Malas posturas. Lina María Parra Ochoa. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Lina María Parra Ochoa
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789587205206
Скачать книгу
el corredor largo lleno de puertas que se mantienen abiertas, todas blancas, la estación de las enfermeras, las carpetas llenas de papeles, las historias clínicas de los pacientes, la sala común donde un par de señoras muy viejas y seniles juegan un partido de parqués que les ha durado todo el día, mientras de lejos un hombre las mira. Es flaco, tan encorvado sobre sí mismo que su barbilla y su pecho se rozan, los dedos morados por la falta de circulación, los pelos de las orejas largos, los pelos de la nariz largos. Las mira –eso pienso– sin querer, porque no hay nada más que se mueva a su alrededor. Paso temerosa por entre un laberinto de sillas y muebles y mesas llenas de revistas y fichas desperdigadas de dominó. A veces se me aparece la sala casi vacía, monacal, minimalista. Pero hoy no, hoy la imagino llena de muebles, de obstáculos imposibles de cruzar. A la vez tengo miedo de llegar al sillón verde y de nunca poder alcanzarlo. Evado a una paciente con un retraso severo, a la que su familia abandonó hace años en el asilo. Imagino que la mujer nunca pudo recuperarse, siempre babea un poco y no mide la fuerza de sus manos. Me busca, eso quiero creer, porque le gusta meter los dedos por los túneles certeros de cada uno de los crespos de mi pelo. A veces la dejo, me gusta imaginarme tolerante ante ella, condescendiente incluso, maternal. Pero he de admitir que a veces me posee la repulsión. A ella no le lavan los dientes hace días. Porque es una paciente que muerde. La única que se le puede arrimar con un cepillo en la mano es la misma enfermera que le corta las uñas a Camila y que me desenreda el pelo sin jalarme. La misma enfermera que no ha venido en días porque los pelos del hombre flaco ya se asoman más de un centímetro por fuera de su nariz y sus orejas.

      Me siento en el sillón, arrinconándolo todo lo que puedo hacia la ventana. Meto la mano en el bolsillo de la camisa y saco la bola de pelos de Camila. Parece paja o el pelo de mis muñecas Barbie viejas, cuando mi hermana y yo jugábamos a que era día de piscina y las bañábamos con jabón Rey en un balde lleno de agua. Con los dedos, lentamente, voy desarmando la bola de pelos, voy sacando mechones y los voy estirando sobre mis piernas. No sé por qué. Eso es lo que imagino. A las tres de la tarde llega mi familia. Hago como que no oigo que me llaman, los obligo, con mi indiferencia, a que vengan hacia mí. Oigo cómo arriman tres sillas y las ubican a mi alrededor. Oigo, pero no me volteo a mirarlos aún. La mamá debe tener los ojos llorosos, deben estar pensando que hoy es un mal día.

      Cojo cada uno de los mechones de pelo y los enrollo en bolitas más pequeñas que la original. Y una a una, voy metiendo las bolitas de pelo de Camila por debajo del cojín de mi sillón verde. Solo cuando termino volteo a mirarlos a ellos. No son tres, son cuatro. Esto no es lo que usualmente imagino. Además de mis padres y mi hermana, hay una doctora, nueva, que nunca he visto. Tiene el pelo crespo y muy corto y una sonrisa distante. Me entrega un papel, me da de alta. La mamá efectivamente está llorando, el papá un poco también. Mi hermana en cambio sigue impávida, mirándome sin parpadear, me reta. Suelo imaginar que estoy loca, suelo preguntarme cómo sería la vida en un asilo, tranquila, con tiempo, sin autonomía. A veces pienso que mi problema es saber qué hacer con mi autonomía. Pero esto no lo he imaginado nunca, no puedo prever qué va a pasar ahora, porque no sé si está pasando siquiera. Sin bajarle la mirada a mi hermana, meto los dedos por debajo del cojín del sillón y rescato una de las bolitas de pelo que acabo de sembrar. Me aferro a ella como a un amuleto, la siento crujir entre las yemas de mis dedos. Al fondo, en la estación de enfermeras, está la enfermera que sabe desenredarme el pelo sin jalarme. Ha vuelto. Está revisando historias médicas. Me levanto del sofá. Me levanto de la cama. Me duelen los dedos por pasar toda la noche escribiendo en mi libreta.

