Y me explicó el alto valor de esas plumas especiales: se necesitan cinco aves de paraíso naranja disecadas, varias plumas de ave de paraíso azul, cinco chanchos y un casuario para comprar una esposa.
Estábamos sentadas a cierta distancia de los bailarines-guerreros, agotadas. Calculé que serían alrededor de las cuatro de la tarde; la ceremonia parecía estar apagándose. Un hombre se instaló a nuestro lado con la peluca y las plumas de uno de los bailarines; con esmero y hasta con ternura empezó a desarmar el tocado, a guardar pluma por pluma en envoltorios hechos de hojas secas de banano. Cuando levantó la vista para mirarme pensé que había llegado hasta allí para permitirme observar de cerca ese lujo de colores y texturas. Sabina me había dicho que no se podían tocar las plumas por temor a engrasarlas, pero el hombre entendió mi deseo y me las acercó: pasé con enorme cuidado el dorso de la mano por ese temblor que es como la piel de una finísima chinchilla y sonreí agradecida. Sabina aclaró que a esa hora se imponía desmontar los tocados por temor a la lluvia. Al día siguiente al alba los armarían de nuevo en una nueva combinación siempre geométrica, siempre deslumbrante.
Me iba a ser imposible retornar al día siguiente, debía seguir viaje a Madang. La australiana dueña del lodge se indignó cuando supo por dónde había andado su huésped. Son peligrosos; no debió de haber ido, me conminó, y después se quejó porque no le avisaban de esas ceremonias. Como para avisarle, pensé, y aproveché para decirle que el peligro y el bruto miedo (¡era cierto!) lo había pasado la noche anterior ahí mismo en su cabaña comunitaria, con tabiques entre un cubículo vacío y el otro, solita yo y sin electricidad en medio de las aterradoras fantásticas máscaras del río Sepik, los muy variados espíritus de esa tierra casi ignota, las posibles alimañas y la guerra tribal adyacente. Pudo cerrar bien la puerta con traba, me dijo la australiana. La puerta sí, claro, pero imposible reforzar las paredes hechas con paja trenzada, como canastos, a merced del primer machetazo…
Y al día siguiente hube de partir a Madang, pequeña y bella ciudad al borde de un mar increíble, pero esa es otra historia que tiene más relación con la vida de turista que la de viajera. Y por razones tanto temporales como económicas no pude remontar el río Sepik como era mi sueño, pero me sentía completa gracias al sing-sing de las Tierras Altas. Dicen que el ritmo de la danza, el ritmo de la naturaleza, perdura en uno aunque la danza se haya acabado. Para grabármelo antes de dejar las Western Highlands, una mujer de los Mendi me pintó la cara con el azul y blanco del agua y los rojos del fuego. La pintura la tenía en una hoja, se sirvió de un palito a manera de pincel, pero en honor a la extranjera empleó pinturas acrílicas en lugar de las habituales tierras. Mi cutis no se sintió demasiado agradecido, en cambio mi espíritu hasta hoy conserva rostro de colores, el rostro de la montaña, el rostro de la vida.
Adenda. Casuarios, un microrrelato
En la isla teníamos nuestras guerras sagradas. Las cabezas del enemigo eran nuestros dioses, bebíamos de copas hechas con sus cráneos, decorábamos los cráneos con toda riqueza, los venerábamos.
Llegaron los misioneros blancos. Nos dijeron que estaba mal matar porque éramos todos hermanos. Dijeron que somos unos pocos apenas y nos vamos a exterminar entre nosotros. Pero los hermanos también tienen sus rivalidades y sus peleas, les dijimos.
No pueden matarse van a acabar exterminándose del todo, nos dijeron. Ustedes son pocos, nos dijeron.
Para dirimir nuestros conflictos tuvimos que crear las carreras de casuarios. Los misioneros blancos aplaudieron y nos hablaron de Cristo. En realidad las carreras las corremos nosotros cargando sobre nuestras espaldas cada uno un casuario; corremos todos y es el número de casuarios recién muertos el que denota nuestra prodigalidad y despilfarro.
A los misioneros blancos no les importa. Hasta nos permiten pintarnos la cara para estos encuentros. Hay que ser muy rico para estas carreras; se necesita mucho tiempo para prepararnos; hay que juntar muchos casuarios. El pájaro más grande más feroz más cotizado de nuestra isla. De la tierra, dicen. Cuando las familias rivales se enfrenten matarán más de cincuenta casuarios; cada uno vale una fortuna.
