Historia reciente de la verdad. Roberto Blatt. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Roberto Blatt
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417866389
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planetario único permitiendo fijar itinerarios, ubicar la posición relativa de navíos y racionalizar rutas. En el plano de la medición doméstica se estableció el metro en 1889 en la Conférence Générale des Poids et Mesures como “la distancia entre dos líneas sobre una barra estándar compuesta de una aleación de 90% de platino y 10% de iridio, medida a la temperatura de fusión del hielo”. La comunicación se revolucionó con el telégrafo, y la estandarización se extendió a ámbitos como la sanidad, el saneamiento y el alcantarillado. Mientras, las academias oficiales de las potencias europeas continuaron la unificación del lenguaje nacional, con variada incidencia internacional, y se desarrollaba la lingüística como ciencia del lenguaje en general. Las nuevas utopías igualitarias no impidieron, quizá más bien favorecieron, una cierta obsesión por la medición objetiva y cuantitativa de la “normalidad” humana y de su defecto, en general con actitud paternalista. Churchill incluso era partidario de esterilizar y aislar en campos a los “mentalmente incapaces” y encabezó el apoyo a la Mental Deficiency Act de 1913 que suplantó a la Idiots Act de 1886. “Idiotas” se consideraba a quienes requerían protección de sí mismos, “imbéciles” a aquellos de quienes la sociedad debía cuidarse y, finalmente, se identificaba a los “débiles mentales”, que necesitaban mucho entrenamiento y supervisión. Entusiasmados por las medidas “objetivas” del cociente intelectual, los norteamericanos definieron como “idiotas” a los que puntuaban por debajo de 25; “imbéciles” a los de menos de 50 y en 1910 Henry Goddard inventó un término para los que se situaban entre 51 y 70 puntos: los morons o “tontos”, un calificativo muy en uso aún.

      En el pasado la noción de universalidad no era aplicable a lo cotidiano, sino que estaba postergada a una infinita eternidad alcanzable post mortem, de tal forma que tanto el pasado como el porvenir eran míticos. Hasta el siglo xviii los cambios históricos eran muy lentos, imperceptibles desde una perspectiva individual. Hasta entonces, las únicas variaciones que se distinguían eran los avatares de las vidas personales marcados por la suerte o la desgracia, el “destino”, si se quiere, que afectaba exclusivamente al ámbito privado, biográfico o familiar.

      Sirva como demostración del poco interés por la historia global que el primer “centenario” se conmemoró en Estados Unidos en 1876, el primero de la revolución de un país sin una historia anterior –la de los indígenas no contaba–, y no sin la mofa de los críticos ingleses del Daily Mail que constataban la súbita profusión de estas celebraciones en distintos puntos de América. Un siglo antes, los ingleses consideraban la historia como un elemento de interés meramente estético o como un signo de distinción, por ello construían falsas ruinas grecorromanas en sus jardines artificialmente diseñados para parecer silvestres…

      El rápido desarrollo tecnológico del siglo xix, que se haría veloz en el xx y frenético en el xxi, permitió “la invención del futuro” como horizonte de proyectos utópicos realizables. A la par nació la fascinación por el pasado, relacionada con el afán por detectar los “principios” mecánico-racionales de la Historia, combinando a Feuerbach y Darwin, de forma similar a cómo, con Newton, se creía haber descubierto la naturaleza mecánica de la materia. James Gleick recoge en su libro Viajar en el tiempo (2017) las “fantasías” de Jorge Luis Borges: “Que el presente estado del universo es, en teoría, reducible a una fórmula, de la que alguien podría deducir todo el futuro y todo el pasado”.

      Y una vez establecidas las conexiones con un pasado y un futuro objetivos, se entiende mejor la obsesión contagiosa de un Wells: una máquina del tiempo para no solo “deducirlo”, sino viajar en él en ambas direcciones.

