Diario de máscaras. Luisa Valenzuela. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Luisa Valenzuela
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789876145480
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unas cervezas y recibir un premio consuelo: videos de la zona. Petrus Picks, nativo local, contestaría mis preguntas. Mi primera pregunta fue: ¿no habrá un sing-sing por acá, mañana o pasado? Y obtuve una respuesta negativa, naturalmente. Más tarde, Petrus puso la cassette titulado Primer Encuentro y pude ver cómo los hombres de esas mismas montañas ríspidas fueron “descubiertos” recién en l935, fecha en la cual debieron abandonar de un porrazo lo que los documentalistas llamaron la “edad de piedra”. No conocían ni el metal ni la rueda. Para no mencionar la filmadora a manivela con la que los registró uno de los buscadores de oro australianos que hasta allí llegó sin proponérselo. Todo parecía ir a pedir de boca entre aborígenes convencidos de enfrentarse con los espíritus de sus antepasados y los dos hermanos blancos seguros del poder de sus rifles, hasta que se armó la gresca y empezó la matanza de nativos.

      Salté como un resorte y apagué el televisor en un ataque de furia. No quería ver esa horrible y tan repetida muestra de poder del blanco sobre los nativos. Me puse a echar pestes y Petrus entendió lo dicho y también lo no dicho, porque un largo rato después de golpe reconoció que en realidad sí, había un sing-sing de cuatro días, que empezaba al día siguiente, uno grande que su gente, los Mendi, le ofrecería a una tribu vecina. Pero para poder llevarme debía pedirles permiso a los ancianos de su tribu.

      Petrus reanudó entonces el desfile de videos mansos y a la vez extraordinarios sobre cotumbres de la zona, y entre una casette y otra yo le rogaba −sin demasiadas esperanzas− que fuera a pedir permiso, y él con nativa inmutabilidad aseguraba que iría. En eso golpearon a la puerta y asomó la cabeza un hombre local de cordial actitud y aspecto feroz (tez muy muy oscura, barba hirsuta) que a manera de presentación dijo “I, security”. Entendí que era el guardia nocturno, lo invité a pasar y le ofrecí una cerveza –tenía a mi disposición la heladera llena− y me senté a ver más videos mientras ellos conversaban en su idioma. Hasta que Petrus me dijo que el guardia, su tío, era uno de los ancianos de la tribu y aceptaba que yo asistiera a la ceremonia moka, el sing-sing, como la llaman los blancos.

      Y fue así, por arte de la magia generada por la sensación de afinidad y solidaridad que me despertaban esas gentes (quienes no pueden entender por qué los blancos tienen todas las riquezas y ellos, ancestrales dueños de esas tierras tan ricas donde crece el mejor café del mundo y hay minas de oro, no tienen nada), aterricé en la que considero aun hoy la experiencia de maravillamiento más intensa de mi vida.

      A la mañana temprano nos encontramos con Petrus en el pueblo de Mount Hagen donde, después de largas tratativas, un camión nos llevó hasta el pie de una montaña y trepamos por el mismo amplio camino de tierra roja por el que habrían de subir los guerreros emplumados y pintados. La gente ya estaba instalada alrededor del terreno ceremonial: una meseta pelada en lo alto de esa cordillera tropical y frondosa. El paisaje casi al borde de las nubes era de intensa belleza, pero los seres humanos implicados en la ceremonia tenían una belleza más deslumbrante aún, también hecha de montaña y de tierra y de hierba y de pájaros. Al ingresar en el terreno ceremonial el grupo de mujeres vino a saludarnos, con su paso rítmico y perfecto, como habrían de saludar después a los contingentes de guerreros.

      Las mujeres lucían su particular pintura facial de fondo rojo, con las rayas azules y blancas que −lo supe más tarde, cuando a mi vez me pintaron la cara− simbolizaban las lágrimas y la lluvia. Tenían sus collares, y un amplio pectoral con el gran caracol kina, símbolo de riqueza, y los pechos al aire y faldas de fibras vegetales. El paso de las mujeres era de una delicadeza extrema, pero el de los hombres no le iba en zaga. Esos guerreros brutales, oscurísimos y barbados, de caras pintadas para denotar ferocidad, iban entrando en grupos como de treinta, en perfecta formación de hileras sucesivas con un paso liviano, casi aéreo, y el canto más primitivo, más ululante y elemental que jamás había yo escuchado, al ritmo de sus pequeños tambores kundu en forma de reloj de arena.

