En ese peregrinaje, algunas viajeras militantes impusieron el aborto voluntario en la agenda del activismo feminista local. La cuestión más gravitante era densificar el concepto de las políticas del cuerpo y el derecho a decidir, en debates relacionados con la sexualidad desligada del campo médico. Después de mucho investigar se sabe de buena tinta que la tecnología de la traducción encierra diversas espesuras, voces y matices: entre ello, encarna un sentido heterocolonial. En ese aspecto, a la hora de replicar producciones posiblemente se hayan expandido discursos que reposan en la consabida premisa “el saber es poder”. La producción suponía un desplazamiento, el tránsito de una realidad cultural a un contexto nuevo, un abrirse camino a través de la escritura. Ahora bien: una forma de tomar las riendas ha sido dilucidar lo que establecen alejandra ciriza y Rodríguez Agüero sobre ciertas especificidades de la traducción: “Se halla ligada, en realidad, más que al traspaso de una lengua a otra, a condiciones materiales que establecen relaciones asimétricas que marcan los intercambios culturales”. (7)
Por lo tanto, siguiendo esta línea de pensamiento, al instante de traducir un texto, en especial cuando se llevaba a cabo entre Norte-Sur, se ponían en juego mutaciones conceptuales, ruidos y mecanismos de poder culturales y políticos. No obstante, sin omitir la violencia de la conquista que desata el hecho de jerarquizar un saber de supremacía sobre otro colonizado, importa rescatar de nuestras viajeras militantes el arrojo de sus osadías al abrir un camino imposible de desandar, tal como fue la demanda del aborto libre y gratuito, escoltada por voces propias y también ajenas. Se las invitaba a colocar en palabras el registro de la desigualdad y la opresión de sus pares, en una sociedad convulsionada y frente a una coyuntura histórica particular, como fueron los años 70. Ese discurso anclado en el cuerpo y en la sexualidad, tal vez por el contexto histórico, no levantaba polvareda ni crucifijos en nuestro país. No se decía sí, pero tampoco no.
Es probable que, desde el presente, las malas lenguas caratulen a las viajeras militantes como señoras aristócratas, símbolos de un feminismo de ricas que se arrojaban a probar aventuras en las grandes ciudades, con viajes de coleccionistas y objetos suntuarios al estilo de los rancios conquistadores, o de iniciación cultural dentro de los cánones de una elite. Al contrario, se podría pensar que ellas ofrecían una perspectiva distinta e imponían un modelo que se encontraba lejos de lo convencional. No cabe duda de que administraban recursos económicos y relacionales que les permitían otras correrías más cercanas al modelo de su época y de su comunidad de pertenencia. Mejor dicho: disponían de un habitus cultural y social, como el sociólogo Pierre Bourdieu denomina al conjunto de esquemas generativos a partir de los cuales los sujetos perciben el mundo y actúan en él. Esos contactos con las capitales no servían para un interés personal, mezquino y acumulativo. Todo lo contrario, las relaciones las llevaban directo a los escritos que luego ponían al servicio de quienes los quisiesen. Con sus aportes aparecían los discursos gestados desde una coyuntura histórica y permitían destapar cabezas con la misma rapidez y eficacia con que se descorcha una botella de champagne. Hacían lo que hacían sin titubeos ni escondrijos.
Pero, a la vez, y como nadie es de bronce, seguramente entre bambalinas armarían juegos de poder, ejercerían arbitrariedades y exclusiones, levantarían posiciones eurocentristas y de un centralismo porteño. No obstante, ello no ensombrece la labor estratégica y la apuesta desafiante de haber sido mensajeras, de haber tendido un puente entre mundos feministas en contextos y condiciones tan desiguales. Pudieron apropiarse de escritos y pensamientos y “versionaron” las obras de gran vuelo filosófico porque estaban empeñadas en su difusión. La travesía por ese “mundo letrado” no era para ellas una experiencia desconocida, ya que se vinculaba de manera directa con sus propias historias, familiarmente unidas al universo artístico y cultural.
