Como vemos, la promesa convertida en esperanza ya estaba instalada en algunos. Así miles de judíos decidieron regresar, pues parecía ser inminente la nueva era gloriosa y un luminoso futuro de redención. La historia continuaba y en ella Dios tenía un rol especial de redención que solo Él podía realizar; esa es la salvación de la que hablaba el profeta Isaías y que Jesús la haría realidad, mediante la historia judía más allá de un mero espacio de adoración.6
En un contexto de expectativa, Ciro ii firmó un decreto que revertía la política de desarraigar de sus hogares a los hombres y mujeres de los pueblos conquistados por los asirios y babilonios. Esto resulta llamativo, pues en lugar de aplastar el sentimiento nacional por medio de la brutalidad o la deportación, como solían hacerlo los anteriores gobernantes babilonios, su aspiración era permitir que los pueblos sometidos gozaran de cierta autonomía dentro de la estructura del Imperio, respetando sus costumbres, protegiendo y alentando los cultos establecidos por ellos, y confiando la responsabilidad del gobierno local a príncipes nativos.
De esta manera, Ciro favoreció al pueblo judío ordenando la restauración de la comunidad y el culto judío en Palestina.7 El decreto que firmó para los judíos estipulaba que el templo fuera reconstruido y los gastos subvencionados por el tesoro real. Ordenaba también que los utensilios tomados del templo por Nabucodonosor fueran devueltos a su debido a su lugar.
Palestina era una tierra relativamente lejana no sólo geográficamente, sino también de los sentimientos de los más jóvenes, quienes hablaban más arameo. Aunque ellos estaban entusiastas por el viaje y por conocer la tierra de la que habían oído hablar a sus padres que aún conservaban el idioma hebreo, no podían dimensionar lo que experimentaban los más ancianos, lo que para ellos significaba el retorno. No sabemos casi nada de la suerte del grupo inicial, pero lo poco que conocemos ha sido significativo para nuestra historia.
En los registros de esta profecía queda claro que si bien el primer paso fue alentador, en los siguientes años la empresa del retorno y la restauración experimentaría amargas desilusiones, no produciendo apenas otras cosas que frustración, desaliento y resignación. Parecían incumplidas las ardientes promesas de Isaías, de hacía dos siglos atrás. Una frase los concientizaría de la realidad: Sembráis mucho, y recogéis poco.
En medio de aquellos años desalentadores, de ánimo opacado y de baja moral en la comunidad, que incidían peligrosamente en la espiritualidad del pueblo de Dios, surge el ministerio profético de Hageo.
Se conoce poco acerca de este profeta que vivió en Babilonia y retornó en la primera oportunidad de migración hacia Jerusalén. La gran duda sobre él se centra en su edad a la hora de ejercer su ministerio. Dos tradiciones judaicas entran en disputa para aclarar la dificultad. La primera afirma que Hageo fue un joven entusiasta dispuesto a rescatar el valor histórico de la religiosidad de su nación, que convivió con Daniel y retornó a Palestina con el primer grupo. En la otra tradición, se tiene como referencia lo que se podría sugerir a partir de Hageo 2.3,8 que el profeta conocía las glorias del templo salomónico. Entonces, de acuerdo con esta segunda tradición judaica, él habría vivido la mayor parte de su vida en Babilonia; de esta manera, el hecho de ser un hombre de más de ochenta años cuando profetizaba sería el factor que daría cuenta de su breve pero significativo ministerio. Sea por el ímpetu de su juventud o por la experiencia de su vejez, Dios lo llamó y su edad no fue impedimento para que levantara la voz profética en Jerusalén.
El nombre Hageo significa ‘festivo’; en hebreo, hag quiere decir ‘fiesta’. Esta palabra se encuentra asociada usualmente a las tres fiestas de peregrinación del calendario religioso judío. Probablemente, el profeta nació en uno de los días de fiesta, y por esto lo llamaron “Mi fiesta”.
