Frank sonrió y sacudió la cabeza.
—Veía a Scotty recorrer el pueblo a toda leche en ese cohete rojo. Aquel coche era la leche. Scotty era un abogado de la hostia y ganaba un montón de dinero…, pero no tanto como yo, porque para entonces ya estaba demandando a vuestros clientes por daños tóxicos, pero él se estaba sacando un montón de billetes. Lo cual quiere decir que tenía una vida perfecta.
Su sonrisa empezó a desvanecerse.
—Pero entonces la vida de Scotty cambió. Esas cosas pasan, ¿verdad? ¿Cuántos abogados conocemos cuyas vidas han cambiado por un golpe de mala suerte? Por enfermedad: una sentencia de muerte llamada cáncer o la muerte de una esposa o un hijo. O por malos actos. Todos hemos oído hablar de abogados que se pasearon por la ilegalidad y pagaron el precio. Pero la vida de Scotty cambió, no porque hiciera algo incorrecto, sino por hacer lo correcto. Porque defendió a una persona inocente: una prostituta negra del sur de Dallas acusada de asesinar a un hombre blanco del norte de la ciudad. Y no cualquier hombre, sino el hijo de un poderoso senador de Estados Unidos con ambiciones de llegar a la Casa Blanca. No hay nada peor para un abogado.
Se hizo un silencio absoluto, algo difícil cuando el público lo forman doscientos abogados. Pero Franklin Turner lo logró; podía dominar una sala. Era desgarbado y un poco torpe, pero tenía presencia. Y tenía esa voz. Y algo más, una capacidad indescriptible de conectar con la gente, sobre todo con un jurado. Frank Turner era capaz de, como se suele decir, vender hielo a los esquimales.
—Todos hemos leído en el periódico sobre el caso y la vida de Scotty. Todos sabemos lo que le pasó a esa prostituta: fue absuelta y murió de una sobredosis de heroína dos meses después; y lo que le pasó a él, lo perdió todo: su trabajo, su mansión, su Ferrari… y su mujer. Ella se largó con el mejor jugador de golf del club de campo.
Los abogados miraban sus platos de un modo solemne, como si estuvieran rezando para que aquella introducción acabase pronto. Pero Frank solo estaba calentando.
—Pero esperad. La cosa se pone peor. Dos años después, acusan a su exmujer de asesinar al jugador de golf, que a la postre es Trey Rawlins, el próximo Tiger. Un cuchillo carnicero clavado en el pecho de él. Ella cubierta de sangre. Sus huellas en el cuchillo. Lo que en la fiscalía llamamos hacer un mate. Pero ella se declara inocente. ¿Y a quién llama? ¡Sí, a Scotty! A ver, tengo que ser sincero… Bueno, soy abogado defensor, así que no, no tengo que ser sincero, pero lo seré… Creo que no sería capaz de representar a mi exmujer —la misma que, recordemos, me había dejado por el semental del club de golf—, aunque el tipo me hubiera enseñado a corregir mi swing. Pero Scotty lo hizo. Fue a Galveston a probar que era inocente, no para volver a conquistarla, sino para liberarla. Así es él.
Franklin Turner, conocido abogado demandante, se volvió hacia Scott. Sus miradas se encontraron. Frank asintió y volvió a dirigirse al público.
—Os diré una cosa sobre Scotty. Es mejor atleta de lo que yo hubiera soñado ser jamás. ¡Qué coño, yo tocaba la tuba en la banda de música de la facultad! Es mejor abogado de lo que yo jamás hubiera esperado ser. No más rico, solo mejor. Y es mejor hombre de lo que yo nunca seré: adoptó a la hija de la prostituta. Sí, me va bien, realmente bien. Gano mucho más dinero que él, y tengo un jet privado…, pero él está haciendo el bien, como abogado y como hombre. Y si alguna vez me desvío hacia la ilegalidad y me atrapan, si un hombre tiene que juzgar mi vida, rezo para que ese hombre sea Scotty Fenney. Damas y caballeros, me enorgullece presentar al muy honorable A. Scott Fenney, juez de distrito de Estados Unidos.
Dos horas más tarde, el juez de distrito de Estados Unidos, A. Scott Fenney, estaba juzgando la vida de otro hombre. No es fácil decidir si un hombre se merece libertad o cárcel, clemencia o miseria, de dos a cinco o de cinco a diez años. Se planta delante de ti, con la cara llena de miedo, sino arrepentimiento, el cuerpo tembloroso ante la idea de recibir una larga condena en prisión y su madre agarrada a él como si se estuviera muriendo de cáncer.
