Un diccionario sin palabras. Jesús Ramírez-Bermúdez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jesús Ramírez-Bermúdez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9786078667758
Скачать книгу
que estoy oyendo es su voz.

      La saludo y me devuelve unas palabras de cortesía; le hago algunas preguntas acerca de su viaje a Monterrey y su relato es sencillo pero correcto. Detecto algunas fallas menores en la pronunciación de algunas palabras, y en un par de momentos repite algunas sílabas, comete errores gramaticales, pero en general es fácil comprenderla y ella me entiende también. Miro desconcertado a su madre y a Oswaldo, y explota la emoción grupal. Celebramos el cambio drástico; hago muchas preguntas, pero el hecho es simple: en los últimos meses el lenguaje ha mejorado notablemente; los defectos no son fáciles de percibir ahora, ¡hay que poner atención para definirlos! La mejoría ha sido gradual y constante en los dominios del habla, la escritura, la lectura, la comprensión del lenguaje hablado. Al parecer el inglés se recuperó un poco antes que el español. Sin duda es otra variante desconocida (para mí) del fenómeno conocido como afasia del políglota.

      Su comportamiento ha ganado organización y autocontrol de una manera igualmente notable. Seguimos hablando un buen rato; me entero de que ella planea regresar a su trabajo como administradora de un hotel en el centro de la ciudad; más aún, ella y Oswaldo tienen planes de casarse; bromean un poco sobre los detalles de la boda. Oswaldo está frente a mí, con un gesto de confianza en sí mismo, ¿satisfecho? Lo encuentro de pie, apoyando el hombro derecho en el marco de la puerta, jugando con las manos mientras piensa (imagino) que Diana es y será siempre su mujer, y en un futuro próximo, la madre de sus niños.

      La señora Casanova nos mira a los tres; autoriza la escena: nos ve confirmando con resignación serena la validez del acontecimiento; a pesar del panorama sombrío que descendió a su vida como secuela de la catástrofe, ahora nos observa involucrados en la conversación, usando las manos como si intentáramos hablar con ellas. Así la imagino: superado el asunto del habla, nos contempla en una película muda y atiende a la mímica de la comunicación, que pasa de unos a otros; codificamos juntos los estados mentales del intelecto, del afecto, procreamos signos en el aire con la motricidad cambiante. Pero, ¿cómo diríamos lo que expresamos ahora si no tuviéramos palabras? Si todos fuéramos afásicos, como lo fue antes Diana, ¿podríamos aprender el lenguaje de señas de los sordomudos? ¿Contaríamos nuestra historia como lo hizo el personaje de Ítalo Calvino en El castillo de los destinos entrecruzados, mediante el ordenamiento secuencial de unas cartas de Tarot? En su relato, un viajero se pierde en el bosque y descubre en una taberna que ha perdido el habla, descubre que todos los viajeros también. El dueño de la taberna aparece y trae consigo una pila de cartas y las pone en la mesa. La única solución frente al mutismo inexplicable consiste en tirar la baraja, lentamente, para revelar cartas, una tras otra, para comunicar la historia que los llevó a perderse en el bosque. Pero, ¿es posible decir cualquier cosa con cartas de Tarot, con imágenes fotográficas, con cine mudo, con pintura?

      DICIEMBRE, 2013

      En casa los niños duermen. Julián me ha pedido que lo despierte a las cuatro de la mañana para despedirse, y tal vez para deslizarse al escritorio de los juegos mitológicos. En los últimos años dedica horas enteras a elaborar historias, frente a la computadora, en el mundo de los videojuegos. A veces convierte esas ficciones en cuadernos llenos de letras, dispuestos para la imaginación, o en prototipos de novela gráfica. Me pregunto si su universo de mitologías personales tomará al final la forma de las palabras o las imágenes. ¿Usará un lenguaje capaz de combinar ambos sistemas de comunicación?