Según parece, el profeta Hageo provenía de una familia de origen humilde, ya que no se menciona el nombre de su padre ni la ciudad en donde nació. Lo que sabemos es que fue un hábil predicador, capaz de urgir al pueblo a actuar sin dilación, ya que una cosa es predicar un mensaje tibio, y otra muy distinta predicar de tal modo que el auditorio se sienta impelido a pasar a la acción. Dios lo usó y capacitó para este ministerio porque seguro vio en él un hombre capaz de recibir el mensaje divino y, con todo, permanecer humilde.
Hageo, cuyos oráculos se gestaron entre agosto y diciembre del año 520 a. C., fue contemporáneo de Zacarías, quien comenzó a hablar en otoño del mismo año9. Ambos fueron los promotores de la reconstrucción del templo. Los cinco meses en los que se ubica la profecía de Hageo, comienzan con la fiesta del Año Nuevo de la tradición judía.10 El Año Nuevo que celebraban en Babilonia se iniciaba en nisán, abril. Le seguía la Fiesta del Perdón o de la Expiación, el Yom Kipur,11 en el mes de tishri, setiembre, y en el mismo mes se daba la Fiesta de las Enramadas o de los Tabernáculos. En esta última fiesta se entregaba una ofrenda voluntaria y debían recordar que antes habían tenido que habitar en tiendas12; incluso el templo había sido un tabernáculo, una carpa.
Es posible que veamos a Hageo obsesionado con la construcción de un edificio; pero la Fiesta de las Enramadas, al final del tiempo de sus profecías, algo nos dice en relación con lo que comienzan a revivir los que retornan del exilio. Ellos llevan dentro de sí un pasado digno de recordar, toda una historia de la manifestación de Jehová a su pueblo, y la expectativa de que lo siga haciendo en el templo de forma especial.
Los profetas Amós e Isaías ya habían criticado la ofrenda de sacrificios superficiales como inaceptables delante del Señor. Y Miqueas y Jeremías habían predicho la destrucción del templo. Entonces, ¿por qué Hageo insiste en que el templo debía ser restaurado para que la bendición de Jehová llegara con mayor gloria? El profeta es guiado a seguir la línea profética de Ezequiel con la que Jehová había proyectado el futuro de su reino. Este profeta anunciaba que la gloria de Jehová, que había abandonado el templo, regresaría y resplandecería la tierra13 para dar paso a la “Edad Mesiánica”.
Hageo, al igual que Ezequiel, no podía imaginar la gloria de Dios sin un espacio de culto; y a su pueblo sin un lugar sagrado de adoración. Sabía que el Señor no estaba satisfecho con las circunstancias y creía que el templo debía ser reconstruido para que, a partir de éste, la gloria del Señor pudiera regresar y habitar en su pueblo.14
En todo esto apreciamos una razón escatológica que hacía que el templo fuera imprescindible. La reconstrucción del templo, en ese momento, era una condición para esclarecer el advenimiento de la era mesiánica y la manifestación de la gloria de Dios en la historia.15 Hageo establecía en su profecía que el templo era un símbolo de la continuidad entre el pasado y el presente. En esa continuidad se perfilaba el sentido profético, orientado siempre hacia el futuro, reconociendo a Jehová como soberano de la creación y asegurando que Él iba a hacer algo a gran escala en la historia.
Por lo tanto, no se puede estudiar a Hageo y evitar la reflexión sobre la relación que existe entre el “templo de Jehová” y la “gloria de Dios”. Si el templo del Antiguo Testamento existía para la gloria de Dios, la paralización del proyecto de reconstrucción no era apenas el abandono de las obras de un edificio, era la indiferencia del pueblo de Dios hacia la presencia de Jehová, y la manifestación de su gloria en medio de ellos.
El pueblo de Dios, ya sea antes como Israel u hoy como iglesia, existe y existirá para la gloria de Dios. Pero cuando vemos a la iglesia indiferente, colocando prioridades