El Protocolo. Robert Villesdin. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Robert Villesdin
Издательство: Bookwire
Серия: Apostroph Narrativa
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412200539
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los restantes invitados de forma similar, mientras se levantaban para saludarlas con los tradicionales tres besos.

      Una vez estuvieron todos sentados a la misma mesa, se inició una divertida y mundana conversación, con pocas intervenciones de las helvéticas, que se vio interrumpida cuando GR acercándose sin mucho decoro a Brigitte, le espetó:

      —No sé si sabes que yo soy un famoso torero español.

      —Oh, no —dijo ella en su impecable francés—. ¡Qué asco! ¡Odio los toros!

      —¡Cómo puedes decir que odias a los toros, maldita puta! —exclamó GR, fundiéndola con su famosa mirada asesina.

      —Perdona —balbució ella aterrorizada—, no quería ofenderte.

      —¿Ofenderme? ¡A mí tú no puedes ofenderme! ¡Márchate de aquí inmediatamente! —exclamó el falso torero al tiempo que se levantaba, copa en mano, con el propósito de despachar de malos modos a la pobre chica.

      Una vez repuesta de la sorpresa, Brigitte se levantó con la intención de marcharse, mientras que su amiga permanecía sentada con el semblante demudado y los restantes comensales, sorprendidos, intentaban averiguar cómo reaccionar ante tan incómoda situación.

      GR dejó que la chica abandonara la sala hasta que, justo cuando atravesaba el umbral de la puerta del restaurante, se levantó a toda prisa en lo que todos pensaron que hacía con el objeto de continuar hostigando a su víctima. Cuál fue su sorpresa cuando, al cabo de cinco minutos, reapareció abrazando a la joven mientras le prestaba su pañuelo para que se secara las lágrimas.

      Finalizada la cena y ya de vuelta a su habitación, Modesto estaba tumbado en la cama reflexionando sobre lo ocurrido en tan intensa jornada, cuando sonó el teléfono.

      —Diga. ¿Quién es?

      —Modesto, soy GR

      —¿Ocurre algo?

      —No, nada importante. ¿Podrías pasarte un momento por mi habitación?

      —Bien, dame cinco minutos.

      El abogado se levantó, se colocó el batín del hotel encima del pijama y atravesó el pasillo hasta la habitación de su cliente, que tenía la puerta entornada. Cuál fue su sorpresa cuando se encontró a GR desnudo, con una toalla extendida entre sus manos, realizando una espléndida verónica a la chica a la que no le gustaban los toros, la cual, despojada de cualquier prenda y a cuatro patas, embestía el paño mientras que su compañera, también desnuda y con otro lienzo similar entre las manos, se escondía detrás de un sillón a modo de burladero.

      —¡Qué te parece! —exclamó GR eufórico, mientras continuaba la faena con un magnífico pase de pecho— ¡Y decía que no le gustaban los toros!

      Al día siguiente, GR y el resto de la comitiva fueron a almorzar al restaurante Le Vertig’O ubicado en el Hôtel de la Paix, frente al lago Lehman, especializado en alta cocina francesa y que, todavía hoy, está considerado el más chic de Ginebra.

      La comida, a pesar de ser cocina gabacha, fue realmente buena y el maridaje de caldos aun mejor. GR se encargó personalmente de escoger los más caros, procurando que ninguno de ellos tuviera un precio inferior a la mágica cifra de mil francos suizos.

      Al llegar a los postres, un extraordinario mil-feuilles croquant de chocolat au lait, citron caviar, el ganador de la apuesta se dirigió a los comensales, que temblaban al imaginar el monto de semejante exceso.

      —Menos mal que gané la apuesta. ¡Incluso yo hubiera tenido problemas para justificar un quebranto como el que os costará esta opípara comida de hoy! ¡Entre la cena de anoche en Il Lago y las dos putas de alto standing que había contratado previamente por teléfono, la noche pasada me salió por un pastón!

