Comparadas con otras familias no teníamos muchos animales, solamente gallinas y ovejas. Otrora habíamos tenido dos vacas, pero se murieron de hambre y ya no pudimos comprar más.
Aquella noche, en que mis padres mandaron a dormir a mis hermanas y a mí me permitieron quedarme con ellos, la recordaría durante toda mi vida. Si ahora mismo cerrara los ojos, podría visualizar las miradas de tristeza que se proferían mis progenitores, las caricias que se dieron en las manos, el cariño que se respiraba en el ambiente. Pero nada bueno podía acontecer a partir de aquel momento. Mi padre hizo el ademán dos o tres veces para empezar a hablar, pero otras tantas se calló sin haber empezado. El viejo Moussa no encontraba palabras que decirle a su esposa Kadiatou y a su hijo. Eso me entristeció, porque mi padre siempre fue un hombre muy sabio, conocía todas las respuestas, siempre encontraba las palabras adecuadas para cada situación. Muchas fueron las veces en que los vecinos del pueblo venían a pedirle ayuda sobre infinidad de asuntos y él, siempre con una calma pasmosa, aconsejaba a todo el mundo. Nadie le contradecía, lo que Moussa decía era siempre una verdad incuestionable, pero aquel momento era diferente.
No sé el tiempo exacto que pudo transcurrir cuando, por fin, mi madre dijo que era hora de ir a descansar. Me dio las pastillas que me había recetado el médico y un beso en la frente. Me espetó un «gracias por defenderme» casi inaudible y corrió la cortina de su estancia. Mi padre me estrechó entre sus brazos y me recomendó que tratase de dormir, y que ya hablaríamos al día siguiente. Corrí la cortina hacia mi habitáculo, allí estaban Amina y Bintou, que acurrucada en el pecho de su hermana roncaba plácidamente. Faiatu se despertó, aunque sospecho que no había estado durmiendo. No me dijo nada, pero desde su estera me ofreció su mano. Yo la cogí y la estreché con fuerza, al rato ella se quedó dormida y sentí su respiración acompasada. Sin embargo, yo esa noche no pude dormir. No dejaban de sucederse en mi mente las imágenes del día. Ahora, podía ver mucho mejor los turbantes de los hombres que nos habían asaltado esa tarde. Podía dibujar sus caras barbudas en mi mente, visualizar los cañones de sus ametralladoras y el sonido de sus risotadas, así como el tintineo de sus camionetas mientras se alejaban de la aldea. Fue curioso, porque esas imágenes eran más nítidas al recordarlas en mi mente que cuando sucedieron en realidad.
La historia que Seidy me había empezado a contar, con muertos de por medio, y que mi padre había cortado para protegernos, no era nada halagüeña. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué se metían con gente pacífica, honrada e inocente? Fuera lo que fuese no tenía buena pinta. ¿Volverían a venir aquellos hombres a casa? ¿Les debería algo mi padre? No, eso sí que no, eso era imposible.
El dolor en mi cara se llevó gran parte de mis pensamientos aquella noche. Era la primera vez que me agredían y, por desgracia, no sería la última. La impotencia de no haber podido hacer nada, la desolación por haber visto cómo manoseaban a mi madre e insultaban a mis padres me quemaba por dentro. Una rabia hasta ahora desconocida se apoderó de mí. Y en el silencio de la noche, en nuestra choza, lloré. Lloré para adentro para no despertar a mis hermanas y mis padres, pero lloré. Lloré con el alma y unas lágrimas tántricas brotaron de mis ojos hacia dentro, mientras el aroma del arroz con pollo aún impregnaba todas las instancias de la casa.
El día siguiente lo pasé en casa con mis hermanas y mi madre. Mi padre salió rápida y misteriosamente, me dijo que debía hacer un transporte de mercancías que lo tendría alejado del poblado varios días, aunque yo pensé que su verdadera intención era pasar unos días fuera visitando a algunas personas que pudiesen ayudarles a elaborar un plan contra los hombres del desierto. Cuando pregunté a mi madre si estaba en lo cierto no supo qué contestarme, aspecto que yo interpreté como un «sí». Antes de subirse a su camión, me prometió que a su vuelta hablaríamos largo y tendido, pero que ahora tenía que partir deprisa y así me daría un poco más de tiempo para que me recuperase de mis dolores.
