Esta última afirmación, no obstante, parecía algo incierta y desacertada cuando los datos empíricos sobre la migración en Chile eran contrastados con informaciones de otra escala, referentes a los flujos migrantes en el contexto latinoamericano más amplio o, incluso, comparados a las estadísticas migratorias de los países vecinos. Al hacer estos ejercicios comparativos, uno daba cuenta de que Chile no se había configurado como un destino migratorio prioritario: ni en América Latina, ni tampoco en Sudamérica. En 2015, Chile ocupaba el quinto lugar entre los países sudamericanos en proporción de migrantes, detrás de Guyana Francesa, Surinam, Argentina y Venezuela (Rojas-Pedemonte y Silva-Dittborn, 2016: 10-11). Contabilizando la migración en números absolutos, el cuadro era semejante. Chile era el cuarto país en cantidad de migrantes en Sudamérica (con 469.000 personas) (UN, 2015b). El primer lugar lo ocupaba Argentina (con 2.086.000 migrantes), seguida de Venezuela (1.404.000 personas) y Brasil (713.000) (UN, 2015b). Según datos del último censo, Chile cuenta con 746.465 migrantes, lo que equivale a un 4,35 % de su población (INE, 2018) y sigue sin ser el principal destino en Sudamérica (posición aún ocupada por Argentina).
Si bien los migrantes aumentaron significativamente en Chile en números absolutos entre 1990 y 2016, diversificándose también sus orígenes nacionales, la migración sigue siendo proporcionalmente modesta en el país. Chile presentó un porcentaje de migrantes internacional del 2,3 % sobre el total poblacional en 2014 (Rojas-Pedemonte y Silva-Dittborn, 2016: 10), por debajo de la media internacional del 3,3 % en aquel año (UN, 2015a: 1), y por debajo de la media en los países autoproclamados “desarrollados” (que giraba alrededor del 11,5 %) (Rojas-Pedemonte y Silva-Dittborn, 2016: 10). Es solo en 2017 que el país supera la media internacional de migrantes en el mundo.
Según el Ministerio de Relaciones Exteriores, a través de la Dirección para la Comunidad de Chilenos en el Exterior y del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), en 2004 había 857.781 chilenos emigrados (Dicoex, 2005: 11). Estos mismos organismos proyectaban que este número bordearía los 900.000 en 2016. Contrastando los datos numéricos sobre la entrada de extranjeros con los de salida de chilenos, llegamos a un cálculo matemático bastante clarificador: para cada migrante internacional en Chile, había aproximadamente dos chilenos afuera. Actualmente, esta proporción es de uno para uno.
Estos datos no permiten corroborar la idea de una invasión migratoria. El discurso de “invasión” responde más bien a imaginarios sobre la supuesta superioridad de desarrollo chileno en el contexto sudamericano, remitiendo, por ende, a las mitologías constitutivas del Estado-nación (Grimson y Guizardi, 2015: 17). Estas mitologías se reflejan, en el caso chileno, en la noción generalizada de que el país es excepcionalmente ordenado, que le constituyen instituciones nacionales serias y respetuosas, que el desarrollo económico y social chileno contrasta con el cuadro presentado por los países vecinos. Por lo tanto, que el país “sea invadido por migrantes latinoamericanos”, sería una “prueba fehaciente” de la superioridad de los valores y proyecto nacional chileno en el contexto sudamericano5.
En los trabajos revisados, se afirmaba reiteradamente, además, que esta nueva migración (notoria en Chile de los 90 en adelante) sería transfronteriza y andina (principalmente peruana), que estaba feminizada y que se dirigiría casi exclusivamente al centro del país (a la capital, Santiago). Las dos primeras de estas afirmaciones son efectivamente respaldadas por datos contrastables. En Chile, los peruanos aparecen en los censos como el colectivo nacional predominante desde 2002, correspondiendo en 2016 al 31,7 % de la migración registrada (Rojas-Pedemonte y Silva-Dittborn, 2016: 14). Por otro lado, de acuerdo con la Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional de Chile [Casen] (2013: 7), entre 2009 y 2013, la composición de la población migrante internacional femenina pasó del 51,5 % al 55,1 %.