       Fantasmas

      Cuando se acostumbró a la presencia, las cosas raras dejaron de pasar. Se acostumbró rápido, había crecido con historias de fantasmas pero nunca sintió miedo. Cuando tenía ocho años creyó ver la sombra de un niño que la miraba desde el patio de su casa, al lado de un árbol de mangos. La miraba sin ojos, porque todo el niño era apenas una sombra insinuada, pero la miraba insistente, con una mano apoyada sobre el tronco del árbol. Ella había ido al baño, casi siempre se despertaba con ganas de orinar en la mitad de la noche; mientras volvía a su cuarto lo vio en el patio, mirándola. Pensó que tenía su misma edad. Ocho años. Y que estaba muerto. Sintió pena pero luego sus pies descalzos empezaron a dolerle por las baldosas frías. Volvió a su cuarto, a la cama que compartía con su hermana mayor. Ella había tirado las sábanas al suelo y también tenía los pies fríos. Rosalba la cubrió y se acostó a su lado. No tardó en dormirse. No volvió a ver al niño.

      En otras ocasiones, mientras crecía, creyó también ver sombras que le devolvían la mirada: en una iglesia la sombra de una mujer encorvada y vieja al lado de la cabina del confesionario; en la calle la sombra alta de un hombre gordo parada en medio del tráfico.

      Al principio, cuando ella y Jota alquilaron la casa en Bogotá, Rosalba sintió apenas un roce en el brazo, y pensó que tal vez…

      Aun así, los primeros días no pasó nada, el trasteo fue corto. Ellos eran recién casados, recién llegados a la capital, recién habían comprado un juego de habitación con cama doble y dos nocheritos de pino, recién habían conseguido de segunda una mesa de comedor de roble con seis sillas, recién habían empezado a vivir juntos, a hacer el amor sin estar escondidos, a cocinar a su manera, a construir unas rutinas, a acostumbrarse a los olores, los ruidos y los pelos del otro. Recién habían entrado en esa calma llana de la vida antes del primer hijo. No lo estaban buscando, querían el silencio, el orden, el sexo; el hijo era un plan indefinido para después. Rosalba era joven, se acababa de graduar del colegio, tenía diecinueve años, hacía poco se había ido de su casa.

      Un día, aún viviendo en Medellín, bajó al centro a comprar ropa interior. Fue unas semanas antes de casarse. No le dijo a nadie, ni a su madre ni a sus hermanas, a dónde iba. Cogió un bus en el parque de Manrique y pasó todo el trayecto nerviosa, mirando por la ventana pero sin atender a nada en particular. Pensaba en un liguero que había visto un día en una tienda en Junín. No sabía si podría medírselo, o si debía escogerlo a ojo. Nunca había ido sola a comprar ropa interior, siempre iba con su madre y sus hermanas y todas terminaban con los mismos calzones blancos de algodón, sencillos y económicos; y los mismos brasieres blancos de algodón, sencillos y económicos.

      Pero en el bus Rosalba pensaba en un liguero negro, con cintas de satín y volantes de encaje; y pensaba en un brasier de encaje rojo, con copas amplias para sus senos grandes, con hormas de alambre para que se viera bien el escote. Y pensaba en unos calzones de encaje rojo que combinaran con el brasier, y pensaba en una levantadora de velo y satín, y pensaba en él, en Jota, quitándole cada una de las prendas que aún no se había comprado, y abrió un poco las piernas porque sentía calor entre los muslos. Se le pasó la calle donde debía bajarse, y finalmente tampoco notó la presencia, apenas una sombra que, sentada en la silla atrás de la suya, jugaba con las puntas de su pelo, enroscándolas en los dedos sombríos, como humo.

      El día del matrimonio se metió al baño y se cambió la ropa interior blanca que le había dado su madre por el conjunto de encaje rojo que finalmente compró en el centro. Nunca volvería a comprar ropa interior de algodón. Se dejó el liguero blanco alrededor del muslo izquierdo para el momento de la fiesta, en que los hombres se turnarían para quitárselo con la boca. El liguero negro era para Jota solamente. La ceremonia fue sencilla, en la casa de sus padres, solo su familia. Jota no tenía a nadie. Jota había sido su profesor de Matemáticas en décimo, tenía veintiséis años, acababa de llegar de estudiar en Rusia, era comunista, alto, acuerpado y no tenía a nadie. En la fiesta se tomó solo una foto: ella y Jota en el patio de atrás, junto a una mesa de madera sobre la que estaba la torta. Ella sostiene un cuchillo en la mano, haciéndose la que va a partirla, y Jota le pasa el brazo por la cintura. Por un momento, en la foto no quedó, Rosalba desvió la mirada, y allá junto al palo de mangos la vio de nuevo. La sombra de un niño como de ocho años le devolvía la mirada, apoyada en el tronco del árbol. Cuando pudo escaparse un momento de los invitados que querían felicitarla, fue caminando hasta allí, pero no vio nada.

      Desde que llegó a Bogotá dejó de ver sombras y de sentir presencias. Jota estaba convencido de que la capital era mejor para conseguir trabajo, para hacer negocios, y aunque fuera comunista