The New York Times nace en 1852 evitando toda forma de sensacionalismo. Sin embargo, solo alcanza su apogeo popular cuando publica los detalles del hundimiento del Titanic en abril de 1912. Su cobertura de las dos guerras mundiales afianzó su prestigio y dio un salto cualitativo cuando publicó en 1971 los “papeles del Pentágono”, un estudio secreto sobre la intervención de los estadounidenses en Vietnam filtrado por funcionarios del estado. El supremo de Estados Unidos decidió que primaba el derecho de libre expresión constitucional sobre el secreto de estado.
Hoy la filtración anónima se ha convertido en un recurso fundamental de la prensa en países donde está permitida por la ley. Ese no es el caso, por ejemplo, de Gran Bretaña, democracia garantista de primera hora, donde rige una estricta “ley mordaza”. Cuando The New York Times filtró en 2017 informaciones secretas conjuntas de los servicios de inteligencia americanos y británicos sobre víctimas de un atentado en Londres, los británicos indignados amenazaron con interrumpir el intercambio de información entre las agencias de los dos países. Las filtraciones, son, sin duda excelentes fuentes, por lo demás inconfirmables, y resultan más baratas que el “periodismo de investigación”. Tienden, sin embargo, a establecer vínculos clientelistas entre políticos y periodistas, cuyos diarios, por necesidad y para conservar sus respectivas fuentes, se alinean cada vez más en una dirección partidista determinada.
verdad y opinión
Claro que nunca existió una prensa uniforme, sino que los diarios se fueron situando del lado liberal o conservador, a derechas o izquierdas del abanico ideológico, según la afinidad de sus dueños y redactores y, muy pronto, de sus estrategias de mercadeo. Pero ningún órgano de prensa de la época, excepto los oficiales de la iglesia, dudó nunca de la existencia de una realidad material única, objetiva y universal, y ninguna ideología moderna renunciaba a propulsar una utopía de justicia y prosperidad. El gran desacuerdo, ciertamente no menor en la práctica, se centraba en cuál era el camino para alcanzar ese ideal y qué periódico lo representaba mejor. Independientemente de cómo se interpretase, la verdad era indudablemente una sola y ciertamente muy diferente a la mentira.
La prensa, difusora de esta “descubierta” realidad, discrepancias aparte, en general dio un paso decisivo en el establecimiento de esa verdad literalmente revelada. Hasta hace muy poco, la noticia periodística ha gozado efectivamente de una especial credibilidad. El hecho de que una información apareciese en las páginas de un periódico confirmaba de manera inequívoca su veracidad, un atributo que luego se trasladó a la televisión.
Sin embargo, extraña que las noticias, flashes de realidades incontestables, hayan sido siempre de naturaleza perecedera, condición necesaria, claro está, para dar lugar a las del día siguiente. Se supone que no es el componente de veracidad de cada una lo que se difumina a diario, sino su relevancia o la oportuna aparición de una actualización, para finalmente dar con sus restos en los archivos, la hemeroteca, literalmente “memoria de los días”, que se va haciendo infinita en el espacio digital y presumiblemente indestructible (o especialmente vulnerable si por alguna razón se dispersa “la nube” digital que la cobija). La rápida pérdida de interés de una noticia se parece a cómo se desinfla un chiste una vez conocido su punch line. Frágil momento de sorpresa de una mini historia inmediatamente resuelta, como los spots publicitarios que pronto aparecieron y que, nacidos emulando a las noticias, se limitaban a aportar información factual sobre las características técnicas, coste y utilidad del producto.
Sobre la posible irrelevancia de las noticias, Chesterton, que como buen metafísico cristiano buscaba la verdad en otra parte, decía: “El periodismo consiste esencialmente en decir ‘Lord Jones ha muerto’ a gente que no sabía que Lord Jones estaba vivo”. “Por qué no habrá la eternidad querido abortar este engendro del tiempo”, se lamentaba Karl Kraus en ese mismo sentido. “No tener ideas, pero saber expresarlas, eso es periodismo” era otra de sus boutades, atribuyendo tácitamente a las ideas la perdurabilidad que no les concedía a los hechos notables, mejor dicho “noticiables”.