      Pienso en Italo Calvino, cuando narra su duelo por las historias hechas de dibujos: frente a las historietas publicadas en el periódico, Calvino (un niño que no sabía leer) construía ficciones con una rapidez vertiginosa. No necesitaba palabras. Le bastaban los dibujos. Elaboraba variantes de la historieta, interpretaba las escenas de muchas maneras, imaginaba relatos derivados de la trama principal, donde los personajes secundarios se convertían en personajes relevantes. Aprender a leer tuvo un efecto traumático, según lo narra en sus Seis propuestas para el próximo milenio: el orden secuencial obligatorio del lenguaje escrito forzaba una interpretación unívoca de las imágenes. Antes podía leer en cualquier dirección. Ahora debía hacerlo de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo. Descubrió, por así decirlo, el orden tiránico de la causalidad: esa lamentable dimensión donde ponemos nuestras vidas en escena, del pasado al futuro, sin enmendaduras, sin retroceso, sin una goma o corrector para borrar nuestras acciones desafortunadas. Calvino aprendió el orden secuencial de la escritura, como quien aprende el orden lineal de una realidad física marcada por la causalidad. Su proyecto narrativo intenta recuperar las posibilidades interminables de aquella ficción infantil, multidireccional, hecha de imágenes.

      Vivo a mi manera el duelo por las imágenes. De niño, escribía y dibujaba historias en el lenguaje de los cómics. A los doce años tuve que elegir, como lo hizo mi padre en su momento, entre palabras o imágenes. No tenía tiempo de profundizar en ambos lenguajes y de seguir adelante con mi carrera escolar. Escogí las palabras. El resultado, ahora, es un ensayo sobre la pérdida del lenguaje.

      Tomo el avión antes del amanecer. Me transporta a la urbe donde ha comenzado este ensayo: los desiertos del norte, la cadena montañosa donde emerge Monterrey. Miro hacia abajo por la ventana. No puedo ver el mosaico de colores secos donde termina la selva central del país, pues una superficie curva formada por nubes crepusculares invade mi conciencia: me reconforto en el asiento y atiendo al espectáculo de luz: mi reflexión sería menos melancólica si la práctica médica fuera como este día: una transición desde el desierto hacia un panorama blanco penetrado por el sol.

      Tras la recuperación de Diana me impregné de un optimismo ingenuo. A pesar de la gravedad de la lesión cerebral, mi paciente recuperó el lenguaje y su capacidad de trabajo; un improbable espectáculo de solidaridad humana la mantuvo junto a su pareja. La bienaventuranza de Diana me ayudó a enfrentar los casos difíciles del hospital, con un ligero exceso de confianza y una convicción extravagante a los ojos de mis colegas. ¿Se trataba de un sentimiento de fe clínica? Al contemplar mis recuerdos, admito que no era prisionero de una fe religiosa o dependiente de un poder sobrenatural: simplemente defendía una convicción: las adversidades pueden superarse, y puede ser útil la capacidad para captar detalles imprevistos de la circunstancia. Algunos meses después tuve la oportunidad de poner a prueba el significado de mi optimismo, en ese margen estrecho que separa al valor de la imprudencia.

      DICIEMBRE, 2009

      He recibido una nota del jefe de consulta externa. Me pide atender a una mujer llamada Amanda Sánchez Muñoz, quien gritó palabras incomprensibles a su madre y la derribó en la sala de espera de nuestro hospital. Una enfermera intentó calmarla. Amanda se incorporó rápidamente y la enfrentó con ferocidad. Frente a dos policías de rostro severo, Amanda guardó silencio y se refugió en su asiento, cabizbaja, pero se negó a entrar al consultorio cuando llegó su turno.

      –Si no quiere entrar a consulta, no podemos atenderla –explicó la enfermera, pero Amanda permaneció inmóvil, con el rostro desfigurado por la ira. Su madre mostró una carta del Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino, según la cual Amanda padece una grave condición neurológica, problemas de comportamiento, y varios intentos de suicidio de alta letalidad. La hoja de referencia dice literalmente que:

      La paciente tiene antecedentes de un trastorno por déficit de atención y de un trastorno limítrofe de la personalidad, y cursa actualmente con un trastorno orgánico de la personalidad.

      La enfermera explicó el problema al médico que esperaba impaciente en el consultorio once y, a pesar de los (¿mejores?) oficios del joven doctor para convencerla, Amanda se negó a ser atendida. El asunto fue turnado entonces al jefe de la consulta externa, quien redactó la nota dirigida a mi oficina. Ahora la madre de Amanda me espera al otro lado de la puerta.

      DICIEMBRE 9, 2009

      Viene sola. Prefiere tener esta conversación en privado para comentar problemas de Amanda que me darán una mejor perspectiva del caso: necesita quejarse sin testigos o entrometidos.

      –Estela Muñoz, para servirle –se presenta conmigo al entrar a consulta.

      Hago lo mismo y paso al problema tan rápido como puedo.