Ese día, mi madre me pidió que acompañase a Faiatu al mercado a por algunas verduras, ya que mi hermana estaba visiblemente afectada por lo acontecido el día anterior. Fuimos en silencio hasta el mercado; nuestra aldea, como ya os dije anteriormente, pertenecía a la etnia bámbara, una etnia numerosa en Malí. Teníamos la mala suerte de estar cerca de donde moraban los hombres del desierto, lindando con el norte, cerca de la ciudad de Goundam, y a poca distancia de Mauritania. En mi país se podían encontrar numerosas etnias y, aunque no nos mezclábamos demasiado, sí que había bastante respeto entre todas, exceptuando los hombres del desierto, nómadas que no se relacionaban con los demás. Pero, ¿por qué esa violencia repentina?, ¿por qué ese afán de hacerse notar precisamente ahora? Esperaba poder hablar con mi padre sobre esto cuando volviese.
Llegamos al mercado, atravesando las estrechas calles, con casas de adobe y techumbres de paja, levantando polvo a nuestros pasos. Las mujeres mayores enseguida se interesaron por mi estado de salud. En una aldea tan pequeña las noticias corrían como la pólvora, y el altercado del día anterior no había pasado desapercibido. Agradecí aquella preocupación, pero me hicieron sentir un poco raro, ya que mi timidez no jugaba a mi favor tras haberme convertido en el protagonista del pueblo. Estábamos de vacaciones escolares y eso favorecía que muchos chicos de mi edad estuvieran ayudando a sus madres con las compras. Muchos de aquellos chicos con los que apenas había hablado en la escuela vinieron a interesarse también, yo creo que con más ganas de cotillear que por interesarse de verdad por mí. El caso es que esa mañana todo el mundo quería hablar conmigo.
Faiatu llevaba la voz cantante a la hora de comprar las verduras. Aunque varios años menor que yo, era una auténtica mujer bámbara que se manejaba en todas las tareas domésticas como una auténtica veterana. Yo simplemente me limitaba a apilar las verduras en una caja grande y las transportaba hasta nuestra casa. Al llegar a la choza, mi madre me preguntó si habían venido muchas personas a preguntarme por el incidente, y también se interesó por saber qué había respondido yo. Achaqué que no quisiese venir con mi hermana y conmigo al mercado por esta cuestión. No le gustaba ser el centro de atención, ni tener que dar explicaciones, y sabía cómo eran de curiosas las personas del pueblo.
Ese día mi madre me pidió que le ayudase a hacer la comida, lo que me extrañó, ya que en mi casa siempre cocinaban ella y Faiatu, y últimamente también Amina, pero accedí con gusto. Pasamos una mañana entretenida, las mujeres de la casa se reían de mí. Bueno, más que de mí, de mi torpeza en la cocina; pero pasé la mañana entretenido con ellas y eso evitó que pensase demasiado. Es por eso que mi madre, que siempre controlaba todos los detalles de todo lo hizo, quería evitar a toda costa que le diese vueltas a lo sucedido el día anterior, y quería hacernos sentir como si nada hubiese pasado, y sobre todo, tranquilizarnos de que eso no volvería a pasar jamás. Y ojalá hubiese tenido razón, pero la realidad iba a ser muy distinta, aunque nosotros eso aún no lo sabíamos…
Confusión
Al escuchar ruidos en el salón me sequé las lágrimas, no quería que en mi primer día dentro del piso en Madrid me viesen llorar. Verónica estaba saludando a algunas personas, no entendí bien lo que decían, pero a los pocos segundos tocaron en la puerta de mi habitación y acto seguido entró Verónica, junto a dos chicos y otro hombre. Me los presentó: Mohamed y Souleymane serían mis compañeros de piso; Gerardo, otro de los educadores. Los tres me dieron la mano. Verónica me presentó como el chico nuevo, y pidió que me ayudasen a integrarme. Después, Gerardo y Verónica se fueron al despacho y yo me quedé en la habitación con Mohamed, marroquí, y Souleymane, guineano.
Mohamed, que era un chico alegre y extrovertido, tomó la iniciativa y me preguntó si me gustaba el fútbol, y de qué equipo era, al tiempo que me mostraba una foto que tenía colgada de Messi. La habitación que íbamos a compartir era bastante grande, tenía cuatro camas en fila y cuatro armarios empotrados. También observé que todos ellos estaban decorados con fotografías de futbolistas. Había una mesa grande con cuatro sillas, el suelo de parquet y una alfombra enrollada detrás de la puerta para los rezos. Al fondo había dos ventanas grandes que daban a la ruidosa calle Alcalá.