Ausencia de culpa. Mark Gimenez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Mark Gimenez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417333973
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eso. Era una buena chica, y él ya no era un universitario. Era juez federal. Suspiró. Nada de alcohol, nada de sexo, nada de diversión. Esas eran las responsabilidades de ser juez. Apartó la vista del trasero de Kim y la posó en la cara de su hija, que lo miraba con sus ojos verdes y el ceño fruncido. Boo señaló con el pulgar a la señorita Dawson y dijo:

      —¿Y no quieres salir con ella?

      Dando a entender que le parecía un gran misterio, Boo sacudió su pelo corto y pelirrojo y reanudó la marcha hasta el puesto de comida.

      —Cinco zarzaparrillas, un café con leche y puré de ciruelas orgánico.

      Estaban de pie junto al puesto de comida, rodeados de chicas adolescentes que cuchicheaban y reían. Scott, que tenía cuarenta años, no sabía nada de chicas adolescentes. Por supuesto, tampoco sabía nada de ellas cuando él mismo fue un adolescente. El destino del hombre.

      —Hola, Scott.

      Su perfume llegó antes que ella. Él se giró y se encontró con una mujer joven, de pelo negro azabache y labios rojos y carnosos, que vestía unas mallas de yoga, que parecían estar pintadas sobre la delgada parte inferior de su cuerpo, y una camiseta apretada con un escote bañera que dejaba poco a la imaginación, además de mostrar su torso. Penny Birnbaum. Después de que Rebecca se fugase con el golfista, Scott había vendido su ropa en un mercadillo y la mansión de Beverly Drive a Penny y su marido.

      —Ah, ey, hola, Penny. ¿Dónde está, eh…?

      —¿Jeffrey? Nos hemos divorciado.

      —¿Tan pronto?

      Ella asintió con indiferencia.

      —No podía satisfacerme. Tengo una pensión alimenticia y la casa. Tu vieja casa. Deberías pasar por allí una mañana que salgas a correr. —Se acercó y bajó la voz—. Estaré desnuda.

      —Penny, ahora soy juez federal.

      —Puedes esposarme.

      Penny disfrutaba de una pensión alimenticia y de la casa; Jeffrey se había alejado de ella. En derecho, eso se considera un acuerdo en el que todos ganan. Le echó a Scott un vistazo que le hizo sentir desnudo.

      —Tienes un aspecto delicioso —dijo—. Han pasado casi cuatro años, pero aún me acuerdo de aquel día en la ducha.

      Scott les había enseñado la mansión a Penny y Jeffrey. Mientras Jeffrey comprobaba el sonido Dolby Surround en el sótano, Penny le daba un repaso a Scott en la enorme ducha del baño. Lo había pillado en un momento de debilidad, pero él tenía que confesar que tampoco había olvidado aquel momento.

      —¿Sabes?, Scott, podemos ser solo amigos.

      —¿Amigos?

      Ella se acercó y le susurró al oído:

       —Follamigos.

      Se apartó de él y le guiñó un ojo de forma seductora. Era joven, sexy y quería que la usaran para el sexo. Él suspiró. Le ofrecía sexo sin ataduras. Ser amigos con derecho a roce. Follamigos en lengua vernácula. Para un hombre que no había tenido sexo desde… —¿fue aquella ocasión en la ducha la última vez?—, era una oferta tentadora. Pero un acuerdo así no parecía apropiado para un juez federal. O para el padre de dos adolescentes.

      —No tienes hijos, ¿verdad? —dijo Scott—. ¿Por qué estás aquí?

      —Porque sabía que tú estarías aquí. Para ver a tu hija.

      —¿Me estás acosando?

      Le dirigió una mirada ladina.

      —Ay, esto no es acosar, Scott.

      Se dio media vuelta y se alejó caminando de forma sinuosa. Todos los hombres con los que se cruzó se pararon a mirarla. Así era Penny.

      —¿Qué has dicho?

      Era la voz de Boo detrás de él. Se giró hacia ella, pero no le hablaba a él, sino a un grupo de chicas que parecían haber salido de una revista de moda. Boo, no; tenía puesta una sudadera, vaqueros corrientes y unas zapatillas retro. Sus puños se apoyaban en sus caderas. Ese gesto no solía significar nada bueno. Sobre todo, para la otra chica.

      —¿Estás hablando de mi hermana?

      Dio un paso al frente y se encaró con una chica rubia.

      —Tranquila, Boo —dijo Scott.

      —Ha dicho algo sobre Pajamae —dijo Boo, y se dirigió a la chica para añadir—: ¿Qué? ¿No te gusta que niñas negras vayan a tu escuela?

      La chica rubia se puso roja como un tomate.

      —Mi hermana solía marcar todos los puntos, y ahora lo hace tu hermana.

      —Porque mi hermana es mucho mejor que la tuya.

      —Porque es más negra que mi hermana.

      Boo levantó un puño.

      —¿Te apetece una ración de nudillos, zorra estirada?

      —A palabras necias, oídos sordos, Boo —dijo Scott.

      —A palabras necias, puños y codos, A. Scott.

      —Adelante, pégame —dijo la rubia—. Volverán a expulsarte.

      Ese no era el primer altercado de Boo. La habían expulsado media docena de veces por defender a su hermana.

      —Boo, vamos a llevar las bebidas a los asientos.

      —Sí, Boo —respondió la rubia—. Vuelve a tu asiento con el perdedor de tu padre.

      «¿El perdedor de tu padre?», Boo no podía creer lo que oía.

      —¿Ahora estás hablando de mi padre?

      —Mi padre dice que el tuyo es un liberal enamorado del presidente.

      —A. Scott, ¿puedo pegarle?

      —Sí… es decir, ¡no!

      Pero ya era demasiado tarde. Boo tumbó a la rubia de un golpe, un puñetazo directo a la nariz. La chica aterrizó sobre su trasero y Boo aprovechó para abalanzarse sobre ella. La miró con expresión severa y, apuntándola con el dedo, dijo:

      —Como vuelvas a llamar a mi padre liberal, te rompo los dientes.

      —A. Scott —dijo Boo—, deberías salir con la señorita Dawson. Esa Penny me acojona.

      —A mí también. Y deja de decir palabrotas.

      Boo frunció el ceño sin levantar la vista del libro. Scott les había leído libros a las chicas hasta que cumplieron los diez años; ahora leían ellas juntas.

      —¿Qué estáis leyendo?

      Todas las noches leían en la cama. Ellas compartían una habitación, y Scott tenía la otra. La casa tenía dos dormitorios, dos baños, y mil cuatrocientos metros cuadrados útiles. La habían construido en 1935, cuando las mansiones de Highland Park se construían para los magnates petroleros, no para abogados, médicos o vicepresidentes de la propiedad industrial. Y desde luego, no para los jueces. Ochenta años después, las cosas no habían cambiado para los jueces.

      —Cincuenta sombras de Grey —dijo Boo sin levantar la vista.

      —¿Qué?

      —Los juegos del hambre.

      Scott suspiró.

      —Vas a provocarme un ataque al corazón.

      Boo lo miró con los ojos llenos de lágrimas.

      —A. Scott, no bromees con eso.

      —Ay, lo siento, cariño. Harás que me salgan canas.

      —El pelo rubio no se vuelve blanco.

      —Conseguirás que me quede calvo, entonces.