El superfascismo, el ultrafascismo, o como quiera llamársele, no tiene un solo matiz. Va del fascismo rasista o escuadrista de Farinacci al fascismo integralista de Michele Bianchi y Curzio Suckert. Farinacci encarna el espíritu de las escuadras de “camisas negras” que, después de entrenarse truculentamente en los raids punitivos contra los sindicatos y las cooperativas socialistas, marcharon sobre Roma para inaugurar la dictadura fascista. Farinacci es un hombre tempestuoso e incandescente a quien no le interesa la teoría, sino la acción. Es el tipo más genuino del ras fascista. Tiene en un puño a la provincia de Cremona, donde dirige un diario, Cremona Nuova, que amenaza consuetudinariamente a los grupos y políticos de oposición con una segunda “oleada” fascista. La primera “oleada” fue la que condujo a la conquista de Roma. La segunda “oleada”, según el léxico acérrimo de Farinacci, barrería a todos los adversarios del régimen fascista en una noche de San Bartolomé. Ex ferroviario, ex socialista, Farinacci tiene una psicología de agitador y de condottiere. En sus artículos y en sus discursos anda a cachiporrazos con la gramática. La prensa de oposición remarca frecuentemente esta característica de su prosa. Farinacci confunde en el mismo odio feroz la democracia, la gramática y el socialismo. Quiere ser, en todo instante, un genuino camisa negra. Más intelectuales, pero no menos apocalípticos que Farinacci, son los fascistas del diario L’Impero de Roma. Dirigen este diario dos escritores procedentes del futurismo, Mario Carli y Emilio Settimelli, que invitan al fascismo a liquidar definitivamente el régimen parlamentario. L’Impero es delirantemente imperialista. Armada del hacha del lictor, la Italia fascista tiene, según L’Impero, una misión altísima en el actual capítulo de la historia del mundo. También preconiza L’Impero la segunda oleada fascista. Michele Bianchi y Curzio Suckert son los teóricos del fascismo integral. Bianchi bosqueja la técnica del Estado fascista que concibe casi como un trust vertical de sindicatos o corporaciones. Suckert, director de La Conquista dello Stato, discurre filosóficamente.
Con esta tendencia convive, en el partido fascista, una tendencia moderada, conservadora, que no reniega el liberalismo ni el Renacimiento, que trabaja por la normalización del fascismo y que pugna por encarrilar el gobierno de Mussolini dentro de una legalidad burocrática. Forman el núcleo de la tendencia moderada los antiguos nacionalistas de L’Idea Nazionale absorbidos por el fascismo a renglón seguido del golpe de Estado. La ideología de estos nacionalistas es más o menos la misma de la vieja derecha liberal. Pávidos monarquistas, se oponen a que el golpe de Estado fascista comprometa en lo menor las bases de la monarquía y del Estatuto. Federzoni, Paolucci representan esta zona templada del fascismo.
Pero, por su mentalidad, por su temperamento y por sus antecedentes, los fascistas del tipo de Federzoni y de Paolucci son los que menos encarnan el verdadero fascismo. Se trata, en su caso, de prudentes y mesurados conservadores. Ningún romanticismo exorbitante, ninguna desesperada nostalgia del Medioevo los saca de quicio. No tienen psicología de condottieri. Farinacci, en cambio, es un ejemplar auténtico de fascista. Es el hombre de la cachiporra, provinciano, fanático, catastrófico, guerrero, en quien el fascismo no es un concepto, no es una teoría, sino, tan solo, una pasión, un impulso, un grito, un alalà!
Los nuevos aspectos de la batalla fascista
El fascismo es la Reacción, como casi todos lo saben o casi todos creen saberlo. Pero la compleja realidad del fenómeno fascista no se deja captar íntegramente en una definición simplista y esquemática. El Directorio también es la Reacción.[12] Y, sin embargo, no se puede estudiar la Reacción en el Directorio como en el fascismo. No solo por desdén de la estupidez fanfarrona y condecorada de Primo de Rivera y de sus secuaces. No solo por la convicción de que estos mediocrísimos tartarines[13] son demasiado insignificantes y triviales para influir en el curso de la historia. Sino, sobre todo, porque el fenómeno reaccionario debe ser considerado y analizado ahí donde se manifiesta en toda su potencia, ahí donde señala la decadencia de una democracia antes vigorosa, ahí donde constituye la antítesis y el efecto de un extenso y profundo fenómeno revolucionario.
En Italia, la Reacción nos ofrece su experimento máximo y su máximo espectáculo. El fascismo italiano representa, plenamente, la antirrevolución o, como se prefiera llamarla, la contrarrevolución. La ofensiva fascista se explica, y se cumple, en Italia, como una consecuencia de una retirada o una derrota revolucionaria. El régimen fascista no se ha incubado en un casino. Se ha plasmado en el seno de una generación y se ha nutrido de las pasiones y de la sangre de una espesa capa social. Ha tenido, cual animador, cual caudillo, a un hombre del pueblo, intuitivo, agudo, vibrante, ejercitado en el dominio y en el comando y en la seducción de la muchedumbre, nacido para la polémica y para el combate y que, excluido de las filas socialistas, ha querido ser el condottiere, rencoroso e implacable, del antisocialismo y ha marchado a la cabeza de la antirrevolución con la misma exaltación guerrera con que le habría gustado marchar a la cabeza de la revolución. El régimen fascista, finalmente, ha sustituido en Italia a un régimen parlamentario y democrático mucho más evolucionado y efectivo que el asaz embrionario y ficticio liquidado, o simplemente interrumpido, en España, por el general Primo de Rivera. En la historia del fascismo, en suma, se siente latir activa, compacta y beligerante la totalidad de las premisas y de los factores históricos y románticos, materiales y espirituales de una antirrevolución. El fascismo se formó en un ambiente de inminencia revolucionaria –ambiente de agitación, de violencia, de demagogia y de delirio– creado física y moralmente por la guerra, alimentado por la crisis posbélica, excitado por la Revolución Rusa. En este ambiente tempestuoso, cargado de electricidad y de tragedia, se templaron sus nervios y sus bastones, y de este ambiente recibió la fuerza, la exaltación y el espíritu. El fascismo, por el concurso de estos varios elementos, es un movimiento, una corriente, un proselitismo.
El experimento fascista, cualquiera que sea su duración, cualquiera que sea su desarrollo, aparece inevitablemente destinado a exasperar la crisis contemporánea, a minar las bases de la sociedad burguesa, a mantener la inquietud posbélica. La democracia emplea contra la revolución proletaria las armas de su criticismo, su racionalismo, su escepticismo. Contra la revolución moviliza a la Inteligencia e invoca la Cultura. El fascismo, en cambio, al misticismo revolucionario opone un misticismo reaccionario y nacionalista. Mientras los críticos liberales de la Revolución Rusa condenan en nombre de la civilización el culto de la violencia, los capitanes del fascismo lo proclaman y lo predican como su propio culto. Los teóricos del fascismo niegan y detractan las concepciones historicistas y evolucionistas que han mecido, antes de la guerra, la prosperidad y la digestión de la burguesía y que, después de la guerra, han intentado renacer reencarnadas en la Democracia y en la Nueva Libertad de Wilson y en otros evangelios menos puritanos.
El misticismo reaccionario y nacionalista, una vez instalado en el poder, no puede contentarse con el modesto oficio de conservar el orden capitalista. El orden capitalista es demoliberal, es parlamentario, es reformista o transformista. Es, en el terreno económico o financiero, más o menos internacionalista. Es, sobre todo, un orden consustancial con la vieja