Hasta nuestros días destacan conflictos favoritos como el israelo-palestino-árabe, casi siempre presente en titulares, independientemente del número de sus afectados en un momento determinado. Un conflicto, como este mismo, puede cambiar de signo. Hasta la Guerra de los Seis Días el sionismo podía considerarse éticamente superior a la barbarie de los fedayún palestinos y sus aliados árabes, pero ante la superioridad aplastante israelí en esa guerra y la ocupación de territorios, los roles se fueron trastocando. Este giro evoca la inversión de los papeles de “buenos” y “malos” entre vaqueros e indios en los westerns desde la producción de las películas Soldier Blue y Bailando con lobos, que igualmente responden a cambios de percepción cultural e ideológica de la historia.
Alrededor de un millón de víctimas y la utilización de armas químicas en la guerra iraquí-iraní de 1980 a 1988 no bastaron para atraer la atención periodística y sus noticias no pasaban de una pequeña mención en remotas páginas interiores. Aparentemente, el tirano Sadam Hussein aprovechó la preocupación occidental por la Revolución Islámica de Jomeini para atacar Irán. Hubo que esperar a su improvisada invasión de Kuwait para concederle a Sadam un protagonismo diabólico que no lo abandonaría hasta su ejecución al cabo de las operaciones militares de la segunda guerra de Irak. Casi ignorada fue la esporádica guerra civil en Sri Lanka (entre 1983 y 2009) y sus más de cien mil muertos, consecuencia del enfrentamiento poscolonial entre la mayoría étnica local, los cingaleses, y una minoría separatista, los tamiles, en su momento traída por los ingleses del continente indio para someter al resto. Inglaterra ya no tenía intereses en la zona y nadie se preocupó de reportar o investigar las raíces de un conflicto sin clara definición moral ni entidad estratégica. Más atractiva resultó “la guerra del fútbol” entre El Salvador y Honduras de 1969, por lo estrambótico de su planteamiento.
Cuando no existe un interés nacional o estratégico, priman, aunque parezca disparatado, criterios de interés narrativo para decidir seguir determinada crisis. Clave es una asignación convincente de los roles del bueno y el malo en el conflicto, idealmente con final feliz. Por esta razón, la Segunda Guerra Mundial tuvo y todavía sigue teniendo (en documentales, series históricas y efemérides) un atractivo fatal, nunca mejor dicho. Combinó intereses vitales de las potencias occidentales con una clara distinción moral entre las partes –durante mucho tiempo indiscutible, ahora discutida por “revisionistas”–, que para nada era clara en la Primera Guerra Mundial, mal resuelta y, por lo tanto, antesala de la Segunda. La intervención de hombres y máquinas estableció récords y sus batallas fueron escenarios de espectacular teatralidad: Stalingrado, El Alamein, Monte Casino, Londres, la batalla del Río de la Plata, Pearl Harbor… Hiroshima, Nagasaki. Aún más impresionantes eran sus protagonistas “estrella”: Hitler, Stalin, Churchill, Roosevelt y, un poco menos, De Gaulle, excepto en su propia “liga”, donde ha servido para borrar la mancha de la Francia colaboracionista.
El Holocausto demostró las limitaciones de la información periodística. Episodio histórico de inmensa dimensión trágica, ciertamente de difícil acceso directo y disimulada como vasta infraestructura industrial convencional con una novedad no inmediatamente conocida: que su producción única era el genocidio. Precisamente, dada su monstruosidad, el fenómeno carecía de precedente, lo que lo convertía en inimaginable. Todavía cuesta entender cómo una patológica fantasía personal se tradujo en un racional frenesí asesino colectivo. La prensa se hizo eco del tema al final, cuando los campos de exterminio fueron liberados, y se publicaron las terribles fotos de supervivientes macilentos, de osarios y depósitos de cabello humano, dientes y gafas. Pero aquel material, carente de un contexto narrativo, era una exposición pornográfica del horror que acabó depositado en museos. Más tarde, cuando aparecieron testimonios como el de Ana Frank o fotos de niños aterrorizados del gueto de Varsovia, las historias abarcables empezaron a conmover al público. Hasta Primo Levi, Kertész o Applebaum, el tema también parecía intratablemente excesivo para la literatura. Prueba de la imposibilidad de informar sobre los grandes cataclismos que nos han asolado (Holocausto, Gulag, Revolución Cultural) en esta era de la razón es que acaban reduciéndose a un debate sobre cifras, insensato enfoque como bien resumía Stalin: “Un muerto es una tragedia, un millón es una estadística”. Ni lo uno ni lo otro es noticiable.