      Primavera

      Después de aquel trabajo en Ginebra, GR requirió a menudo de los servicios profesionales de Modesto. Los esporádicos contactos fueron convirtiéndose en habituales. Así fue como, poco a poco, este fue conociendo a todos los miembros del clan, incluido el patriarca, hasta llegar, diez años después de abandonar sus funciones lectivas, a convertirse en el abogado de la familia. La condición de «recomendado», si bien fue un inconveniente para conseguir la confianza de el resto, no supuso un obstáculo insalvable.

      Las relaciones con Sam y su esposa también fueron intensificándose, hasta el extremo de que Modesto se convirtió en su abogado de confianza e interlocutor entre ellos y sus hijos cuando se producían desavenencias o bien querían comunicarles alguna decisión que sabían que no sería de su agrado. También se encargó de redactar su testamento, lo que, teniendo en cuenta el desmesurado interés que este tema suscitaba a sus descendientes directos —los indirectos eran todavía menores de edad—, le proporcionaba una posición de cierta preeminencia sobre todos ellos.

      En cualquier caso, su situación no era fácil, ya que además de lidiar con los temas propios de cualquier empresa, se añadían los de la empresa familiar que, salvo muchas y honrosas excepciones, son el nepotismo, la incompetencia excelentemente remunerada y la guerra entre facciones, con interminables cambios de bando y alianzas entre los descendientes, los ascendentes, colaterales y, en todos los casos anteriores, las variedades de consanguíneos y afines.

      En este ambiente, Modesto tuvo la ocasión de trabajar con el hijo menor de Sam, que aunque se llamaba Antonio, todo el mundo le llamaba Ton. Desde hacía poco tiempo, se encargaba de la incipiente rama inmobiliaria del grupo familiar y no lo hacía del todo mal, a pesar de que limitaba su trabajo, según su propia expresión, a «pensar y diseñar operaciones» con el objetivo declarado de ganar mucho dinero. Pero lo que realmente le motivaba a levantarse cada mañana, hay que decir que no muy temprano, era demostrar a su padre que podía hacerle ganar más dinero que su hermano mayor.

      Ton era moreno, alto, delgado y, en general, tenía un estilo que se podría definir como trendy. El hecho de que no estuviera casado y que no se le conociese pareja estable hacía crecer innumerables chismes sobre sus inclinaciones sexuales y las opiniones de gimnasio que vertían sobre él sus escasas y ocasionales novias no ayudaban, precisamente, a sofocar estos rumores. De hecho, tenía una personalidad atormentada que, los que le conocían, atribuían a toda una vida sometido a las arbitrariedades y vejaciones de su hermano.

      Su gran oportunidad para volar con alas propias se produjo cuando consiguió que, a pesar de la oposición de GR, su padre le permitiera gestionar la sociedad patrimonial de la familia, cuya principal actividad era la promoción y arrendamiento de inmuebles. A pesar de su inexperiencia, y probablemente gracias a ella y al exuberante crecimiento del mercado inmobiliario en los últimos años, Ton realizó varias operaciones ventajosas de compra de inmuebles, que le ayudaron a reconciliarse con sí mismo, con sus padres y con el resto del mundo, a excepción, claro está, de su hermano GR. Al igual que muchas otras empresas familiares, el Family Office había conseguido desviar una parte importante de los fondos generados por las empresas del grupo a inversiones inmobiliarias.

      La iniciativa partió del propio Ton en una reunión que había tenido lugar hacía poco más de un año. El Consejo de Administración era el máximo órgano rector de las empresas del grupo y el que tomaba todas las decisiones estratégicas sobre los negocios. Además de los miembros de la familia, contaba con tres consejeros externos cuya misión era aportar su experiencia en otras compañías y ofrecer un punto de vista independiente en la toma de decisiones.

      —Papá, creo que nos equivocamos invirtiendo todos nuestros esfuerzos en las actividades de reciclaje —introdujo cautamente Ton.

      —Es lo que siempre hemos hecho —, contestó Sam. ¡Y no nos ha ido tan mal!

      —Sí, papá —prosiguió el hijo menor—, pero nos pegamos un hartón de trabajar para acabar ganando un miserable tres por ciento sobre las ventas.

      —¿Te parece poco? —puntualizó el padre.

      —Yo no digo que sea poco, pero una vez pagados los impuestos y hechas las inversiones necesarias para mantener la actividad, no queda casi nada para repartir.

      Este