El Protocolo. Robert Villesdin. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Robert Villesdin
Издательство: Bookwire
Серия: Apostroph Narrativa
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412200539
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estrafalarias ideas para publicar enrevesados artículos en revistas especializadas o criticando las reseñas escritas por sus colegas, lo que les llevaba, en la mayoría de los casos, a estados profundamente depresivos. Aquellos pedantes se despreciaban e intrigaban, calumniaban y vilipendiaban a sus colegas como si en ello les fuera la vida. Todo ello proporcionó a Modesto una inmejorable formación que le sería de gran utilidad para lo que, en el futuro, iba a depararle su vida profesional.

      La principal ventaja de este trabajo consistía en que nadie se preocupaba de supervisarle, lo que le reportaba un precioso tiempo adicional para invertirlo en su despacho. De esta forma, el bufete fue creciendo poco a poco hasta tener un tamaño aceptable y una buena reputación —a lo que contribuyó, irónicamente, el prestigio que le confería ser profesor de universidad., Esto hizo que, en un primer momento, para atender adecuadamente a los alumnos, tuviera que buscar un profesor ayudante y, posteriormente, abandonar su plaza de docente en propiedad.

      Fue en esta época cuando conoció a Anabel, una joven y cautivadora profesora ayudante de Psicología de la Personalidad.

      En aquel momento ni se planteó qué es lo que había visto en él tan promiscua profesora y solo se relamía pensando lo bien que lo pasaban cada vez que ella decidía, según sus palabras, «montarle». Ella decidía cuándo, dónde y cómo, si bien sus encuentros solían ser breves, ya que una vez que Modesto alcanzaba el orgasmo, ella desaparecía alegando una excusa inverosímil.

      Tampoco le dio muchas vueltas a aquello, ya que lo atribuía a una tara sobrevenida producto de la especialidad de su amante. Lo cierto era que le encantaba disfrutar en soledad de la placidez postcoito de macho sexualmente satisfecho.

      Súbitamente, Anabel dejó de citarle, cosa que al principio atribuyó a la personalidad inestable de su amante. No obstante, después de varias semanas de insoportable aislamiento asceta, Modesto se dirigió a la Facultad de Psicología para tratar de averiguar el motivo real de su desaparición repentina. Su sorpresa fue mayúscula cuando le comunicaron que hacía varias semanas que la profesora se había marchado a trabajar a una universidad de California junto con su pareja: ¡otra profesora de la misma facultad!

      Cinco años más tarde, Modesto se enteró de que ella seguía viviendo en Estados Unidos con su pareja y su hija, de unos cuatro años. No le fue muy difícil atar cabos y deducir que la niña debía ser portadora de su material genético. Comprendió entonces el porqué del extraño comportamiento sexual de su excompañera de cama y, en particular, sus verdaderas intenciones.

      Cuando consiguió ponerse en contacto con Anabel, ésta le confesó su paternidad sin ningún pudor, dejándole claro que la niña era suya y de su pareja y que, por muy padre natural que fuera, no debía interferir en su vida familiar. Ante los lamentos de Modesto, y alguna velada amenaza judicial, ella se avino a permitirle que conociera a la niña y a que pudiera convivir algunos días con ella durante sus frecuentes viajes a Estados Unidos; o en las excepcionales visitas de la niña al país del padre.

      Con el tiempo, la tensa relación del abogado con las madres de su hija fue relajándose y se volvió más conciliadora. Los reiterados encuentros con Paula —que así se llamaba la criatura— hicieron que ambos congeniaran profundamente. Gracias a eso, consiguió que la menor viniera de vacaciones unos diez o quince días al año, período que Modesto esperaba con impaciencia y que aprovechaba para salir a navegar con ella y compartir otras actividades al aire libre en su compañía.

      Una vez abandonadas sus ocupaciones universitarias, el letrado pudo destinar más tiempo a su despacho y a sus clientes, lo que redundó en un apreciable aumento de ingresos y, por ende, de prestigio profesional. También disponía de tiempo para otras actividades extraprofesionales lo que, para un padre soltero sin perspectivas de cambio de estado civil, no estaba nada mal. Vivía en una preciosa casa situada en un distinguido barrio que estaba siempre abierta a todo el mundo y de la que muchas personas —en femenino y plural— sabían dónde encontrar las llaves.

