–¿Cómo hace usted para vivir al corriente de la actualidad internacional y referírnosla sin engañarse y sin engañarnos? […]
–Recibo libros, revistas, periódicos de muchas partes, no tanto como quisiera. Pero el dato no es sino dato. Yo no me fío demasiado del dato. Lo empleo como material. Me esfuerzo por llegar a la interpretación.[37]
Dentro de esa apuesta, los ensayos de Mariátegui constituyen en efecto tentativas por desentrañar los contornos de la “época”, una noción omnipresente en sus escritos. El período que se ha abierto con la Gran Guerra y la Revolución Rusa, que examina sin prejuicios tanto en sus pormenores como en sus líneas directrices, requiere asimismo de “una actitud mental y espiritual radicalmente nueva”.[38] A menudo, es la escisión entre lo que llama “dos concepciones de la vida” (una “revolucionaria” y otra “decadente”, una “encantada” y otra “desencantada”, una acorde a la atmósfera romántica de posguerra y otra encadenada anacrónicamente a la sensibilidad burguesa de la Belle Époque) la que provee la vara con que juzga la ubicación de figuras y movimientos contemporáneos, por encima incluso de divisiones ideológicas entre socialistas, liberales o fascistas.[39] En coincidencia con esto, y contra lo que habitualmente se ha destacado, el prisma epocal de Mariátegui conlleva el predominio de categorías relativas al tiempo (lo nuevo frente a lo decrépito, el alba y lo matinal en oposición al crepúsculo, aquello que nace versus lo que eclipsa o tramonta) por sobre aquellas vinculadas al espacio y, por extensión, a una localización específicamente latinoamericana o nacional.[40] Así, si al evocar a José Ingenieros en ocasión de su muerte Mariátegui puede afirmar que el argentino “era, sobre todo, un hombre sensible a su época”, alguien que había alentado el movimiento de renovación de las nuevas generaciones actualizando su propio credo, ello se debía a que “percibió que la guerra abría una crisis que no se podía resolver con viejas recetas”, y a que en la Revolución Rusa “vio, desde el primer momento, el principio de una transformación mundial”; así, también, al trazar en paralelo los perfiles idealistas del francobritánico Edmund Morel y del peruano Pedro Zulen, Mariátegui establece su consanguinidad a la distancia al señalar que “bajo los matices externos de ambas vidas, tan lejanas en el espacio, se descubre la trama de una afinidad espiritual y de parentesco ideológico que las aproxima en el tiempo y en la historia”.[41]
Vanguardismo, cultura del libro y literatura mundial
Los años europeos fueron pródigos en experiencias vitales y adquisiciones intelectuales. Fue entonces cuando, en cursos y lecturas que se procuró vorazmente, Mariátegui aquilató su cultura marxista.[42] También, cuando desde las corresponsalías que envió al diario El Tiempo (agrupadas luego por sus hijos en otro de los volúmenes de la edición popular de su obra, Cartas de Italia), ofreció algunas de las primeras radiografías que se publicaron en América Latina sobre el emergente movimiento fascista, que a su regreso a Lima continuó examinando en los textos que componen su “Biología del fascismo”, la sección que abre La escena contemporánea.[43] Pero además, durante su estancia europea la sensibilidad de artista que traía consigo se volcó decisivamente hacia las vanguardias estéticas. En Europa Mariátegui se zambulló en el mundo de las artes visuales y, favorecido por su amistad con el pintor argentino Emilio Pettoruti, se hizo asiduo visitante de exposiciones y galerías. Por esa vía, entró en contacto con círculos del futurismo italiano y, en los meses que vivió en Berlín antes de retornar a Lima, se vinculó a Der Sturm, espacio de intensa actividad en esos años en la promoción de las artes experimentales internacionales que dirigía el galerista de orientación comunista Herwarth Walden.[44] A partir de allí, la pregunta por las formas que asumían las relaciones entre arte y política se instaló en el centro de la reflexión intelectual del autor de los 7 ensayos, como evidencia su persistente atracción por el surrealismo.
