—Está bien, doctor. Muchas gracias por todo, no se preocupe que le daremos las pastillas tal y como nos dijo. ¿Cuánto le debemos?
—Nada —contestó el médico—, pero tengan mucho cuidado con esos hombres, no es la primera vez en este mes que viene alguien con una historia similar a la suya. Si no se les pone freno, que Alá nos proteja, porque no sé qué pueden llegar a hacer.
Mi padre se ruborizó y le dio las gracias, mi madre hizo lo mismo e hicieron que yo también se las diese. El viejo Moussa, mi padre, era muy querido en la comunidad, se había ganado el respeto de todos ayudando con su camión a quien lo necesitaba y, seguramente, sería el motivo por el que ahora el médico nos devolvía el favor.
De camino al camión, mi madre le dijo que menos mal que no nos habían cobrado, porque si no, no sabían cómo hubiesen podido sobrevivir ese mes.
Ya dentro del vehículo mi padre me dio un fuerte abrazo, me dijo que había sido muy valiente, pero que si volvían a venir esos hombres que fuese a buscar ayuda y ni se me ocurriese volver a plantarles cara. Este comentario me dejó la sangre helada, sonaba a profecía. ¿Quería decir que iban a volver?, ojalá que no, no me gustaría tener que pasar por lo mismo otra vez. No, eso no podía pasar de ninguna de las maneras. Creo que fue la primera vez que mi padre me habló como a un hombre, aunque él recalcase que cuando llegásemos a casa, y me encontrase mejor, hablaríamos de hombre a hombre para darme instrucciones precisas de lo que deberíamos hacer a partir de ahora. Recuerdo que esas palabras de mi progenitor me llegaron con una sensación agridulce. Por una lado, que el gran Moussa me hablase de ese modo me llenaba de orgullo, pero por otro lado sabía en lo más profundo de mi corazón que nada bueno iba a acontecer a partir de ahora; y hoy puedo decir que, después de ese comentario, mi niñez se dio por acabada y pasé a ser un adulto omitiendo un periodo que en Europa llaman juventud, pero que en mi aldea de Malí se da con muy poco frecuencia.
El trayecto hacia casa fue lento y tedioso. Los cinco kilómetros que separaban el hospital de nuestro hogar se tornaron en más de mil. Al dolor que sentía en el rostro se sumaban los baches de la destartalada carretera, aumentados por la incomodidad del viejo camión. No podía entender cómo mi padre podía estar todo el día en ese trasto y que no se le desmontasen los huesos.
Cuando llegamos a casa, mi amigo Seidy estaba en la puerta con cara de preocupación. Seguramente mis hermanas habrían exagerado un poco la historia, porque cuando me vio descender del camión su cara se tornó más alegre.
—Uff, pe pennsé que ttttte había pasado algo, hermano —dijo tartamudeando.
Siempre nos llamábamos hermanos, aunque no éramos ni parientes lejanos, algo extraño en una aldea como Sané, con unos doscientos cincuenta habitantes. Su familia vivía en la choza más cercana a la nuestra y, al ser de la misma edad, nos habíamos criado juntos. La relación entre nuestras familias había propiciado que siempre estuviésemos cerca y unidos; y, aunque no fuésemos hermanos de sangre, sí lo éramos de espíritu. Tenía mi misma estatura, su complexión era un poco más fuerte que la mía, lo que no era difícil, ya que yo siempre he sido tremendamente delgado. Seidy era un chico algo introvertido, al igual que yo, y quizás por eso hicimos buenas migas. Podíamos pasarnos tardes enteras sin apenas hablar, pero disfrutábamos de la compañía que nos brindábamos el uno al otro. Los chicos en la escuela se burlaban de él porque tartamudeaba, sobre todo cuando estaba nervioso, y si encima los niños se reían de él su tartamudez se acentuaba. Conmigo era diferente, mis padres siempre me habían educado diciéndome que todos éramos iguales y que nunca había que reírse de los defectos de los demás, porque cualquier día nos podía pasar a nosotros. El caso es que era mi mejor amigo y me gustó encontrarlo al llegar a casa, pero lo que no me hizo tanta gracia fue su comentario, no sé cómo se imaginaría que me encontraría.
—¿Cómo querías que estuviese? ¿Muerto? —Y le enseñé la ausencia de mi diente.
