Pastor Daniel Vásquez Ulloa
Moderador Sínodo Iglesia Presbiteriana de Chile
Viña del Mar, enero 2015
Introducción
Una de las mayores tragedias de nuestros días es la carencia de sueños e ideales. La tarea de reconstruir ideales o gestarlos parece tan grande, tan difícil, que nos abandonamos a la apatía, la resignación, al letargo espiritual y aun existencial.
Hemos perdido la capacidad de soñar. Hoy vivimos el hedonismo, el placer como fin supremo y filosofía portátil. Estamos inmersos en medio de un inmediatismo patológico. Deseamos y nos incitan a ser felices ¡ya!; nos dicen que “lo merecemos”. Sólo cuenta lo que vivo ¡aquí y ahora! Intentamos vivir sin raigambre, sin los grandes relatos que nos vinculan, sin los nobles ideales de nuestros antepasados. El único anhelo que soñamos cumplir es el de tener “nuestro metro cuadrado feliz”, olvidándonos de la construcción de una sociedad mejor en el futuro. Y ese, entre otros, era un problema del pueblo de Dios.
Hageo es el profeta que habla con voz del cielo, la cual corre y fluye rápidamente por las sendas oscuras que deja nuestra época. La Palabra profética de Dios no es ajena a nuestros tiempos; ella siempre dice algo oportuno. Su voz transversal en la historia se escucha entre las grietas que dejan la sequedad de un camino obstinado que se aleja cada vez más de Dios. Un camino en el que se ha transitado peligrosamente, donde la falta de integridad en la interpretación bíblica ha llevado a muchos a predicar discursos religiosos distorsionados que conducen semanalmente a congregaciones enteras hacia la frustración y el abandono progresivo de la fe en Jesucristo. Porque una doctrina teológica tiene el poder de convencer y afirmar nuestra fe en el Dios de la historia; pero, también, puede distraer, confundir, y hacer tambalear proyectos divinos de transformación de circunstancias.
Nuestra realidad actual es parecida a la del tiempo del profeta Hageo, en la que el pueblo de Dios abrazaba una teología aferrada a la idea de que mientras tuviera el templo nada le podía pasar. Tenían una confianza mística asombrosa que consideraba al templo casi como el único lugar de habitación de Dios1. El templo se había tornado en un amuleto para ellos, sería por esa razón que Dios lo puso en manos del rey caldeo Nabucodonosor, quien gobernó Babilonia entre los siglos vi y vii a. C.
Ser el pueblo de Dios no tiene que ver con tradiciones, corrientes y denominaciones que intentan sobrevivir, conservar vigente su teología y mantener en pie sus tradiciones que con el pasar de los años se van perdiendo en una continua frustración. Jesús ya nos decía que el que perdiere su vida y renunciare a sus circunstancias internas y externas por la gloria de Dios y por el bien de su causa, encontraría el verdadero sentido de la vida.2
El pueblo de Dios tiende a resignarse, reconoce que “siembra mucho y recoge muy poco”. Trasplanta modelos eclesiales y de misión que terminan generando conflictos con la misión de Dios. La revitalización es principalmente espiritual; por ello, cuando movimientos religiosos y eclesiales con prácticas contradictorias respecto del evangelio de Jesucristo desenfocan el sentido de la misión de Dios y de la iglesia, contribuyen muy poco a la extensión del reino de Dios. El cristianismo histórico se resiste a una renovación teológica de la mano de una revisión constante de sus tradiciones a la luz de las Escrituras; sin embargo el pueblo de Dios en algunas épocas se siente necesitado de un despertar espiritual; lo malo es que se equivoca cuando sigue modelos exitosos individuales, en detrimento del servicio a los demás y al reino de Dios.
Dios habla al pueblo a través de Hageo, le dice que ahora sí tendrá buenas cosechas, que lo va a bendecir, y que la recuperación del espacio de culto para la adoración y el punto de partida del servicio serán una realidad. Los sueños del pueblo de Dios tendrán que encajar con esta Palabra de Dios.
