Malas posturas. Lina María Parra Ochoa. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Lina María Parra Ochoa
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789587205206
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las camillas y de las sillas de ruedas por los corredores. Los locos están tranquilos, son gentiles o estúpidos, y todos viven sedados.

      Me imagino entre ellos. Vestida con una bata de algún color claro, el pelo revuelto porque la enfermera que sabe peinármelo sin jalarme no ha venido esta semana. Está enferma. Pienso en ella mientras miro por la ventana desde el sillón verde donde estoy sentada, leyendo. He pedido que por favor ubiquen el sillón junto a la ventana de la sala común, donde los otros internos pretenden hacer cosas en las que no se concentran mucho. Juegan dominó o parqués, leen historietas que los enfermeros les recortan del periódico, babean algunos, otros conversan con personas invisibles para mí. Junto al sillón puse una mesita redonda de madera, donde tengo un morrito de libros para leer y un cuaderno en donde esporádicamente escribo.

      Imagino las visitas de mis padres, viejos, ya resignados a mi condición. Son ellos quienes me traen los libros que leo, los presentan primero para evaluación ante los doctores quienes determinan qué está bien y qué es mejor no darme porque me podría alterar. Mi padre, de vez en cuando, me trae un libro de contrabando, lo esconde bajo su camisa y luego, mientras mi madre molesta a los enfermeros porque a veces se les pasa la mano con mis drogas y me dejan tan ida que no puedo ni leer, él mete el libro entre los otros que están en la mesita. Son buenos mis padres, pero sé que verme los deja tristes varios días. Aun así nos hemos acostumbrado a la cotidianidad de la locura, a las conversaciones frágiles sobre nada, a los abrazos largos, a los libros de contrabando y a tomar aromáticas sin sabor porque el café me está prohibido.

      Mi hermana viene a visitarme con menos frecuencia, porque trabaja mucho y porque no le gusta verme así, ella dice que no estoy loca, que me estoy haciendo. Imagino que la veo caminar hacia el asilo por el sendero de grava que cruza el jardín. Tiene los brazos quemados por el sol, hace casi seis meses que no viene, trabaja en la selva. El sol ha hecho que su cara se vea más pecosa, le ha bronceado los brazos y la nariz, se ve más vieja, como si fuera mayor que yo. Me dan permiso de salir con ella a caminar por el jardín, de lejos un enfermero nos vigila mientras se pasa los niveles de un jueguito en su celular. No hablamos casi, imagino el sonido de la grava bajo nuestros pies. Imagino los ojos amarillos de mi hermana mirándome. La visita no dura mucho pero antes de irse ella me abraza y me pregunta al oído que cuándo voy a dejar de ser tan irresponsable. Ni en mi imaginación se me ocurre qué responderle. No me molesta que me obliguen a tomar drogas, es bueno dormir después de tantos años de insomnio. Pero en general soy una paciente tan tranquila que a veces los mismos enfermeros deciden no darme todos los medicamentos. Imagino que somos amigos, ellos y yo, que tengo entre los pacientes un estatus superior porque todos saben que en realidad no estoy loca, que, como dice mi hermana, me estoy haciendo. Los doctores les dijeron a mis padres que tal vez lo mío es más problemático que la locura; que fingirla, desearla es, en su opinión, mucho peor.

      Imagino que es por eso que me internaron, aunque nunca hablamos del tema, mis padres y yo. El asilo es una mezcla idílica y limpia entre los asilos que he visto en las películas y mis deseos particulares: un lugar tranquilo para poder leer y escribir. Me imagino en la mejor de las situaciones allí adentro, nunca me amarran ni tienen que sedarme a la fuerza. Pero temo que no haya oportunidad de salir. Temo que alguien tildado de loco será loco para siempre, como la señora que vino a hablar por teléfono y a quien las enfermeras ya no dejan libre. La miran por la ventanita de vidrio que hay en la puerta de su cuarto y le preguntan: ¿cuál teléfono?

      Había una enfermera que era particularmente mala con esta mujer y la molestaba diciéndole que alguien la llamaba por teléfono y luego la dejaba esperando. La mujer pasaba el resto del día a los gritos. Me imagino a esta enfermera como una señora gorda, con el pelo apretado en una moña, una copia de la directora enorme y desagradable de la escuela de Matilda que ya ideó Roald Dahl. Imagino que después de varios acosos a los pacientes, la despiden y que el asilo vuelve a estar en paz, si es que puede haber paz realmente allí. Algunos pacientes también son mis amigos, les gusta enredar los dedos en los rulos de mi pelo crespo y me hacen pequeños regalos: un confite, un cuadrito de chocolatina, mensajes escritos en pedazos de papel periódico, alguna ficha de parqués que se robaron para mí.

