Malas posturas. Lina María Parra Ochoa. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Lina María Parra Ochoa
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789587205206
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nota que mi abuela se soba el dedo meñique de la mano derecha.

      Es que el doctor Saldarriaga hace tiempo que no tiene mujer. De pronto por eso anda con los zapatos tan viejos. Mi abuela dice como excusándolo, como si él fuera a oírla. A la esposa que desbarataba a golpes cada fin de semana, la que llegaba arrastrándose hasta donde mi abuela, se la llevó un ataque extraño de epilepsia. Temblores repentinos empezaron a asediarla, echaba baba por la boca, se paralizaba como una estatua retorcida. Hasta que un día se murió. Mi abuela dice que para entonces ya mi abuelo y el doctor Saldarriaga no se hablaban, pero que ella sí fue al velorio; dice que la mujer en el cajón se veía feliz. El doctor Saldarriaga no lloró ni en la velación ni en el entierro, pero dice mi abuela que se encerró en su casa por un mes. Un mes sin salir, sin ir a la universidad, un mes sin que de la casa se oyera el más mínimo ruido. Luego, un día cualquiera, tal vez un miércoles, el doctor Saldarriaga salió encachacado, de maletín en mano, rumbo a la universidad. Y la esposa quedó en el olvido.

      Mi abuela deja de sobarse el dedo y me dice que ella es la única que aún se acuerda de esa pobre mujer. Le miro los brazos y en ellos veo unas marcas leves pero aún perceptibles, como dedos. Entre mujeres como ellas se entienden. Nos quedamos calladas. El silencio de mi abuela está siempre alerta, es un silencio que escucha, que atiende a cada sonido sospechoso, es receloso, tensionado. Pero no hay nada en la casa, ni nadie. Entonces mi abuela me cuenta todo, me cuenta de cuando mi abuelo y el doctor Saldarriaga eran amigos, me cuenta de uno de los últimos días cuando salieron juntos, me cuenta de las navajas y del altercado.

      ***

      El joven mira con determinación a todas las mujeres del lugar. Las mira con detenimiento, con atención de académico en ciernes. Y elige a una. No es la más bonita pero no está mal, le gusta porque tiene el pelo rubio y la piel blanca. La más bonita es morena y eso a él no le parece digno. Saca a bailar a la rubia, a la mona ojiverde, que tal vez no tiene el vestido más elegante ni la pose más refinada, pero es blanca, y se le ven las venas azulosas en las muñecas. Mientras baila con ella le susurra que le gusta su piel, que es como si pudiera desvanecerse en cualquier momento. La mona no responde, apenas si puede bailar siguiéndole el paso, pero sonríe, ella supone que lo que él le dice es un cumplido. Hay otro joven que los mira desde una mesa. Él no va a buscar a nadie porque ya viene acompañado, pero no quiere bailar. Toma aguardiente e ignora a su mujer, quien, aunque se gastó la tarde entera poniéndose rulos en el pelo para quedar lista para el baile, sabe que no saldrá a la pista.

      Son las once de la noche y el joven acompaña a la mona a su casa, seguido de cerca por su amigo y su mujer. La pareja de adelante habla pasito, para ellos nada más, mientras que la de atrás camina en silencio, el silencio de los recién casados que saben que han cometido un error. Escuchan los tacones de sus zapatos contra la calle, escuchan la conversación de los de adelante. El joven saca una pipa de su bolsillo, le da brillo con el pañuelo que le ha pedido a la mona como prenda, le pone un poco de tabaco y procede a encenderla, en la noche tranquila y sin viento no tiene problema. La mona tose un poco, y se arregla el pelo. La mujer de atrás la mira y siente un golpe en las tripas, es como verse a sí misma en un espejo, verse unos meses atrás, cuando aún no era una mujer casada y el joven a su lado todavía la miraba con deseo y la sacaba a bailar. Siente algo en la garganta, un grito de advertencia para la mona, que se vaya, que corra, que no se deje cortejar, que no se arregle para los bailes, que no se case. Pero no dice nada, porque ella es un suspiro que se disimula en la calle, porque le han enseñado que de esas cosas no se habla.

      La mona los guía por calles que se hacen desconocidas para los jóvenes, calles que no están pavimentadas, calles que no tienen ni nombre ni número, calles que no son calles. El joven de la pipa mira para atrás buscando a su amigo, está incómodo. Esto no es lo que esperaba. La mona, aunque mona y ojiverde y de piel blanca con venas azules, es pobre. La mona se para enfrente de un jardín que huele a mango maduro, más allá hay una casa con piso de tierra. El joven sigue hablándole pero ya no puede disimular el desagrado. Desde atrás el amigo lo llama y los dos se alejan un momento a discutir, mientras las dos mujeres quedan paradas junto a la verja del jardín. No hablan pero intentan sonreírse. En la casa se enciende la luz de una vela y la puerta se abre. Las dos mujeres ven cómo un hombre sale con un candil en la mano. Es el hermano mayor de la mona, viene derecho hacia ella a recriminarle la hora tan tarde en la que llega. Las dos mujeres retroceden por instinto. Al mismo tiempo, el joven y su amigo regresan.