Soltó una risotada ingenua y me dijo que me quedaba bien, que estaba más guapo mellado. No sabía que a partir de ese día mucha gente me llamaría Mellado. Algo que al principio me dio mucha rabia, pero terminé comprendiendo que cuanta más ira mostraba ante eso, más me lo llamaban, así que con el tiempo lo asumí con naturalidad.
—Muchas gracias, Seidy, era justo lo que necesitaba.
—No, en serio herrrrrrmano, me alegro de verte, y de verte así ddde de bien, aunque no te lo creas. Hace dos días a un primo de mi padre le ma-ma-mataron y le robaron todo su gggganado los hombres del desierto, por eso cuando tus hermanas me contaron que habían sido ellos…
Mi padre cortó la conversación de golpe y me dijo que nos metiésemos en casa, que necesitaba descansar. Extendió a Seidy un sobre con el recado de que se lo entregase a su padre y le dio una palmadita en el hombro.
—Vete a casa, Seidy, es tarde. Mañana ven a ver a Amadou, seguro que ya estará mejor —le dijo mi padre a mi amigo.
Seidy asintió, nos hizo el gesto de despedida y salió caminando silenciosamente hacia su casa hasta que se perdió en la oscuridad de nuestra aldea.
Mis hermanas, Faiatu, la mayor después de mí, y Amina, la mediana, se abalanzaron sobre mí y me dieron un largo abrazo con los ojos llorosos. Mientras Bintou, que nos había acompañado al hospital y apenas balbuceaba, estaba empezando a quedarse dormida, ajena a la situación que acontecía en mi casa.
Siempre he estado muy unido a mis hermanas y he tratado de cuidar de ellas, ya que soy el mayor. Con Faiatu tengo una conexión muy especial, soy dos años mayor que ella, no nos hace falta más que una mirada para saber lo que estamos pensando los dos. Con Amina también hay conexión, pero la diferencia de edad hace que no tengamos tantos temas de conversación, a ella le saco cinco años. Es la más inteligente de mi familia, aunque ella no lo crea y no tenga expectativas de seguir formándose cuando acabe la escuela. Bintou es apenas un bebé, con unos ojos vivarachos. Yo creo que mis padres no querían tener más hijos, pero como ellos dicen cuando hay invitados en casa: «es un regalo del cielo.» Es la mascota del hogar y la que últimamente se lleva todas las atenciones.
Decía que mis hermanas me estaban dando un abrazo, traté de tranquilizarlas forzando una sonrisa y enseñando así el diente mellado. Pensaba que se iban a reír, pero todo lo contrario, pusieron una expresión seria. Faiatu me preguntó si me dolía mucho. Su bello rostro, que había heredado de mi madre, se mostraba retorcido por la enorme preocupación que sentía. A mi hermana no le pude mentir y le dije que sí, pero que pronto se me pasaría con la comida que nos habían preparado, un arroz con pollo que se olía a un kilómetro a la redonda. Mi madre me dijo que no podía comer esa comida sólida, que debería probar solamente leche esta noche para reforzar el diente tambaleante, tal y como nos había aconsejado el doctor. Esas palabras me sentaron como un jarro de agua fría, ¡con el hambre que tenía! Mi padre intervino para poner un poco de cordura en la conversación, diciendo que un poco de leche no era comida para todo un hombre que había plantado cara a los hombres del desierto, comentario que me encantó y me hizo subir el ego. Como mi padre había intervenido, mi madre no rechistó y me sirvió un buen plato de arroz con pollo. Me costó comerlo, no podía masticar, y al dolor de la cara y al de los dientes se sumó el de la mandíbula; no había hecho cuentas yo con ese dolor que se sumaba a los anteriores. Me costó mucho acabar con mi plato, algo de extrañar, ya que siempre era el primero en terminar de comer. Mi madre me regañaba y ponía mala cara a la vez que decía: «hasta que no te atragantes no vas a comer como una persona normal».
En mi casa, a diferencia de las demás casas bámbaras, cada uno comía en su plato y no todos de una fuente central, ya que según mi padre así controlaba mejor lo que comía cada uno de nosotros. Una vez terminada la cena, mis padres mandaron a dormir a mis hermanas y allí me quedé yo con mis padres, como un adulto más, custodiando el sueño de ellas.
Nuestra choza no era muy grande. Era todo diáfano, con dos cortinas, una para separar la estancia de mis padres y otra para separar la cocina. Todos dormíamos en esteras y, desde hacía un tiempo, los animales dormían en una pequeña cabañita