      Resumiendo, como se dice vulgarmente, «había hecho carrera», lo que para un hijo de familia numerosa con limitados recursos y de pueblo era todo un éxito. En aquellos tiempos, todavía pensaba que ser un hombre hecho a sí mismo era lo mejor a lo que se podía aspirar en la vida. No se percataba de las cosas trascendentales que uno se pierde cuando dedica su existencia exclusivamente a estudiar y trabajar. En la universidad conoció a muchos alumnos que, al igual que él, se perdieron aspectos tan importantes para su formación como leer con calma a los clásicos, imaginar cómo cambiar la sociedad mientras se está tumbado en el césped del campus o congeniar con las otras estudiantes mientras se saborea, sin prisas, un café.

      El encuentro

      Modesto andaba sumido en sus pensamientos cuando le llamaron del club estrella del fútbol local para que les ayudara en las negociaciones para la contratación de un jugador extranjero. Las conversaciones estaban en un punto muerto, desde hacía días, porque nadie quería ceder en sus pretensiones económicas. El club no quería pagar más y el jugador no quería ni un céntimo menos, por lo que ambos se pusieron de acuerdo en intentar que la diferencia la pagara un tercero: la Hacienda Pública. Su misión consistía en buscar la manera de reducir la parte del pastel que correspondía al erario para aumentar las porciones de los otros dos comensales.

      La reunión con el representante del jugador tuvo lugar, por razones obvias, en Suiza. Allí fue donde coincidió por primera vez con GR, el primogénito de Sam y responsable del equipo de fútbol, propiedad de su familia. De hecho, estuvo esperándole más de dos horas en el aeropuerto de Ginebra, puesto que GR viajaba, sin saberlo su padre y con la excusa de hacer no sé qué gestiones en Luxemburgo, en un jet privado de alquiler.

      Una vez finalizado con éxito el negocio, en detrimento de los contribuyentes, pasaron por el Hotel d’Angleterre, el hospedaje preferido de GR y en el que se comportaba como si fuera el propietario. Después, toda la comitiva fue a celebrarlo al restaurante Il Lago, situado cerca del hotel, en el que también fueron recibidos con los honores propios de una estrella de rock y su séquito.

      El motivo de que GR escogiera el reservado de este restaurante, excelente en su decadente decoración y posiblemente el más caro de Ginebra, era que aquellos días coincidían con el punto más álgido de la temporada de trufa blanca. Il Lago era conocido, en aquel entonces, por tener la mejor, más fresca, y más cara trufa blanca procedente del italiano Valle de Alba.

      La cena fue realmente memorable. Los diversos platos elaborados con dicho condimento —inolvidable el uovo in cocotte servito nel suo-scrigno con tartufo bianco— estuvieron acompañados de un excelente Brunello de Montalcino, cosecha de 2003, procedente de la región italiana de la Toscana. La conversación se fue animando y haciéndose más divertida a medida que iban consumiendo más botellas de tan delicado néctar. El tema central, como no podía ser de otra forma, fueron las mujeres y, en concreto, dos bellezas que estaban sentadas en una mesa al otro lado del reservado, y que les castigaron con su indiferencia durante toda la cena.

      A los postres, momento de máxima animación, GR sorprendió a los comensales cuando, alzando una copa de champán en dirección a las dos damas y mirándolas fijamente y con lujuria, les preguntó en voz baja:

      —¿Pagáis vosotros la comida de mañana si me ligo a estas dos tías?

      —No creo que seas capaz —comentó uno de los invitados.

      —No te harán ni puñetero caso —dijo el que estaba sentado a su lado.

      —En el restaurante que tú escojas —, coincidieron todos, a pesar de ser conscientes de que podía salirles carísimo.

      GR se levantó, con la copa en la mano, y se dirigió resuelto hacia la mesa de las chicas, mientras, para sorpresa de todos, el maître, con la perfecta coordinación de un ballet clásico, le seguía de cerca con otra botella del mismo champán.

      Cuando alcanzó el emplazamiento de las vecinas, GR se sentó y estuvo departiendo y bebiendo con las dos magníficas hembras durante un tiempo que a todos les pareció eterno, si bien es cierto que no debió superar la media hora, y que finalizó cuando GR regresó acompañado por las chicas y con la botella medio vacía.

      —Os