A diferencia del texto sagrado dueño de una verdad tan eterna como postergada, la noticia periodística conjura, es cierto, una realidad absolutamente presente pero efímera, eso que conocemos como “actualidad” en perpetua renovación. La experiencia personal ya solía volcarse en un diario íntimo y secreto. Por el contrario, el periódico es un diario de impacto público cuyas entradas son, salvo las columnas que firman los comentadores, por lo general anónimas, provenientes de agencias de prensa. Puntual o no, la noticia nace, no obstante, como sinónimo de información. Menos claros son los criterios “objetivos” para seleccionarla en un océano casi infinito y continuo de eventos. El concepto de “scoop” o “exclusiva” se refiere a hechos espectaculares y sorprendentes que destacan y se perciben como novedad. Claro que un factor editorial y el papel del redactor responsable son decisivos y responden a una variada amalgama de intereses comerciales, políticos, culturales y de estilo.
No todas las novedades sirven. Se ajustan a directrices oportunistas. Para empezar, la globalización de la información nació para cumplir con unas necesidades específicas surgidas de la difícil tarea de administrar las extensísimas colonias británicas, un punto de vista muy particular. Esto se hizo con extraordinaria eficacia, entre otras razones, gracias a la explotación correcta de la información periodística aportada por la propia prensa británica, que podría considerarse la versión civil de la “inteligencia militar”. Todo el subcontinente indio, que incluye los actuales India, Pakistán y Bangladesh, fue mantenido bajo ocupación con unos meros 4.000 soldados metropolitanos, en su mayoría escoceses, y mucha intriga para aprovechar las rencillas entre las comunidades locales. En segundo lugar, acorde con su rango inferior como imperio colonial, las publicaciones francesas inculcaron una mirada sobre el mundo, el de sus posesiones, sobre todo, convencidos de la relevancia universal de sus principios republicanos… y de sus intereses d’outre mer. Y digo “inculcaron” porque esa mirada no era neutra, estaba cargada de “civilización”, la propia. Poco prosperaron los periódicos alemanes, por ejemplo, y no por falta de medios, en ambos sentidos de la palabra, sino por llegar tarde al reparto colonial. En consecuencia, se vieron relegados a una cierta intrascendencia continental a pesar de haber comenzado a publicar diarios a comienzos del siglo xvii, gracias a la temprana adopción de la imprenta. Menciono el primero de todos, del que se conservan números de 1609, que se lanzó en la ciudad libre de Estrasburgo con el nombre de Relation aller Fürnemmen und gedenckwürdigen Historien, que en español significa nada menos que la “Colección de todas las noticias distinguidas y conmemorables”, ya entonces susceptibles de ser olvidadas de un día al siguiente.
A pesar del carácter universal de las nuevas ideologías terrenales, seguían primando los asuntos “nacionales”, ámbito entendido en su sentido más amplio, dependiendo de hasta dónde se perfilaba el horizonte de los intereses propios, que bien podían ser intercontinentales en el caso de las grandes potencias.
El relativo provincialismo de los periódicos estadounidenses, exceptuando los de la costa este y alguno en la del oeste, muestra su llegada igualmente tardía al proceso colonial, hasta que su dubitativa involucración en las dos guerras mundiales y la subsiguiente guerra fría, le legaron una vacilante posición hegemónica. A pesar de su liderazgo global, hasta hoy es muy amplia la profusión de medios locales que informan en grandes titulares “¡Extra!, ¡extra!”, como en las películas de los años cuarenta. Son pocos los estadounidenses que se informan sobre el resto del mundo, aunque se haya adoptado su modelo comercial y cultural de forma mayoritaria en todo el planeta.