Ese murmullo permanente e inquietante al que lo contactó su labor en la prensa comienza a mostrarle las limitaciones del ambiente en la capital peruana. “Nada interesante ha turbado la abrumadora monotonía de nuestro vivir limeño”, escribía en 1915.[18] Las referencias al tedio, al “hastío incurable de la vida”,[19] son habituales en sus crónicas juveniles, por ejemplo en aquellas en las que da cuenta del cansino trajín de la política criolla. También se detectan en la correspondencia con Bertha Molina, un amor platónico de juventud, en la que el tópico del aburrimiento es recurrente. En una de esas cartas, en 1916, Mariátegui revela ya “expectativas de que algún día me den un puesto en Europa”.[20]
Una modalidad de fuga de esa realidad anodina estuvo vinculada al desarrollo de una veta irreverente hacia el conservadurismo de las costumbres limeñas, enlazada a las ansias de experimentación estética que compartía con su círculo periodístico-literario (un movimiento que anticipa en Mariátegui su afición posterior por las vanguardias). El episodio más resonante en ese sentido fue el “affaire Norka Rouskaya”, la danza que una bailarina suiza –conocida internacionalmente bajo ese seudónimo ruso– realizó una noche en el cementerio de Lima al compás de la Marcha fúnebre de Chopin, una performance organizada por Mariátegui que suscitó escándalo en la opinión pública y que le valió incluso ser detenido por la policía.[21]
Pero ese incidente, ocurrido a comienzos de noviembre de 1917, coincidió exactamente en el tiempo con un acontecimiento que fue tanto más determinante en la trayectoria intelectual de nuestro autor: la Revolución Rusa. Pocos meses después Mariátegui aceptaba “con ardimiento y fervor” el mote de “bolcheviques” que le endilgaba a su grupo la prensa conservadora,[22] y entre 1918 y 1919, al compás de un ciclo de luchas obreras y estudiantiles (las vinculadas en el Perú al movimiento continental de la Reforma Universitaria), participaba ya en lo que luego llamaría sus “primeras divagaciones socialistas”.[23] Ese proceso de rápida politización, que se expresó en la factura de dos órganos independientes de breve existencia –la revista Nuestra Época, en 1918, y el diario La Razón, un año después–, y que tuvo como símbolo exterior mayor la renuncia pública al seudónimo Juan Croniqueur con que había dado a conocer su labor periodística y sus tentativas literarias, determinó en octubre de 1919 su salida obligada del Perú, junto a su compañero de andanzas César Falcón, a manos del presidente autocrático Augusto B. Leguía.
Fue entonces, en el periplo europeo que se extendió hasta 1923, cuando acabó de fraguarse en Mariátegui esa orientación que ya no habría de abandonarlo, la de un socialismo cosmopolita. “He hecho en Europa mi mejor aprendizaje”, escribió al inicio de los 7 ensayos, en referencia a los años pasados en Italia y otros países lindantes.[24] El viaje abrió la vía definitiva de escape de ese ambiente limitado y tedioso, e incentivó en él un insaciable deseo de mundo.[25] Y junto con ese apetito, afianzó de modo indeleble su credo socialista. Pero si todo ello fue así, fue porque su travesía le proveyó no solamente un abanico de nuevos saberes e incitaciones, sino también una toma de conciencia del quiebre epocal trascendental al que se asistía. También a Mariátegui, como él mismo escribiría acerca del líder chino Sun Yat Sen, “la Revolución Rusa […] lo iluminó sobre el sentido y alcance de la crisis contemporánea”.[26] Desde entonces, socialismo y cosmopolitismo estuvieron en permanente retroalimentación: si el primero marcaba en el triunfo bolchevique el inicio de la era de la revolución mundial y del avance impetuoso del proletariado internacional, y como tal habilitaba un campo visual en el que ingresaba una miríada de objetos culturales y sucesos políticos de todas las latitudes, el segundo demandaba hurgar en la literatura, el psicoanálisis, las artes plásticas, el cine y otros fenómenos de la modernidad para detectar claves culturales capaces de echar luz sobre la situación de las fuerzas socialistas.[27]
A esa tarea se entregó Mariátegui con afán pedagógico una vez regresado de Europa en 1923. En primer lugar, con la serie de conferencias sobre la “crisis mundial” que dictó en la Universidad Popular de Lima (que sus hijos habrían de publicar como uno de los tomos de la edición popular de sus obras desde fines de los años cincuenta). Ante un abarrotado público de obreros y estudiantes, en la primera de esas presentaciones explicitó el cometido de su empresa: “Presentar al pueblo la realidad contemporánea, explicar[le] que está viviendo una de las horas más grandes y trascendentales de la historia, contagiar[le] la fecunda inquietud que agita actualmente a los demás pueblos civilizados del mundo”. Sus conferencias tenían un destinatario especial: “Nadie más que los grupos proletarios de vanguardia necesitan estudiar la crisis mundial”.[28]
Pero esos objetivos se veían facilitados por el surgimiento de una opinión pública globalizada, cuya materialización reciente Mariátegui describía con singular entusiasmo:
El progreso de las comunicaciones ha conectado y ha solidarizado hasta un grado inverosímil la actividad y la historia de las naciones. […] Una de las características de nuestra época es la rapidez, la velocidad con que se propagan las ideas, con que se transmiten las corrientes del pensamiento y la cultura. Una idea nueva, brotada en Inglaterra, no es una idea inglesa, sino el tiempo que sea necesario para que sea impresa. Una vez lanzada al espacio por el periódico[,] si traduce alguna verdad universal, puede transformarse instantáneamente en una idea universal también. ¿Cuánto habría tardado Einstein en otro tiempo para ser popular en el mundo? En estos tiempos, la teoría de la relatividad […] ha dado la vuelta al mundo en poquísimos años. Todos estos hechos son otros tantos signos del internacionalismo y de la solidaridad de la vida contemporánea.[29]
Y es que, como aseguraba entonces el socialista confeso que ya era Mariátegui, “el internacionalismo no es solo un ideal; es una realidad histórica”.[30] Es decir, no solamente un horizonte estratégico para el proletariado, sino un aspecto constitutivo del paisaje contemporáneo que se abría ante sus ojos. El peruano parecía así recoger (y, en cierto sentido, actualizar) la perspectiva de Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, cuando señalaban que “mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía ha dado un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países”.[31] Solo que, prolongando esa clave –la de dar un sustrato material y corpóreo a la tradición del cosmopolitismo filosófico que remite a Kant, como propone en la actualidad el geógrafo marxista David Harvey–,[32] para Mariátegui eran la fisonomía que adquiría la prensa moderna y las dinámicas mundiales emergentes en la arena de la comunicación las que disponían ese novedoso escenario. Desde esa posición, en muchos de los cientos de ensayos que escribió para las revistas de actualidad de Lima de 1923 al momento de su muerte en 1930, Mariátegui no solo se mostró como un avezado comentador del panorama político y de las más sofisticadas expresiones estéticas de su tiempo, sino también de facetas de lo que Renato Ortiz denominó “cultura internacional-popular”.[33] Así, en esos textos pueden leerse retratos de celebrities como Isadora Duncan, Charles Chaplin o la actriz italiana Francesca Bertini,[34] o de intelectuales de renombre mundial como el francés Romain Rolland o el indio Rabindranath Tagore.
El conjunto de ensayos que compone la obra madura de Mariátegui puede leerse entonces como una