      Al rato nomás empezó a vibrar la montaña con una fuerza que se repetiría a lo largo del día. Un nuevo contingente de guerreros iba llegando. Algunos empuñaban lanzas apuntando al frente y traían los rostros y las barbas pintados en negro, amarillo y rojo con diseños geométricos en total armonía con las plumas que coronaban sus cabezas. Caras pintadas de aspecto feroz y altos tocados de plumas bellísimas como joyas, implantados sobre las llamadas “pelucas” de fibra vegetal negra, que se balanceaban al compás del baile, también del baile in situ que no habría de detenerse mientras durara la ceremonia, logrando así que los largos “delantales”, piezas de fibras vegetales teñidas y tejidas con arte, se mecieran con suma gracia a un mismo compás.

      La palabra es armonía. Armonía y una belleza extraña hecha de fuerza, y una energía que me hacía saltar en mi lugar y querer seguirlos mientras daban tres vueltas alrededor del terreno ceremonial.

      Varios de estos grupos seguirían llegando, hasta completar unos doscientos guerreros que al cabo de su despliegue de ferocidad armoniosa se integrarían a la hilera que iba cercando el terreno. Una mujer pintada venía siempre en el centro de la primera fila del contingente de guerreros.

      Sin lanza o tambor, las manos juntas y los codos alzados, la joven iba marcándole el ritmo a todo el grupo. Porque la esencia de ese paso iniciado con la punta del pie consiste en provocar la perfecta ondulación del grupo. Como un pequeño mar de colores: ondulan las plumas, y los largos delantales-taparrabos de los hombres, y las hojas que completan la retaguardia del atuendo.

      Y yo no podía menos que ondular con ellos y sonreír de oreja a oreja con una felicidad nacida de esa energía que me traspasaba. Al rato nomás mi sonrisa me daba miedo, o resquemor, o pudor: no solo era la única blanca allí. Era la única persona ajena a las dos tribus que estaban interactuando. Y sonreía sin saber si se trataba de una ceremonia profundamente trágica, o agresiva, o simplemente solemne.

      Al llegar le había preguntado a Petrus si asistiríamos a un ritual religioso. Él había negado, pero yo sabía que esas cosas no se dicen, que el animismo perdura en Nueva Guinea, y no se dice. Razón por la cual trataba a mi vez de ponerme sería, y pedir con gestos mil permisos para sacar alguna foto, pero la sonrisa me ganaba y al rato ya estaba riendo y saltando, llena de maravillamiento.

      Al promediar el ritual los ancianos de la tribu empezaron a acercarse para saludarme, me tomaban la mano y me la sacudían y no la largaban. Pienso que supieron captar el deslumbramiento de alguien que recibía sus despliegues con el corazón, como una ofrenda.

      Esas caras de colores, esos delantales de fibras tejidas con los dedos, parecidas a las yiscas wichis pero más coloridas, esos tocados compuestos de plumas de ave de paraíso pelirroja, de plumas del ave de paraíso Rey de Sajonia, que son azules, largas y aserradas, de negras plumas de casuario, blandas y mórbidas como la pluma de avestruz. Un arte para ser vista en movimiento, aunque ellos no tengan concepto de arte y sí de algo quizá más sutil: la capacidad de integrarse a los ritmos de la naturaleza.

      Hay un orden en las llamadas pelucas (que algunos dicen encierran el espíritu de los antepasados), en la composición de los tocados y en la elección de las plumas. Hay un arte profundo y elemental en los decorados del rostro, todos distintos y a la vez armonizados porque se trata de resaltar el individualismo humano en su consustanciación con los pájaros y los animales de la selva.

      Estos hombres tienen las orejas y la nariz perforadas como con sacabocados. Por allí pasan cañas de bambú, flores, plumas, aquello que a cada uno le parece más vistoso. La decoración física es tomada muy en serio en las Tierras Altas de Nueva Guinea, por eso los cuerpos brillan aceitados y las piernas están pintadas con arcilla, como medias.

      Se trata de una seriedad no exenta de humor.

      Cierto grupo de jóvenes con atuendos más informales, digamos, anda por allí haciendo cabriolas. Sabina Kilipuka, que se me ha acercado quizá porque es la única, aparte de Petrus, que allí habla inglés, me explica que esos son los payasos y no pertenecen la tribu; han sido contratados especialmente. Será muy divertido, promete, verlos pasado mañana cuando los ancianos maten los chanchos y los asen, cosa que les despierta un entusiasmo loco.

      Solo pude ver los cincuenta postes a los que se amarrarían otros tantos chanchos. Tribu rica, los Mendi, a sus huéspedes les iba a llevar