Respecto de la forma concreta que tomaron esos pensamientos y convicciones, cuenta Leonor Calvera: “En panfletos, en hojas sueltas, en boletines se iban esbozando las grandes lineamientos del nuevo feminismo. En papeles mimeografiados, en páginas escritas a máquina y luego fotocopiadas. Artículos, pequeñas antologías, encuestas mínimas, conferencias, epistolario… A mitad de camino entre el boletín y la hoja suelta y la decantación del libro, la revista ofrece condiciones óptimas para exponer ideas, hacer propaganda y unirse colectivamente… Llega a su expresión más plena en la edición de libros”. (8)
Por lo tanto, se sentían hermanadas en la lucha feminista desatada en los distintos continentes. Quizás para las viajeras militantes no representaba un punto de inflexión en el que sus aconteceres y pareceres se sostuviesen en el marco de relaciones asimétricas entre regiones, lenguas, culturas y clases. De igual modo, no solo “tomaban conocimiento” sino que además tomaban parte. Leían y prologaban, accedían a los libros y a la vez traducían, traían y los hacían circular; es decir, llegaban al saber y lo reproducían con gestos de apropiación, hacían para sí y también para otras.
Mientras el modo clásico de la intervención política se restringía a la agitación colectiva, del tipo de “poner el cuerpo en el espacio público”, en estas mujeres, en cambio, el compromiso se encarnó a partir de la práctica del oficio de escritoras, editoras, cineastas, académicas, periodistas y traductoras. Concebían la política de otra manera, desde su especificidad, desde un ámbito particular, con el ánimo de globalizar ideas y hacer rodar obras que alimentaban y dinamizaban la vida cultural de entonces.
ADELANTADAS A SU TIEMPO
Con la dinámica del proceso periodístico-cultural, al estilo de las publicaciones Time y Le Monde, los medios de comunicación hacían lo suyo: las conectaban con el afuera y enfatizaban su nuevo rol, el de “lectoras persuadidas”. Tal vez las mujeres de ese presente fueran pensadas como consumidoras de bienes culturales dentro de la lógica de un mercado editorial en expansión. Apuntaban a un público inquieto al que se le ofrecía distinguirse, capaz de apreciar las novedades estéticas y la apertura cultural. El desembarco de los nuevos emprendimientos editoriales y los cambios en las estrategias periodísticas promovieron una sacudida en la comunicación escrita. Para desencadenar primicias resultaba primordial un número de plumas femeninas con amplitud de pareceres que escribieran y firmaran en las publicaciones más encumbradas de ese ciclo.
Hasta entonces, la mayoría de las periodistas trabajaban en revistas femeninas tradicionales y en los suplementos culturales de los diarios en carácter de colaboradoras free lance. A partir de ese momento, se incorporaron no solo por su capacidad de adaptación a nacientes parámetros sino también por su identificación con el proyecto que auspiciaban. Así, ciertos medios gráficos de la época acompañaron el proceso de modernización de las mujeres en su avance por conquistar nuevos dominios tanto en el terreno político, intelectual como sexual. Los medios de comunicación, en especial la prensa gráfica, con los límites impuestos por el mercado en una etapa de florecimiento del consumo de masas, supieron ser voceros de estas nuevas expresiones que justamente emergían más como un fenómeno inducido por la onda expansiva del feminismo internacionalista que por la radicalización del nuestro.
Cabe recordar que la influencia del MLM suponía gestos soberanos también para aquellas que posiblemente no se reconocían dentro de la oleada del activismo pero que en sus vidas cotidianas y amorosas ponían en práctica los llamados del feminismo que se habían esparcido sorteando todo tipo de murallas. Así, hasta las publicaciones más tradicionales –las que estaban al servicio de patrullar el régimen del orden– debieron remozarse. Es cierto que el mercado exigía ese registro para multiplicar el margen de lectoras. Otra de las novedades que se registraron a lo largo del período fue el caso de las periodistas corresponsales