Es el mismo argumento usado en Turquía para defender sus propias ancestrales marionetas de sombra, donde los títeres o marionetas no están hechos de cuero opaco como las javanesas, sino de cuero transparente, tipo pergamino. En Java estas figuras son clásicas. Me sorprendió encontrarlas en Estambul aunque no las vi en escena, por lo que compré el libro gracias al cual aprendí que el pequeño títere de sombra que tengo, de rostro grotesco, animal, y caras humanas estampadas como máscaras en rodillas y codos, es un duende o djinn, una de esas figuras compuestas llamadas Göstermelik. En Turquía el teatro de sombras lleva el nombre de su personaje principal, Karagöz. Debe de haber llegado allí, vía la India e Indonesia, desde la China, donde el teatro de sombras es milenario. En la China las encontré en el mercado de Xian, al pie de la Torre de los Gongs y en las inmediaciones de las figuras de terracota del mausoleo de Qin Shi Huang. Estas imágenes planas y caladas pueden ser las hermanas muy evolucionadas de aquellas sombras chinescas de nuestra infancia, hechas solo con las manos.
En Java existen en menor grado las marionetas de madera, vestidas con telas como las tan artísticamente manipuladas en Myanmar. De allí a la máscara, un solo paso. Es otra forma del wayang, el wayang topeng, y los rostros son pequeños y estilizados, de muy sutil nariz, breves incisiones bajo los ojos para poder ver, y casi siempre con corona tallada en la misma madera. En Java conocí las máscaras de batik, finamente “tatuadas”, que expuestas en la casa prometen protección, paz y felicidad a sus moradores.
Son muchas las culturas que cuelgan en la casa una máscara, sobre todo a la entrada, para impedir el paso a los demonios. Yo sigo el buen ejemplo, por si acaso.
Durante los tres días de ese arduo viaje en coche hasta alcanzar la costa frente a Bali, Java nos fue abriendo su caja de sorpresas. Y encontramos regalos. Uno de esos fue fue la vista desde el coche de campesinos con máscaras de colores tipo pasamontañas, o mejor dicho con pasamontañas tejidos como muy coloridas máscaras; hombres y mujeres labrando la tierra. Pero no era tierra y me recordaron, en el primer golpe de vista, a los collas que suben a la alta montaña a buscar hielo festejando el Apu de las Nieves. Porque blanco era el territorio: los campesinos estaba cosechando la sal de mar depositada en piletones, y llevaban la cara cubierta para protegerse del brutal reflejo del sol sobre el manto blanco e iridiscente.
Y así, de sorpresa y sorpresa llegamos al ferry, cruzamos el breve estrecho a Bali y enfilamos a Ubud, la zona más pura y más sagrada de la isla, en pos del hostal en medio de los arrozales, pero el paisaje ya no era el mismo. Como hongos y en apenas dos años le habían crecido más hotelitos o pensiones al místico lugar que yo había conocido en mi viaje anterior. Por lo tanto decidimos buscar alojamiento en el pueblo.
La sorpresa
Al llegar al Café Lotus, lugar clave en Ubud, pueblo que es en realidad una larga calle ascendente, doblamos a la derecha en busca de una de esas cabañas que se alquilan en casa de los lugareños. Y justo antes de encontrarla, la sorpresa: el gran toro con alas, de la cremación. Tres hombres trabajan en él, ya le han cubierto el cuerpo de felpa roja, le están terminando los fastuosos adornos de cuero dorado. El toro tiene máscara de tigre y melena de ramitas bien combustibles. Y dentro de la boca abierta, entre cómica y sanguinaria, ya ha sido colocada una ofrenda. El toro será el sarcófago. Al lado está la gran torre, terminada, que hoy día solo cumple funciones simbólicas.
¿Para cuándo es la cremación?, preguntamos. Para dentro de una semana, logran respondernos en un inglés pobre, y no quisimos seguir preguntando. Porque sentimos el pudor de los occidentales ante la muerte. Bastante fuera de lugar en Bali, pienso ahora, después de haber asistido a la elaborada, intensa, inquietante y casi festiva ceremonia de cremación masiva.
