El Protocolo. Robert Villesdin. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Robert Villesdin
Издательство: Bookwire
Серия: Apostroph Narrativa
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412200539
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de entender de qué iba todo aquello.

      —El Family Office representa un patrimonio separado respecto al patrimonio empresarial y, por tanto, es un buen instrumento para diversificar las inversiones. La responsabilidad de las actividades del Family Office suele delegarse en un familiar que no forma parte de la más alta dirección de la compañía, lo que, en muchos casos, permite «colocar» a aquellos familiares que no encajan en la actividad principal —acabó su explicación el abogado, mirando de reojo al hijo menor de la familia para ver su reacción ante esta última sentencia.

      En el fondo lo que más habría enorgullecido a Sam es que alguno de sus hijos hubiera tenido el suficiente arrojo —en su versión, «huevos»— para independizarse, crear su propio negocio y ponerle a prueba como empresario. Pero sabía que esto difícilmente iba a ocurrir puesto que sus hijos, en su posición de rémoras de su enorme patrimonio, estaban más pendientes de heredar la fortuna de su padre que de labrarse un porvenir. Además, a su edad, había notado que ya no era el mismo de antes y que, si bien trataba de hacer ver a todos que seguía al mando, en realidad sus hijos —y principalmente su primogénito, Gerardo Ramón o GR— estaban tomando la mayoría de las decisiones importantes, relegándole cada vez más a funciones meramente de representación.

      En la sala, una mesa de reuniones recién estrenada conjuntaba a la perfección con el resto del mobiliario elegido por la decoradora más chic y más cara de la ciudad. En una de las paredes destacaba —sin que la decoradora lo hubiese podido impedir— un enorme óleo con el retrato de un rejuvenecido Sam, pintado por un artista local con gran predicamento entre los pocos que podían costearse una de sus pinturas y, encima, mostrarlo sin pudor... Sam presidía, su esposa Susy estaba a su derecha; Muriel, su secretaria, a su izquierda; y sus hijos GR, Ton y Lucy distribuidos en los restantes puestos y, frente a él, Modesto, el abogado de la familia y de sus negocios.

      —¡Y una cosa más! —añadió Sam, mirando recelosamente a los presentes— Mientras yo presida el «Family Nosecuantos», o como se llame en el maldito inglés, las cuentas de gastos de representación y gastos diversos seguirán manteniendo su saldo inamovible en la exigua cantidad de cero euros.

      Este era uno de los temas preferidos de Sam, que estaba firmemente convencido, al igual que su esposa, de que el dinero se ganaba principalmente ahorrando en costes y que un euro malgastado ya no volvía nunca jamás al bolsillo de donde había salido.

      —¿Le ha quedado claro a todo el mundo? —prosiguió cada vez más exultante—. ¡Estas partidas son las que destrozan a una familia y también a una empresa! Como decía mi padre, que en paz descanse: ¡un lápiz salva una casa!

      Dicho lo anterior, se relajó ostensiblemente y, al ver que su esposa le miraba con cariño, al tiempo que, con un gesto sutil le invitaba a callarse, tuvo un inhabitual arranque de generosidad.

      —Y por una vez y sin que siente precedente vamos a celebrarlo: ¡Pago yo! Susy—dijo dirigiéndose a su esposa—: ¿crees que estará abierta aquella pizzería cerca de la oficina que descubrimos la semana pasada?

      Esta primera «Asamblea Familiar» había sido planificada durante las semanas anteriores por Sam, Modesto y Muriel. Esta había empezado como asistente particular de Sam hacía casi una década y, en la actualidad, era su mano derecha y como tal se encargaba de organizar la mayoría de sus actividades. Recién superados los treinta años, seguía siendo, en opinión de Sam una morena de facciones muy agradables que desarmaba a su interlocutor con una de sus famosas y sensuales sonrisas. Eso sumado al hecho de que, a pesar de tener dos hijos, mantenía un tipo que podía ser la envidia de muchas jovencitas, hacía de ella una mujer sumamente atractiva para su jefe.

      Los inicios

      Hay algunas decisiones en la vida que acaban condicionando todas tus acciones e incluso tu futuro. Al abogado solo se le ocurrían dos en ese momento, aunque estaba seguro de que debían de existir muchas más y, posiblemente, más importantes. La primera era el porqué a sus padres les dio por ponerle de nombre Modesto, aunque conocer la respuesta no representaba para él alivio alguno. La segunda era la que tomó cuando optó por estudiar leyes y hacerse abogado, aunque, bien pensado, tampoco sabía si hubiera sabido hacer otra cosa.

