La nueva orientación de la Inteligencia italiana es una señal, un indicio de un fenómeno más hondo. No es para el fascismo un hecho grave en sí, sino como parte de un hecho mayor. La pérdida o la adquisición de algunos poetas, como Sem Benelli, carece de importancia tanto para la Reacción como para la Revolución. La inteligencia, la artecracia no han reaccionado contra el fascismo antes que las categorías sociales, dentro de las cuales están incrustadas, sino después de estas. No son los intelectuales los que cambian de actitud ante el fascismo. Es la burguesía, la banca, la prensa, etc., etc., la misma gente y las mismas instituciones cuyo consenso permitieron hace tres años la marcha a Roma. La Inteligencia es esencialmente oportunista. El rol de los intelectuales en la historia resulta, en realidad, muy modesto. Ni el arte ni la literatura, a pesar de su megalomanía, dirigen la política; dependen de ella, como otras tantas actividades menos exquisitas y menos ilustres. Los intelectuales forman la clientela del orden, de la tradición, del poder, de la fuerza, etc., y, en caso necesario, de la cachiporra y del aceite de ricino. Algunos espíritus superiores, algunas mentalidades creadoras escapan a esta regla; pero son espíritus y mentalidades de excepción. Gente de clase media, los artistas y los literatos no tienen generalmente ni aptitud ni élan revolucionarios. Los que actualmente osan insurgir contra el fascismo son totalmente inofensivos. La Liga Itálica de Sem Benelli, por ejemplo, no quiere ser un partido, ni pretende casi hacer política. Se define a sí misma como “un vínculo sacro para desenvolver su sacro programa: por el Bien y el Derecho de la Nación Itálica: por el Bien y el Derecho del hombre itálico”. Este programa puede ser muy sacro, como dice Sem Benelli; pero es, además, muy vago, muy gaseoso, muy cándido. Sem Benelli, con esa nostalgia del pasado y ese gusto de las frases arcaicas, tan propios de los poetas mediocres de hoy, va por los caminos de Italia diciendo como un gran poeta de ayer: Pace, pace, pace!.[8] Su impotente consejo llega con mucho retardo.
La teoría fascista
La crisis del régimen fascista, precipitada por el proceso Matteotti, ha esclarecido y precisado la fisonomía y el contenido del fascismo.
El partido fascista, antes de la marcha a Roma, era una informe nebulosa. Durante mucho tiempo no quiso calificarse ni funcionar como un partido. El fascismo, según muchos “camisas negras” de la primera hora, no era una facción, sino un movimiento. Pretendía ser, más que un fenómeno político, un fenómeno espiritual y significar, sobre todo, una reacción de la Italia vencedora de Vittorio Veneto contra la política de desvalorización de esa victoria y sus consecuencias.[9] La composición, la estructura de los fasci explicaban su confusionismo ideológico. Los fasci reclutaban a sus adeptos en las más diversas categorías sociales. En sus rangos se mezclaban estudiantes, oficiales, literatos, empleados, nobles, campesinos, y aun obreros. La plana mayor del fascismo no podía ser más policroma. La componían disidentes del socialismo como Mussolini y Farinacci; ex combatientes, cargados de medallas, como Igliori y De Vecchi; literatos futuristas exuberantes y bizarros como Filippo Marinetti y Emilio Settimelli; ex anarquistas de reciente conversión como Massimo Rocca; sindicalistas como Cesare Rossi y Michele Bianchi; republicanos mazzinianos como Casalini; fiumanistas como Giunta y Giuriati; y monarquistas ortodoxos de la nobleza adicta a la dinastía de Saboya. Republicano, anticlerical, iconoclasta en sus orígenes, el fascismo se declaró más o menos agnóstico ante el régimen y la Iglesia cuando se convirtió en un partido.
La bandera de la patria cubría todos los contrabandos y todos los equívocos doctrinarios y programáticos. Los fascistas se atribuían la representación exclusiva de la italianidad. Ambicionaban el monopolio del patriotismo. Pugnaban por acaparar para su facción a los combatientes y mutilados de la guerra. La demagogia y el oportunismo de Mussolini y sus tenientes se beneficiaron, ampliamente, a este respecto, de la maldiestra política de los socialistas, a quienes una insensata e inoportuna vociferación antimilitarista había enemistado con la mayoría de los combatientes.