Como si sus crímenes solo fueran un gran malentendido.
No lo eran. El gobierno había probado su culpa más allá de toda duda razonable. Las pruebas en su contra eran contundentes. Era culpable. Cuando el jurado lo condenó, no le quedó más opción que acogerse a la clemencia del juez.
Pero no lo hizo.
Su madre había suplicado clemencia. «Es un buen chico, juez», había dicho. «Por favor, apiádese de él. Por favor, no me arrebate a mi hijo».
Los testigos de conducta habían suplicado clemencia. Sus profesores del Instituto de Tecnología de Massachusetts habían hablado de su genialidad, su brillantez, su potencial para salvar el mundo con un invento, un proceso, o tal vez la cura del cáncer. Todos decían que era un buen chico que se había desviado del camino.
Pero él no había suplicado clemencia.
—Mi padre dio cuarenta años de su vida a esa compañía, ¿y qué obtuvo a cambio? Un despido. Le quitaron la pensión, su seguro de vida y su propia vitalidad. Enfermó y murió de cáncer. Ellos se hicieron ricos, pero él solo consiguió el Obamacare. El director ejecutivo se llevó a casa cincuenta millones de dólares el año pasado. ¿Es correcto? Es legal, ¿pero es correcto? Yo voy a ir a prisión, y ese capullo se va a la playa, a una de sus cinco mansiones. ¿Que si lo siento? Solo siento que me atraparan antes de que pudiera destruirlo a él y a su empresa. Seis meses más, y habría acabado viviendo en la calle.
Denny Macklin tenía veinticuatro años y era el típico bicho raro. Brillante, arrogante, y tan engreído como una estrella de la NBA. Se parecía a los estudiantes de la Universidad Metodista del Sur que Scott había visto vagueando alrededor de la facultad de Matemáticas cuando iba de paso al estadio de fútbol. Se había ganado una reputación en el mundo de los juegos en línea; no desarrollándolos, sino como jugador. Era el mejor entre los mejores, un experto en su universo. Pero cuando la compañía despidió a su padre, él utilizó su genio contra ellos. Una de las empresas más importantes en las listas de la revista Fortune había destrozado la vida de su padre, de modo que él destrozó la empresa. Casi. Había hackeado los ordenadores de la compañía, alterado las ventas y los envíos, robado dinero y arruinado la clasificación de sus créditos. La compañía bajó del número 378 de la revista Fortune al número 8 456. Había tumbado una empresa pública con un portátil, conexión a internet y un cociente intelectual de 187. Y le había destrozado la vida a lo diez mil empleados que echaron a la calle. No había pensado en esa consecuencia de sus actos. En su ira y deseo de venganza, se había olvidado de la gente que era como su padre.
El FBI lo investigó, pero él hizo que parecieran unos ineptos. Era demasiado listo y siempre estaba dos pasos por delante. Nunca lo habrían pillado. Podría haberse librado de pagar por sus delitos. Libre de Scott. Pero como todos los que buscan venganza, Denny le dijo a su objetivo, el director ejecutivo, que había sido él quien había traído la desgracia a la compañía, tal y como ella se la había traído a su padre. El director ejecutivo debía saber que Denny había vengado a su padre.
Una vez lo supo el director, el FBI no tardó en enterarse.
Ahora estaba frente al juez A. Scott Fenney y entre sus dos abogados. Un abogado penalista de primera de Houston, famoso por ganar en juzgados de Texas, y un abogado mercantil de primera de Dallas que dirigía uno de los bufetes más ricos del estado.
Dan Ford.
Tres años y medio antes, Scott estaba de pie justo donde ahora estaba Dan, delante de un juez federal y al lado de una clienta que estaba a punto de conocer su destino. El caso le había costado todo lo que apreciaba, todo salvo su hija. Cuando se negó a traicionar a su clienta para conservar las ambiciones del senador Mack McCall de llegar a la Casa Blanca, Dan lo despidió. No había mostrado compasión.
Dan sí pidió clemencia por su cliente ese día.
Lo hizo ante un juez federal que estaba sentado en el estrado porque otro juez más mayor había muerto. Antes de que Sam Buford sucumbiera ante el cáncer, designó a Scott como sustituto. Este pensó que el senador impediría