      Los inicios de un abogado no son fáciles, sobre todo si se quiere mantener la independencia y vivir con cierta dignidad sin caer en la humillación que implica aprender trabajando para un gran despacho. En estos, los principiantes —también denominados «prácticas» o «becarios»— trabajan en condiciones que la mayoría de la gente cree que es imposible que se den en pleno siglo xxi. Es improbable que exista otra profesión con peores inicios, salvo, quizá, la considerada la más antigua del mundo, la cual, está generalmente mejor retribuida, sujeta a una cierta flexibilidad de horarios y permite, la mayoría de las veces, rechazar un cliente o un servicio concreto. Sin olvidar el hecho, nada desdeñable, del cobro por adelantado como forma de eludir la morosidad, que juega a favor de esta última profesión.

      Así que movido por el ímpetu y inocencia propios de la juventud, Modesto optó por abrir su propio despacho para intentar así hacerse un hueco en el competitivo mercado de los picapleitos. Estaba convencido de que podía aportar algo nuevo y que sus clientes potenciales lo apreciarían de inmediato. Alquiló una pequeña y austera oficina en el centro y procedió a enviar un saluda a sus conocidos y también a algunos personajes relevantes de la ciudad. Cuál fue su sorpresa cuando, transcurridas varias semanas, que pasó mirando constantemente por la ventana, no tuvo ninguna que no fuera de las de su secretaria —la cual estaba más preocupada por su próximo empleo que por el nulo trabajo que tenía— y la de la mujer de la limpieza.

      Pasaron un par de meses y, viendo que el panorama no mejoraba sensiblemente, decidió complementar sus escasos ingresos dedicándose a lo mismo que hacen todos los que fracasan en su profesión: la enseñanza. Así fue cómo, gracias a sus buenas relaciones con su antigua universidad, consiguió una plaza de profesor ayudante. Sin embargo, tuvo que conformarse con la asignatura más ingrata de todas las materias, que, como todo el mundo sabe, no es otra que Derecho Fiscal y Hacienda Pública.

      La enseñanza le abrió la mente a un mundo fascinante, algo que, desde su anterior visión como estudiante, jamás habría imaginado. No había visto en toda su vida una casta —la de los profesores— más anárquica, indolente y mezquina.

      Tan pronto comenzó su actividad docente —tenía por entonces poco más de veintiún años— el catedrático de su asignatura pidió una excedencia para largarse dos años a Sudamérica, sin que todavía se sepa con qué espurios motivos. En consecuencia, antes de que pudiera dar su primera clase, se había convertido, de la noche a la mañana, en el único profesor responsable de la materia. Y no tenía ni pajolera idea del contenido del plan de estudios de la asignatura que debía impartir. El hecho de no haber hablado nunca en público y de ser bastante tímido tampoco ayudó pero se esmeró en transmitirles todo lo que sabía de la mejor manera posible, aunque muchas veces se tuvo que consolar confiando en que la vida les enseñara lo que él no fue capaz de alcanzar.

      La universidad se despreocupó totalmente de evaluar o controlar la calidad o el contenido curricular y, todo sea dicho, tampoco los alumnos dieron muestras de preocupación o descontento alguno. En aquellos tiempos —y, seguramente también hoy en día—, lo único que les interesaba era aprobar y consideraban a los profesores según su dureza al calificar los exámenes. Los pobres alumnos llegaban a la universidad indefensos después de su penoso itinerario a través de un sistema pedagógico «progresista», que se fundamentaba en el rechazo del uso de la memoria como instrumento de aprendizaje y en la abolición de los exámenes. Se pensaba que podían tener un efecto traumático sobre su psique y, por tanto, poner en riesgo su futura felicidad. Por no aprender no habían aprendido ni a escribir correctamente y, mucho menos, a estudiar.

      Lo que verdaderamente preocupaba a toda la clase docente no era precisamente la calidad de la enseñanza ni tampoco la formación de los alumnos. Estos eran temas que se consideraban secundarios, menores. Lo realmente importante para sus miembros —y nada sorprendente teniendo en cuenta que la mayoría de ellos eran filocomunistas— era conseguir una cátedra en «propiedad» para lo que era necesario superar una oposición.

      Teniendo