—Señor Macklin, ha sido acusado de ciento veintiséis delitos tipificados por la ley federal. No ha mostrado arrepentimiento, sino al contrario: ha afirmado que habría continuado con su actividad criminal hasta llevar a la bancarrota a la compañía y a su director ejecutivo. Se enorgullece de sus actos porque los considera honrados. Se cree inocente. Pero no sentir culpa no es lo mismo que ser inocente. Solo puedo sentir desprecio por el modo en que la compañía trató a su padre, pero eso no justifica sus acciones, que han destrozado las vidas de diez mil personas inocentes. Pero el hecho de que fuese posible no lo legitima a usted para ejecutar su venganza personal. Tiene un gran don: una inteligencia que poca gente posee. Puede utilizar ese poder como lo haría un niño o como lo haría un hombre. Hasta ahora lo ha usado de un modo infantil, y así se ha presentado aquí hoy. Cuando entré en esta sala, no estaba seguro de cuál sería su sentencia. Su declaración de hoy me ha demostrado que necesita tiempo para pensar sobre su poder, tiempo para pensar en su futuro, tiempo para convertirse en el hombre que haría a su padre sentirse orgulloso. Denny Macklin, lo condeno a dos años de cárcel en una prisión federal de mínima seguridad.
—Su padre era un buen hombre. Fuimos juntos a la universidad; pertenecíamos a la misma hermandad. Él hizo un máster en Administración de Empresas y yo escogí la abogacía. Mantuvimos el contacto; hablábamos una o dos veces al año. Su empresa le hacía viajar por todo el mundo. Le preocupaba Denny, que no tuviera amigos ni raíces. Se sintió muy orgulloso cuando el chico entró en el Instituto de Tecnología de Massachusetts. Esto le habría roto el corazón.
Dan Ford sacudió la cabeza. Había solicitado una reunión en la cámara después de oír la sentencia. El antiguo superior de Scott tenía ahora sesenta y cuatro años; parecía mayor.
—¿Cómo estás, Dan?
—¿Yo? —Se encogió de hombros—. Soy rico.
—Un hombre feliz.
—¿Lo eres tú? ¿Con un salario? ¿Cuánto ganas, ciento noventa?
—Doscientos. Más beneficios.
Dan hizo una mueca.
—¡Uy! —dijo como si le doliera—. Yo gano en un mes lo que tú en un año. Más beneficios.
Un juez federal tenía un buen salario: 201 100 dólares. No para los abogados —Scott llegó a ganar 750 000 en Ford Stevens cuando Dan lo despidió— sino para la gente normal. Además, su salario estaba garantizado de por vida, una seguridad que la gente normal no solía disfrutar. Ser juez federal es un cargo vitalicio, así que disfrutaría esa seguridad financiera de por vida. A. Scott Fenney ya no era el pobre abogado del bloque de oficinas en un suburbio cualquiera, pero tampoco había vuelto a ser un abogado rico. No era el abogado de clase alta que había sido en el bufete, ni el de clase baja que había sido después. Era un hombre de leyes de clase media. Un juez federal que se dedicaba a hacer el bien en lugar de tener éxito. Vivía de forma estable. Tenía una buena vida, sin fama ni fortuna, pero con seguro dental. Podía costearle la ortodoncia a Pajamae. Sus dientes parecerían perlas.
—¿Has hecho las paces contigo mismo?
—Sí.
—Si alguna vez cambias de opinión, ya sabes cuál es mi número.
—¿Despacho propio?
—Salario. Un millón al año. Tu nombre en la puerta.
—Es bueno tener opciones.
Lo que para la mayoría de gente era un dilema moral —tener éxito en lugar de hacer el bien— era una simple cuestión financiera para un profesional del derecho. Su nombramiento como juez federal era de por vida, pero siempre podía cambiar de opinión. Siempre podía elegir el dinero.
—La oferta se mantiene. Lo único que tienes que hacer es decir que sí.
—Lo tendré en cuenta.
—Hazlo.
Dan Ford lo miro de un modo paternal, con una expresión de preocupación por el hijo pródigo. Lo cual le recordó algo a Scott:
—Siento lo de tu hijo, Dan.
Su hijo había muerto de sida después de la última vez que se vieron.
—Tú eras más como un hijo para mí que él. Pero él tenía mi sangre. Espero que esté en un lugar mejor. —Desvió la mirada un momento y añadió—: ¿Y Rebecca? ¿Está en un lugar mejor?
—Mejor que la cárcel.
—¿Dónde?
—En algún lugar con un hombre.
Dan soltó un gruñido.
—Las exmujeres son así. Pero ese juicio fue una pasada. Muy entretenido.
—Me alegra que lo disfrutaras.
—Estaba seguro de que era culpable.
—Yo también.
—¿Has encontrado una sustituta?
—¿Cómo clienta?
—Como esposa.
—No existen las páginas de citas para jueces federales.
—Supongo que eso es un problema. Como salir con un inspector de hacienda.
Dan sonrió con desgana y metió la mano en el bolsillo de su abrigo. Sacó unas entradas que tenían grabada en relieve una estrella plateada bastante familiar. Le dio las entradas a Scott.
—Lleva a las chicas al partido de los Cowboys este domingo.
Scott cogió las entradas. Se puso las gafas —tenía hipermetropía— y retrocedió al ver el precio.
—Dan, estas entradas cuestan trescientos cuarenta dólares. Y el billete de aparcamiento setenta y cinco. Ocho entradas…, ¿cuánto es eso? ¡Casi tres mil dólares! No puedo aceptarlas.
Dan desestimó sus inquietudes morales con un ademán de la mano, como hacía a menudo cuando trabajaban juntos en el bufete.
—Son los asientos baratos. Le di el palco al gobernador. Joder, no te estoy sobornando. Ya has sentenciado a mi cliente con pena de cárcel. De un padre a otro, Scotty. Yo habría llevado a mi hijo a los partidos. A cenar. A cualquier parte. Debería haber pasado tanto tiempo con él como con los directores ejecutivos de las empresas que represento. Ahora que no está, no me quedan más que remordimientos. No te lo recomiendo. —Hizo una pausa, tomó aire y exhaló—. Lleva a tus chicas al partido. Y búscales una madre.
Dan Ford miró fijamente a su antiguo pupilo y sentenció:
—Scotty, un hombre no puede criar mujeres.
Capítulo 2
El bufete de abogados Ford Stevens tenía una cafetería mucho más fina que todo lo que pudiera ofrecer Starbucks, aunque el camarero servía café de Starbucks. Latte, espresso, cappuccino… cualquier cosa que calmara la adicción a la cafeína de los abogados y mantuviese su mente despierta y a la altura hasta altas horas de la noche. En cambio, el edificio federal Earle Cabell se conformaba con una sala de personal que incluía una máquina expendedora y el café a granel más barato del mismo proveedor que llevaba los almuerzos a las escuelas públicas, es decir: un contratista del gobierno que había hecho la oferta más baja.
Eran las cuatro de la tarde del viernes. El juez A. Scott Fenney estaba sentado en su despacho, con los pies encima del escritorio. Bebía una taza de café barato con una dosis nada saludable de nata, comía caramelos de mantequilla con sal, y preparaba la semana próxima con su personal. Un juez federal necesitaba gente en quien confiar, y él la tenía: Bobby Herrin, su juez magistrado, estaba sentado frente a él; Karen Douglas, que era su abogada asistente,*