El ánimo vanguardista del que Mariátegui se embargó se iba a expresar en la iniciativa en la que, en su corto pero fulgurante trayecto vital, depositó mayores energías y anhelos: su revista Amauta, que publicó desde Lima entre 1926 y su fallecimiento. El proyecto, que traía consigo desde Europa –y cuya puesta en marcha se demoró por la grave crisis de salud que en 1924 le deparó la pérdida de una pierna–, tenía como foco principal agrupar al movimiento de hombres y mujeres “vanguardistas, socialistas, revolucionarios” que se sintieran aunados por “su voluntad de crear un Perú nuevo dentro del mundo nuevo”.[45] A pesar de su amplitud, en esa presentación inicial de la revista Mariátegui aclaraba que “Amauta no es una tribuna libre, abierta a todos los vientos del espíritu. […] Rechaza todo lo que es contrario a su ideología”.[46] Y sin embargo, a lo largo de su itinerario los nexos entre vanguardismo estético y vanguardismo político estuvieron lejos de ser unívocos. Si en el ya citado ensayo “Arte, revolución y decadencia” Mariátegui tomaba distancia frontal de las concepciones que juzgaban posible y aun deseable una esfera artística independiente de la política, en la llamada “polémica del indigenismo” respondía a las acusaciones de eclecticismo de Luis Alberto Sánchez señalando que Amauta era hospitalaria a una pluralidad de posiciones, dado que “ha venido a inaugurar y organizar un debate; no a clausurarlo”.[47] Del mismo modo, el reforzamiento de una identidad socialista en el editorial “Aniversario y balance” de 1928 que supuso la ruptura con el aprismo de Haya de la Torre, no impidió que pocos meses después Mariátegui optase por homenajear en una edición especial de la revista a José María Eguren (una figura que, según había escrito en los 7 ensayos, “representa en nuestra historia literaria la poesía pura”).[48] En definitiva, frente a la tendencia habitual a destilar de su praxis intelectual posturas concluyentes, conviene acercarse a sus textos con una lente que considere las fricciones entre arte y política como una problemática inacabada y móvil que Mariátegui siempre estaba dispuesto a explorar.
Lo anterior no significa que, más allá de esas oscilaciones, nuestro autor haya carecido en cuestiones estéticas de una orientación (una brújula, decíamos al comienzo, utilizando un término que él mismo empleó).[49] Esa perspectiva se aprecia en sus consideraciones del problema del realismo literario, que abordó directa o tangencialmente en muchos de los numerosos ensayos que a su regreso de Europa publicó sobre libros y temas de la vida intelectual. Subyugado como estaba por el experimentalismo de las vanguardias, por regla general Mariátegui fue crítico del naturalismo realista y de la literatura edificante. También, de la efímera corriente literaria francesa autodenominada “populista”, que asociaba a la demagogia y al populismo sin más. Según llegó a escribir, “sobre la mesa del crítico revolucionario, […] un libro de Joyce será en todo instante un documento más valioso que el de cualquier neo-Zola”.[50] De igual modo, en la saga de textos que dedicó a las expresiones de la “nueva literatura rusa”, destacaba la épica de las escenas revolucionarias, pero también las ambigüedades y zonas oscuras de los personajes, por ejemplo con relación a la sexualidad (tendencia que atribuyó al extendido influjo del “freudismo”, entendido como un fenómeno cultural que trascendía la obra de Freud).[51] Si bien Mariátegui murió antes de la codificación del realismo socialista soviético, su sensibilidad y sus búsquedas con seguridad habrían chocado con ese credo.
Ciertamente, todo ello no implicaba una desconexión entre literatura y realidad. “El poeta” –escribía a propósito de Rilke– “es también, y ante todo, el que recoge un minuto, por un golpe milagroso de intuición, la experiencia o la emoción del mundo”.[52] Solo que si para Mariátegui un “nuevo realismo proletario” era posible, lo era a condición de emerger investido de los fueros de la fantasía y la imaginación instalados por el surrealismo,[53] que también para él –como para Walter Benjamin– representaba algo así como la “última