      El joven tira a los pies de la mona el pañuelo bordado. Esto no es lo que él se esperaba, la acusa de haberlo engañado, de quererlo engatusar, de arribista, de mentirosa. Es como si no viera al hermano. Pero la ofensa está hecha, el pañuelo queda en el suelo y el hermano se lanza contra el joven y de un puñetazo le tumba la pipa. Las mujeres ven cómo la pipa cae y se resquebraja la madera.

      Ya la ofensa está hecha.

      ***

      Mi abuela vuelve a sobarse el dedo meñique de la mano derecha sin notarlo. Habla rápido y entrecortado, como si no tuviera permiso de hacerlo. Me cuenta que todo pasó en un instante, en un parpadeo. Que ella apenas vio la pipa del doctor Saldarriaga caer al suelo, cuando oyó las navajas entrar en la panza del hermano de la rubia que había estado bailando toda la noche con el doctor. En ese entonces aún no le decían así, apenas era un estudiante de Derecho, con ideas de grandeza, de merecimientos. Aún era amigo de mi abuelo a pesar de que él no estudiaba en ninguna universidad, sino que trabajaba de operario en la fábrica de cerámicas. Allá, entre los hornos y las máquinas que pintaban los platos, lo conoció mi abuela, allá la enamoró y la convenció de casarse a escondidas de su familia. Meses después estaban frente al jardín de los mangos, con el cuerpo del hermano en el suelo, apuñalado quién sabe cuántas veces. Mi abuela dice que no tuvo tiempo de contar.

      Todos se quedaron viendo al hombre en el suelo sembrado de mangos maduros, junto al pañuelo y a la pipa. Se quedaron viéndolo hasta que dejó de respirar. Entonces, mi abuelo y el doctor Saldarriaga lo tomaron de las piernas y lo metieron en la casa vacía. La mona no dijo nada pero los siguió adentro, lloraba ahogándose en silencio. El doctor se dirigió hacia ella, limpiando la sangre de la navaja con la manga de su camisa, y le susurró al oído, igual que antes, que no se le ocurriera ir a decir nada, que él venía de familia de abogados, que a él nunca lo iban a meter a la cárcel, que quién le iba a creer a ella, una mujer arribista y mentirosa que ni para piso tenía.

      Mis abuelos se quedaron en la casa con la mona y el hermano muerto mientras el doctor Saldarriaga iba por su carro. Lo esperaron casi hasta el amanecer. Justo antes de que el cielo aclarara entre los dos hombres arrastraron el cuerpo y lo metieron en la silla de atrás. A mi abuela le tocó irse sentada allí y contener el llanto, con las piernas del muerto sobre las suyas. Mi abuelo iba adelante manejando y el doctor Saldarriaga en el asiento del copiloto miraba su pipa rota.

      ***

      Carlos se voltea a mirarme, me pide ayuda con los ojos. Yo saco el celular, le bajo el volumen y finjo recibir una llamada urgente. Mientras tanto el doctor Saldarriaga saca una pipa del bolsillo de su chaqueta, la pule con un pañuelo, le pone un poco de tabaco y la enciende. Así es como se fuma, buen hombre, le dice a Carlos mientras le da palmadas en la espalda. Vea, esta es la mismísima pipa que me robé del escritorio de mi difunto padre, tanto me ha durado. Ese comentario me molesta. Esa no es la pipa, no sea mentiroso doctor, quiero decirle, pero no digo nada. Eso del silencio es hereditario. Me acerco y le digo a Carlos que me llamaron, que nos tenemos que ir. Mucho gusto doctor, muy buena la conversada, pero con mucha pena nos despedimos.

      Cierro la puerta de mi carro, me siento y por el espejo retrovisor veo al doctor Saldarriaga que intenta abrir el suyo mientras agarra la pipa con los dientes, pero las llaves se le caen al pie de sus zapatos de cuero gastado. Y algo siento en mi estómago, como un chuzón o una puñalada.

       Día de visitas

      Suelo imaginar que estoy loca. Que me evalúan varios médicos de rostros comprensivos y que, luego de escribir en sus libretas, me diagnostican algún desorden mental y me internan en un asilo. El asilo es blanco, calmado, las enfermeras y los enfermeros visten uniformes color crema