Porque no fue un solo toro el que se quemó en Ubud. Para la fecha del 2 de agosto –auspiciosa, ya que las cremaciones solo pueden realizarse cuando los sacerdotes lo señalan, y también cuando se logra juntar el dinero suficiente− se estaban preparando otros ocho toros que encontraríamos en las caminatas por el pueblo.
Camino arriba, hacia los arrozales inundados, van apareciendo otros toros rojos, radiantes. Nos detenemos un poco, reímos con los niños que juegan con los enormes falos de los toros, tirando de un piolín para erguirlos. Seguimos ascendiendo por la carretera que es el pueblo y al llegar a un puente descubrimos allá abajo, en la verde hondonada, algo que parece un hirviente hormiguero. Quizá estén construyendo un templo. Corregimos, y corrimos cuesta abajo por caminitos de selva hasta el lugar donde, efectivamente, los artesanos tallan la madera y la piedra, colocan ladrillos o fabrican techitos de paja negra para los altares que son como pagodas. Nos sentimos en la Edad Media, asistiendo a la construcción de una catedral. Pero los templos de Bali son cosas del aire libre. “Estamos reconstruyendo”, nos explica el capataz, “casi cien hombres han trabajado porque se aproxima el festival de este templo que se celebra cada cien años, y es por eso que van a tener lugar las cremaciones: el pueblo debe estar libre de impurezas cuando llegue el momento”.
Nada había hecho prever esta coincidencia extraordinaria. Por suerte logramos postergar una semana nuestro retorno para asistir a los elaborados rituales.
Todo el pueblo contribuye para alcanzar la purificación. En casi todas las casas se están armando ofrendas, y en un jardín un poco escondido se vislumbran dos toros negros y dorados, de aire menos amenazador que los rojos, bellísimos con sus caras de toro descubiertas y sus cuernos de oro. “Los negros son los toros de las castas altas, los rojos, de las castas bajas, los blancos, de los sacerdotes”, nos explicará Wayan, uno de los muchos Wayan (porque las castas bajas solo pueden usar cuatro nombres, que se repiten y repiten) en una de las tantísimas y maravillosas tiendas de antigüedades. Ida Bagus Anom, el maestro tallador de máscaras, nos dirá: “Es alegre la cremación, porque ya ha pasado el tiempo del duelo y de las lágrimas. Ahora se trata de liberar el espíritu, no retenerlo más entre nosotros, liberarlo para que ascienda en su camino de transformación y renacimiento”.
El lunes empieza la ceremonia que ha de culminar el viernes. En lo alto del pueblo, más allá del puente, sobre el templo, se abre el terreno sagrado. Allí están los altares de cada muerto, como kioscos de un fiesta de cumpleaños, alineados, decoradísimos. En medio del terreno, la plataforma donde oficiará el sacerdote, y a un costado, el lugar donde se reúnen los músicos. Durante cuatro días se desarrollará en esa zona sagrada un ritual elaboradísimo, mezcla de devoción, reunión social, purificaciones y entrega de regalos a los muertos. Los cerdos que serán sacrificados chillan, atados frente a la entrada del terreno; los chicos piden juguetes que se venden ahí afuera como en una kermés; hay comida, bebida, charla. Pero todo muy pacífico: hasta el gamelán, la típica “orquesta” indonesia, toca como en sordina y sin instrumentos de viento. Solo gongs y xilofones.
La gente lleva sus mejores atuendos. Mujeres de blusas de encaje negro y sarongs dorados, hombres de sarongs impecables y un perfecto tocado en la cabeza (en realidad, todos debemos usar sarong como muestra de respeto). Hay procesiones que van llevando ofrendas a los dioses o parten en busca del agua sagrada, mientras en casi cada casa se mata un chancho para elaborar las ofrendas comestibles –los dioses absorberán la esencia, la carne será para los humanos o los perros, según las circunstancias–. Y las ofrendas decorativas caladas en las blancas tiras de grasa.
Así se llega a la mañana del viernes.
Los nueve toros ya están alineados en la calle más ancha de Ubud: frente al Palacio y bajo el banyan, el árbol sagrado. Toros y torres, en toda su intrincada colorida decoración, cubiertos de ofrendas, esperan el momento de la partida. Ya han sido montados sobre enormes plataformas de bambú armadas como dameros. Después de las abluciones y las bendiciones, los