Para colmo vinieron los científicos blancos a decirnos que no hay que matar más casuarios salvajes, que quedan muy pocos en la isla en el mundo que vamos a extinguir la especie.
Les preguntamos a los misioneros por qué tienen tanto poder los blancos y tienen tantas pertenencias que nosotros no tenemos y por qué los blancos saben todo lo que pasa más allá de la isla y hasta en la isla.
Nos contestaron que tienen poder porque ellos son muy evolucionados y son muchos muchos muchos, están en todas partes saben todo.
¿Ustedes son muchos?, preguntamos. ¿Son más que los casuarios?, preguntamos.
Vanuatu
De mis ínfulas exploratorias infantiles me quedaron las ganas de descubrir un país nuevo cada día. Un poco como Macedonio Fernández, que se proponía escribir una nueva novela antes de cada almuerzo. Siguiendo este magno ejemplo, lo de descubrir un país se puede lograr –se podría, de manera metafórica y con talento y entrega− si una escribe nuevas ficciones a diario. Cosa poco probable, si bien posible. En la dura realidad, en cambio, esa que nos hacen creer que existe, aunque Vladimir Nabokov sugirió escribir siempre la palabra entre comillas, en la cotidiana “realidad”, entonces, casi me sucedió en una ocasión.
Corría el año 1997 y descubrí un país: Vanuatu. No porque el pobre no existiera antes de mi llegada, sino porque no figuraba ni por asomo en mi atlas interno o el de quienes me rodeaban. Cosas de la ignorancia, dirán ustedes, y es cierto. Pero me temo que era una ignorancia compartida. Imagino unos cuantos lectores sorprendidos; Vanuatu, se preguntarán levantando una ceja, ¿con qué se come?
Pues se come con salsa mil islas, o al menos unas 360, que es el número que conforma el archipiélago, y se adereza con sales de los mares del sur. El Pacífico Sur para ser exacta, al sur de donde Gauguin enloqueció con los colores.
Los llamados ni-vanuatus no son polinesios, pero están a un paso de la Polinesia. Son melanesios, hablan cantidad de idiomas diferentes, se entienden entre sí en un esperanto nacido del inglés, con resabios de francés y hasta de castellano, que en otras regiones del mundo se llama pidgin y allí bislama.
Vanuatu significa “nuestra tierra” aunque según otros significa “tierra eterna”, o mejor aún “país que se mantiene en pie”. O quizá el significado sea bastante más complejo y nuestros banales idiomas occidentales no puedan captarlo del todo, y menos en un solo vocablo. Vanuatu a simple vista es un edén hecho de atolones de coral, rodeado de mares de mágicos y transparentes matices, con nativos cordiales. Esas islas fueron en su momento, y por largos siglos, las Nuevas Hébridas; pasaron de manos inglesas a francesas, alternativa o conjuntamente, y en una intensa si bien breve Guerra de los Cocos lograron por fin su independencia en 1980.
Viajé hasta allí desde Nueva Zelanda vía Fiji de ida y Nueva Caledonia de regreso. Mi meta era una isla del archipiélago, la segunda en tamaño: Malakula, nombre que saltó al frente cuando lo leí en la vidriera de una oficina de turismo en Auckland, Nueva Zelanda, donde había ido invitada a un simposio.
De inmediato asocié Malakula con máscaras, al recordar un artículo leído muchos años atrás en la National Geographic donde contaban, con deslumbrantes fotos, que los nativos de esa isla, de las (entonces) Nuevas Hébridas, montaban un teatro en la jungla para dirimir las vicisitudes y problemas de la tribu, armándose las más bellas máscaras con lo que la naturaleza tenía para ofrecerles. Entré sin dudar a la oficina de turismo, pregunté por Malakula para sorpresa del agente de viajes y compré el pasaje de Air Vanuatu decidida a volar en pos de unas máscaras y un teatro.
Los encontré por separado. Viajé sola y abierta al azar, como tanta otras veces. Es, o era, maravilloso navegar por el mundo sin los facilismos de navegar por internet. El mundo abierto a los descubrimientos, a aquello que va surgiendo en el camino.