dominó, uno de los naan fue quien hechizó la niebla y la extendió sobre toda la región del antiguo reino maligno, como un mantel sobre la mesa de un rey. Y, desde entonces, la niebla habita allí como un recuerdo macabro de lo que fue ese pueblo.
—Por eso la niebla no se va de este lugar, porque está hechizada, Lobías.
—¡Vaya… vaya… vaya! ¡Así que ésa es la historia! —exclamó Lobías.
—Ésa misma —dijo Lóriga.
—Es una pena que no conozcamos el nombre de ese pueblo tan extraño.
—Hay cosas que es mejor no saber —continuó Lóriga—. Además, se dice que los cronistas que escribieron los antiguos libros prefirieron olvidarlo, pues mencionar el nombre de ese pueblo es una invocación.
—¿Una invocación? —exclamó Lobías.
—Una invocación —le explicó Lóriga— es lo que emplean los magos oscuros cuando quieren llamar al mal. Son palabras que tienen poder para eso.
—Entiendo, entiendo —dijo Lobías, pensativo.
—Y ahora llegamos a la parte de las abejas —dijo Nu.
—Las abejas, sí —exclamó Lobías.
—Las abejas migran con el invierno y con la primavera. Y esta clase de abejas, las Morneas, se dice que siempre ha migrado cada primavera hasta el Árbol de Homa, y está claro que, quien quiere llegar hasta esa región y conocer el primer árbol, debe seguir la ruta de las abejas. Incluso a través de la niebla. Y se dice que muchos sabios en la antigüedad lo hicieron. Y hay un poema, del que se conservan apenas siete versos, escrito por el sabio Emás Lúarar, que habla sobre ello.
Lóriga se aclaró la voz y dijo:
En ruta hacia el Gran Árbol
van las Morneas abejas.
Su rastro es como el rastro
de un astro por la niebla.
Al Gran Árbol de Homa
vuelven en primavera.
Por el bosque sombrío…
—No hay más —dijo Nu.
—Ni una sola palabra más —dijo Lóriga.
—Es una bonita historia —dijo Lobías—, pero ¿en verdad confían en un viejo poema? Nada sabemos sobre lo que pueda rondar en lugares como estos. Los magos malignos podrían haber vuelto, o sus descendientes no haberse marchado nunca. Se me eriza la piel sólo de pensarlo. Según cuentan algunos de nuestros marinos, en ocasiones han viajado tan lejos que han visto fuego, fogatas, en medio de la niebla. Debe ser ese continente al que huyeron, el país sin nombre, ¿no creen?
—He oído historias parecidas —dijo Nu—. Pero son sólo historias y no hay ninguna prueba de ellas, ni siquiera los restos de un naufragio.
—Han