Hageo no profetiza para que el pueblo busque prosperidad, sino para denunciar el orden de sus prioridades y su lujoso nuevo estilo de vida. No predica para calmar la conciencia adormecida, sino para hincar el alma con la Palabra divina. Hageo no era un costurero de lo efímero, sino un escultor de lo permanente y eterno.
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1 Jeremías 7.1–4.
2 Mateo 16.25. Vida aquí es psique, y tiene que ver con lo corporal y la vivencia de los sentimientos, la racionalidad y la voluntad ante a lo interno y el entorno.
En los días de Hageo y en los nuestros
Los eventos que fueron sucediendo en la época de Hageo debieron ser de gran importancia. Dios, por primera vez, después del exilio, habló a su pueblo nuevamente. Una vez más Dios, a través de la voz profética, rompe su silencio de largos años con un mensaje claro.
El Imperio babilónico, controlado por la dinastía caldea, tenía en cautividad al pueblo de Dios desde el año 597 a. C.; sin embargo, no se sostuvo durante mucho tiempo tras la muerte de Nabucodonosor en el año 562, y su decadencia fue rápida. La sucesión en el Imperio babilónico hizo que se desmoronara su organización política, y la enemistad con los sacerdotes de Mardük, el dios imperial de Babilonia, no se hizo esperar.
En 539 a. C., el ejército del rey persa Ciro ii el Grande entró a la ciudad de Babilonia, aprovechando el momento de debilidad interna por el que atravesaba en aquellos días, y acabó con ella. Así, el dominio del mundo pasó del Este al Oeste, ya que los imperios de Asiria y Babilonia fueron semitas, pero no el nuevo Imperio medo-persa, que era de origen indoeuropeo-iraní.
Frente a los sucesos, los exiliados judíos sabían que nuevos tiempos se iniciaban para ellos. Ciro ii estaba dispuesto a establecer ciertas políticas que permitirían concretar proyectos elaborados tanto para los que quedaran en Jerusalén —el pueblo de la tierra, de los sectores bajos— como para los sectores medios que estaban en Babilonia. En este nuevo tiempo bajo el Imperio persa las condiciones habían cambiado; entonces el pueblo de Dios obtuvo nuevas características.
Debemos suponer que el pueblo de Dios estaba ansioso por regresar a Jerusalén, pues habían pasado cincuenta años desde el exilio. Sin embargo, la palabra profética de Jeremías de establecerse en Babilonia, construir casas, sembrar huertas, contraer matrimonio y criar sus familias, cinco décadas antes, se había arraigado firmemente en el corazón del pueblo.3 De hecho, algunos tuvieron éxito en los negocios, los niños llevados al exilio ya tenían más de cincuenta años, los adultos habían envejecido y eran, además, abuelos con nietos. Se habían instalado, habían recibido de la cultura y aportado a ella. No todos los jóvenes querían regresar a una tierra que nunca habían conocido. Frente al ofrecimiento de Ciro ii para el retorno a Jerusalén, en el año 538 a. C., apenas cincuenta mil judíos regresaron en la primera oportunidad que se presentó.4 Una considerable comunidad judía permaneció en Babilonia por siglos, convirtiéndose en un centro de erudición que produjo, entre otras cosas, el Talmud babilónico.
Entre los exiliados de Jerusalén, migrantes forzados, no obstante sobrevivía una teología, una forma de ver su propia historia y espiritualidad, que permanecía latente en las mentes y corazones. Ellos albergaban la esperanza de la restauración plena del pueblo de Dios, como lo había profetizado Isaías. Y, aunque la realidad por la que atravesaban era otra, pues no sufrían en Babilonia la cruel esclavitud que antaño el pueblo de Dios había sufrido en Egipto, el profeta Isaías había hablado de la liberación que efectuaría el Señor. Esperaban que Ciro ii llevara a cabo la restauración de los judíos, elevando esta esperanza muy por encima de la idea popular de un simple retorno físico a Palestina y el resurgimiento del Estado davídico. Isaías aguardaba nada