la necesidad de una narración
Ninguna información, por rigurosa que sea, deja de ser incompleta ya que posee raíces y consecuencias que se expanden en todas direcciones como ondas en el tiempo y el espacio; porque siempre se trata de una historia en evolución. Exige, para que se la considere una “unidad” informativa, poseer cierta estructura orgánica que, en parte, busca resumirse en un titular.
Partiendo de dicha indefinición narrativa, no es casual que el nacimiento de la prensa fuera contemporáneo de la popularización de la novela moderna de corte “realista”, así definida a pesar de ser producto de la ficción que, además, y mucho antes de establecerse las grandes editoriales, prosperó por entregas en los mismos diarios. Este tipo de literatura ha ofrecido al periodismo un modelo de unidad narrativa que sugiere que las noticias conforman capítulos o episodios de una novela en movimiento. En efecto, la literatura realista es la expresión de un mundo imaginable, que se ajusta a parámetros similares a los de la información propiamente dicha, relativos a eventos que podrían haber ocurrido y ser difundidos como verdaderos, pero redondeados para conformar una historia. Recordemos algunos de sus grandes exponentes: Stevenson, Hardy, Dickens, Balzac, Flaubert, Galdós, Büchner, Steinbeck, Scott Fitzgerald y los rusos de Gógol a Chéjov. En su versión extrema (Zola), el género naturalista, pretende, sin ornamento alguno y con prosa seca y puramente descriptiva emular “la vida real”, presentando un material que por su naturaleza tiene un potencial noticiable, en caso de llegar a realizarse.
Desde el siglo xix este tipo de ficción se diferenció radicalmente de la lírica, la tragedia, las antiguas leyendas y los relatos de contenido religioso, géneros que llamaremos “trascendentes” porque todos ellos están asentados en otra dimensión de la realidad, que no en la inmediata.
Si la literatura precedente reflejaba unos principios morales, ejemplares y para nada descriptivos, sino que por lo contrario informaban sobre un “debe ser”, la realista, aunque ficticia, valga la paradoja, pretende describir situaciones, conflictos y dilemas que representen los componentes esenciales de la realidad tal como es, o parece ser. Por ello a menudo se ha considerado que la literatura aporta una mirada más profunda sobre la realidad que la mera información documental, precisamente porque la organiza, preferiblemente sin adulterar su verosimilitud, de modo que puede considerarse una historia completa, esto es, dotada de información suficiente.
La aportación de la novela a la visión del mundo realista permitió ajustar la narración a un “argumento” central autónomo; convirtiéndose en una trama elaborada a partir de un fragmento limitado de una corriente de eventos que, como en la vida real, le sirven de trasfondo. De múltiples opciones, la narrativa selecciona aquellas que considera relevantes junto a detalles que estrictamente no lo son pero que definen “ambiente” y aportan credibilidad, como el papel de personajes secundarios, la descripción detallada de paisajes de fondo o de interiores. Una vez madurado, el género pudo manejar también el orden de los tiempos y echar mano del flash back, contar la historia del final al principio o en varios planos paralelos como lo han hecho Faulkner, Céline y Vargas Llosa. Independientemente de si la historia es narrada de forma lineal o no, el argumento realista que la subyace y le confiere unidad posee un comienzo, un desarrollo y un desenlace, junto a un número variable de relatos subordinados, o por lo menos fue así hasta la aparición del nouveau roman. Influenciado por ese modelo, el periodismo, a partir de sucesivas noticias en torno a un tema de interés, aspira a sugerirle al lector un argumento en construcción que, como en la novela, además de organizar el conocimiento, está llamado a provocar identificación, curiosidad y sorpresa.
Claro que los relatos