      La nueva utopía progresista, burguesa o proletaria, otorgó un papel fundamental a la información y a la formación o educación (Bildung), una herramienta esencial para permitir una aspiración casi imposible hasta entonces: la movilidad social. Esto encajaba perfectamente con la concepción de un mundo universal de homogénea constitución material, perfectamente descrito por un conocimiento científico y tecnológico que se tenía por casi completo, apenas y solo provisoriamente limitado por instrumentos de medición aún no lo suficientemente precisos. Así de optimista era la visión mecanicista del mundo antes de Planck, Freud y Einstein.

      En una serie inglesa producida por la BBC que evoca la introducción de un nuevo programa informativo en el Reino Unido en la década de 1950, un personaje comentaba emocionado: “We are making the world look unbearably real” (“Estamos mostrando un mundo insoportablemente real”).

      Dada la centralidad de la información en el nuevo proyecto utópico burgués, la prensa, que hasta el xviii estaba apenas compuesta de pasquines y libelos mayoritariamente anónimos, se convirtió en una institución, en principio independiente: “el cuarto poder”. Quizá fuese la primera de propiedad privada con vocación de participar abiertamente en el proceso de toma de decisiones sociales y políticas, un área tradicionalmente limitada al rey y oblicuamente a la iglesia.

      Prensa y democracia se retroalimentaron. La introducción del sufragio, que tardó mucho en ser universal, se inició en el Reino Unido en el siglo xviii –ya en el xvii, después de una real cabeza cortada, la revolución de Cromwell colocó el Westminster, el parlamento, por encima de la monarquía–, pero para adquirir la calidad de votante había que superar unas pruebas de solvencia accesibles a unos pocos, no muchos más que los miembros tradicionales de la élite, algo ensanchada gracias a las nuevas oportunidades abiertas a funcionarios y aventureros enriquecidos en las posesiones coloniales.

      A continuación, la mencionada transformación de los medios de producción dio lugar a una numerosa clase media y a una consiguiente redistribución de recursos, que en conjunto concentraba más poder económico que la aristocracia hereditaria, habituada a la toma de decisiones en selectas cortes alimentadas por rumores e intrigas. Esa nueva élite masiva, arribista y anónima, pero liderada por los potentados, requería el acceso público a la máxima información para promover la correcta toma de decisiones, incluso las de pequeños inversores y ahorradores; un número creciente de ciudadanos que por primera vez disponían de algún capital. La comunicación era imprescindible para dar forma a esta emergente “opinión pública” que, una vez movilizada, exigió ampliar el derecho al voto y hacerlo secreto para evitar presiones.

      La utopía socialista diseñada para el proletariado surge como un efecto secundario, pero no menos transformador, de la revolución industrial burguesa. La paulatina alfabetización promovida por las cada vez más inclusivas instituciones de educación pública, en principio, tendía a aumentar la productividad de la fuerza de trabajo operadora de máquinas cada vez más complejas (pasada la primera era de la minería y de la rudimentaria labor textil…) y, de paso, reforzaba la cultura cívica de toda la población. Esto fue aprovechado por los movimientos obreros, que también descubrieron el potencial propagandístico de la prensa, aunque fuera en formatos más económicos como la octavilla o el “volante” antes de fundar sus propios periódicos.

      The Times (ambiciosamente nacido en 1785 como Daily Universal Register) comenzó el primer día de 1788, ya con su nombre definitivo, a publicar noticias comerciales y a reportar escándalos. Años más tarde adoptaría su rigurosa política de información precisa, alineada con las virtudes atribuidas a la administración británica, inspirada en un riguroso empirismo.

      Si la imprenta había lanzado la Reforma con sus biblias baratas al alcance de muchos, la rotativa patentada en 1847 hizo lo propio con la prensa al permitir ediciones masivas (fenómeno que inspiró más de una historia marcada por la exclamación de “¡Paren las máquinas!”). En efecto, la tirada de The Times, por ejemplo, pasó de 5.000 ejemplares diarios en 1815 a 40.000 en 1850.

      La cobertura internacional directa se inició con el envío del primer corresponsal de guerra, William Howard Russell, a la guerra de Crimea de 1853-1856. Fue tan eficaz e influyente que el gobierno británico se enteró de las propuestas de paz rusas al leerlas en el periódico.

      Por su parte, Le Figaro francés, designación