      Me imagino que hay una paciente que es verdaderamente mi amiga, creo que tampoco está loca, pero sí quiere suicidarse. Su familia la internó para evitarlo. Le guardo pastillas de las que logro no tragarme para que las vaya juntando. A veces los enfermeros se confían en que me trago la píldora de dormir y no revisan mi boca a ver si quedó vacía. Me la saco de debajo de la lengua y la dejo secando sobre una servilleta. Tengo una cajita de fósforos vacía donde meto las pastillas y cuando cuento cuatro se las doy a Camila. Ella es delgada, rubia, pero tiene el pelo maltratado y viejo. Algunas veces se le cae a montones, y ella, pensando que nadie la ve, enreda todo el pelo suelto en una bolita y lo mete entre los cojines de los sofás de la sala común. Pero yo la veo, y prefiero no sentarme en esos sofás, me limito a mi sillón verde, que ya todos saben me pertenece.

      Camila arrima un banquito y se sienta cerca de mí junto a la ventana, o por lo menos es lo que supongo que pasaría si ella existiera, si yo estuviera encerrada en el asilo. Se acerca despacio y me pone la mano sobre el muslo. Me pregunta por las pastillas, tratando de sonar despreocupada. Le digo que llevo tres, y le recuerdo que el trato es que se las doy cuando sean cuatro. Nunca he soportado los números impares, ni las cosas asimétricas. Me desesperan, igual que las puertas, las ventanas o los cajones medio abiertos, igual que un cubierto torcido sobre la mesa, igual que los cordones cuando quedan más largos de un lado que del otro del zapato. Hace una semana vinieron mis padres, el papá me dejó de contrabando un libro sobre la historia del feminismo y una bolsita con nueces saladas. La mamá no estaba llorando antes de entrar, no tenía los ojos rojos. Debe ser que la alcanzó por fin la costumbre.

      Cierro los ojos nada más, y lo imagino todo. Fácil. Puedo sentir el sillón, puedo sentir incluso su color verde. Puedo sentir el aliento a humo de Camila. Alguno de los enfermeros debió darle un cigarrillo. Eso, más que otra cosa, interrumpe mi lectura sobre la quema de sostenes en los años setenta. La leyenda dice que las feministas para protestar quemaron sus sostenes en hogueras públicas, porque la prenda representaba la opresión masculina y la sexualización de su feminidad. Recuerdo que siempre creí en este cuento, hasta que investigando para mi tesis de pregrado encontré varios historiadores que afirmaban que esto nunca había sucedido. Y así lo escribí en mi tesis, citando a dichos señores. Muchos años después vi un documental en el que mostraban imágenes de feministas de los setenta efectivamente cuando quemaban sus sostenes en unas canecas de basura en medio de la calle. Me sentí estúpida, pero no le dije a nadie. En el segundo capítulo del libro hablaban de ese debate, es o no es cierto. Entonces siento el aliento de Camila que me pregunta si no tengo pastillas.

      Sé que ni el olor a humo ni Camila existen, que nada de lo anterior es cierto, pero Camila insiste. Esta vez no va a molestarse en esperar a que yo logre el número par. Aprieta su agarre sobre mi muslo. La enfermera que le corta las uñas, la misma que sabe peinarme sin jalarme el pelo, no ha vuelto hace días, y nadie más parece atreverse a acercarse a Camila con un cortaúñas. No miro pero estoy segura de que un momento más y va a sacarme sangre. Me meto el libro debajo de la bata y voy derecho al cuarto. Imagino que Camila me sigue, puedo recrear en mi mente la forma en la que sus pasos sonarían sobre el piso de baldosas frías, leves los pies, apenas cargando 47 kilos de peso. En el cuarto encuentro una bola de pelo rubio oscuro sobre mi cama. Es casi tan grande como un puño, pelo enredado y reseco, anudado con desespero en una bola delirante. Le entrego a Camila las tres pastillas e imagino su cabeza calva. Tiene un espacio sin pelo en la parte de atrás, grande, despejado, la piel se le ve irritada y rosácea. Puede ser que el manojo de pelos enredados en una bola sobre mi cama se lo haya arrancado ella o que se le hubiera caído del estrés. Tomo la bola, y sin asco, me la meto en el bolsillo de la bata, el bolsillo cuadrado que queda sobre el corazón.

      Puede ser que hoy sea día de visitas. Imagino que hace unos días recibí un mensaje en el que el papá me contaba que vendrían con mi hermana. Los tres juntos a verme. Imagino mis nervios, qué iré a decir, cómo esconderme, cómo fingir. Lamento haberle cedido las pastillas a Camila, me serviría mucho estar completamente ida la tarde de hoy. Pienso que este trato imaginario entre ella y yo es estúpido, que no lo analicé bien en su momento. Yo no gano nada realmente con cederle mis pastillas