Pero la tercera afirmación, aquella que retrata a la migración como un fenómeno capitalino, parecía bastante cuestionable por dos razones. La primera de ellas, debido a su incoherencia con la experiencia de Guizardi y otros miembros de nuestro equipo de investigación, que vivían y hacían trabajo de campo en el norte de Chile, donde la presencia de migrantes peruanos y bolivianos era un hecho histórico y cotidiano ineludible. La segunda de ellas, debido a que, de los setenta y seis trabajos revisados, setenta y dos se apoyaban o bien en informaciones censales, o bien en estudios de caso realizados solamente en Santiago. Solo cuatro estudios habían efectivamente llevado a cabo investigaciones cualitativas o cuantitativas en otros espacios del territorio chileno. Pese a lo anterior, en estos setenta y dos trabajos se presentaban con increíble vehemencia a los resultados como válidos “nacionalmente”, “en Chile” (Guizardi y Garcés, 2014a: 231).
Desde fines de los 80, ha devenido una especie de cliché crítico en los estudios migratorios la necesidad de vigilar epistemológica, teórica y metodológicamente la reproducción de aquello que autoras como Levitt y Glick-Schiller (2004) denominan nacionalismos metodológicos, “la tendencia a aceptar el Estado-nación y sus fronteras como un elemento dado en el análisis social” (Levitt y Glick-Schiller, 2004: 65)6. En el caso específico que nos atañe, se puede decir que el exceso de foco en la migración en Santiago constituía un nacionalismo metodológico, porque sobredimensionaba el papel de la capital en la conformación de los fenómenos sociales, reproduciendo así el papel político que esta tiene en la configuración centralista del Estado-nación (Guizardi, 2016a: 9). Así, este nacionalismo metodológico se materializaría, en estos trabajos, debido a la costumbre de considerar aquello que ocurría en la capital como representativo de una realidad nacional: un “santiaguismo metodológico” (Grimson y Guizardi, 2015: 18). Este “santiaguismo” induciría estos trabajos a dos otras formas de distorsión interpretativas:
Ellos operan una transvaluación, es decir, asumen que los elementos observados en el estudio de caso –que dependen marcadamente de un contexto específico, con su específico set de relaciones, movimientos y ubicaciones– son representativos de realidades, relaciones, territorios y fenómenos más amplios de lo que realmente pueden representar, definir o significar […]. Paradójicamente, esta generalización compulsiva de lo que ocurre con la migración peruana en Santiago –la nacionalización metonímica de las conclusiones obtenidas en este contexto social determinado– termina provocando el proceso de progresivo encubrimiento, condensación y aglomeración de las particularidades contextuales del fenómeno estudiado, lo que le hace perder su riqueza particular (Appadurai, 2000: 150). En otras palabras, la contribución más pertinente de estos estudios –su capacidad de apuntar la configuración localizada, particular y única en Santiago de un fenómeno globalmente generalizado, observado en incontables ciudades del mundo, como lo es la migración internacional– es oscurecida por un mecanismo incoherente de generalización, incurriendo en otra distorsión a la que Appadurai (2000: 150) denominó focalización (Guizardi y Garcés, 2014a: 234).
Paralelamente a estas distorsiones, también producía algo de inquietud el hecho que la mayoría de los trabajos llevados a cabo en Santiago estuvieran centralmente dedicados a aspectos específicos de la dimensión femenina del fenómeno. Que no nos malinterpreten lectoras y lectores: la centralidad atribuida a la cuestión femenina está lejos de ser un problema. No solamente estamos de acuerdo con este énfasis, sino que, además, lo endosamos en nuestro estudio. Lo que nos causa cierta suspicacia con relación a estos estudios son más bien las prácticas discursivas relacionadas a las formas de enunciar a las migrantes. La mayoría de los trabajos se centraba en las peruanas que trabajaban en los servicios domésticos en Santiago, pero reiteraba los santiaguismos metodológicos al retratarlas como “las mujeres migrantes en Chile”.
Por otro lado, es posible argüir que este énfasis en las mujeres peruanas expresaba