La conquista de Roma y del poder agravó el equívoco fascista. Los fascistas se encontraron flanqueados por elementos liberales, democráticos, católicos, que ejercitaban sobre su mentalidad y su espíritu una influencia cotidiana enervante. En las filas del fascismo se enrolaron, además, muchas gentes seducidas únicamente por el éxito. La composición del fascismo se tornó espiritual y socialmente más heteróclita. Mussolini no pudo, por esto, realizar plenamente el golpe de Estado. Llegó al poder insurreccionalmente; pero buscó, enseguida, el apoyo de la mayoría parlamentaria. Inauguró una política de compromisos y de transacciones. Trató de legalizar su dictadura. Osciló entre el método dictatorial y el método parlamentario. Declaró que el fascismo debía entrar cuanto antes en la legalidad. Pero esta política fluctuante no podía cancelar las contradicciones que minaban la unidad fascista. No tardaron en manifestarse en el fascismo dos ánimas y dos mentalidades antitéticas. Una fracción extremista o ultraísta propugnaba la inserción integral de la revolución fascista en el Estatuto del Reino de Italia. El Estado demoliberal debía, a su juicio, ser reemplazado por el Estado fascista. Una fracción revisionista reclamaba, en tanto, una rectificación más o menos extensa de la política del partido. Condenaba la violencia arbitraria de los ras de provincias. Los ras, como se designa a los jefes o condottieri regionales del partido fascista, ejercían sobre las provincias una autoridad medieval y despótica. Contra el rasismo, contra el escuadrismo, insurgían los fascistas revisionistas. El más categórico y autorizado líder revisionista, Massimo Rocca, sostuvo ardorosas polémicas con los líderes extremistas. Esta polémica tuvo vastas proyecciones. Se quiso fijar y definir, de una y otra parte, la función y el ideario del fascismo. El fascismo, que hasta entonces no se había cuidado sino de ser acción, empezaba a sentir la necesidad de ser también una teoría. Curzio Suckert[10] asignaba al fascismo un ánima católica, medieval, antiliberal, antirrenacentista. El espíritu del Renacimiento, el protestantismo, el liberalismo era descripto como un espíritu disolvente, nihilista, contrario a los intereses espirituales de la italianidad. Los fascistas no reparaban en que, desde sus primeras aventuras, se habían calificado, ante todo, como asertores de la idea de la nación, idea de claros orígenes renacentistas. La contradicción no parecía embarazarlos sobremanera. Mario Pantaleoni y Michele Bianchi hablaban, por su parte, del proyectado Estado fascista como un Estado sindical. Y los revisionistas, de su lado, aparecían teñidos de un vago liberalismo. Las tesis de Massimo Rocca suscitaron la protesta de todos los extremistas. Y Massimo Rocca fue exconfesado oficialmente por la secta fascista como un hereje peligroso. Mussolini no se mezclaba en estos debates. Ausente de la polémica, ocupaba virtualmente en el fascismo una posición centrista. Interrogado, cuidaba de no comprometerse con una respuesta demasiado precisa. “Después de todo, ¿qué importa el contenido teórico de un partido? Lo que le da la fuerza y la vida es su tonalidad, es su voluntad, es el ánima de aquellos que lo constituyen”.
Cuando el trabajo de definición del fascismo había llegado a este punto, sobrevino el asesinato de Matteotti. Al principio Mussolini anunció la intención de depurar las filas fascistas. Esbozó, en un discurso en el Senado, bajo la presión de la tempestad desencadenada por el crimen, un plan de política normalizadora. A Mussolini le urgía en ese instante satisfacer a los elementos liberales que sostenían su gobierno. Pero todos sus esfuerzos por domesticar la opinión pública fracasaron. El fascismo comenzó a perder sus simpatizantes y sus aliados. Las defecciones de los elementos liberales y democráticos que, en un principio, por miedo a la revolución socialista, lo habían flanqueado y sostenido aislaron gradualmente de toda opinión no fascista al gobierno de Mussolini. Este aislamiento empujó al fascismo a una posición cada día más beligerante.