Historia secreta mapuche 2. Pedro Cayuqueo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Pedro Cayuqueo
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789563247879
Скачать книгу
(fusiles), atacaron el fortín Guanacos, ubicado cerca de la margen derecha del río Neuquén y a doce leguas de Chos Malal. Allí perdieron la vida el alférez Eliseo Boerr —quien ejercía el mando de manera provisoria—, quince soldados argentinos y diecisiete civiles, siendo el fortín reducido a cenizas y todos sus caballos arreados.

      “Todo era escombros carbonizados... A juzgar por algunas vainas servidas que se encontraron, que no eran de Remington, se comprendía que los indios asaltantes llevaron armas de cierta precisión”, escribió al respecto el cadete Guillermo Pechmann, por entonces un “soldadito” de apenas diecisiete años destinado en Chos Malal y testigo de aquel suceso.

      Cuatro décadas más tarde, al final de su carrera y con el grado de teniente coronel, Pechmann publicaría el popular libro El campamento 1878. Allí narra con atractiva pluma los sucesos que vivió como oficial durante la invasión del territorio mapuche.

      Pero no sería fortín Guanacos el enfrentamiento más celebre donde los mapuche hicieron notar un inédito poder de fuego.

      Historiadores argentinos señalan que ello está reservado para el combate de Apële (o Apeleg), librado el 22 de febrero de 1883 entre las tropas de Conrado Villegas —bajo el mando del capitán Adolfo Drury— y los guerreros de los lonkos Inakayal, Foyel y Chagallo, al norte del río Senguer, en la precordillera de la actual provincia de Chubut.

      Según la versión oficial, aquel día el capitán Drury, al mando de cuarenta efectivos del Regimiento 7.º de Caballería, se trabó en combate contra “cientos” de mapuche-tehuelche sorprendidos en sus tolderías en la pampa de Apële (variedad de papa silvestre, voz tehuelche). Allí habrían sido rechazados por los guerreros con decenas de armas de fuego, “sesenta u ochenta tiradores”, informaron los partes militares.

      Siempre según la versión oficial, más tarde llegaron al lugar las tropas del comandante Nicolás Palacios en auxilio del capitán Drury, dispersando a los mapuche, quienes huyeron en dirección a Santa Cruz; entre ellos estaba el lonko Inakayal.

      En el campo quedarían más de ochenta muertos del lado mapuche y trece soldados heridos. En las inmediaciones de la toldería serían capturadas además “trescientos caballos y yeguas, ochocientas vacas y mil ciento cincuenta ovejas”.

      A juicio de Adrián Moyano, autor de Inakayal, a ruego de mi superior cacique (2017), la más completa biografía existente del célebre lonko mapuche, de combate Apële tuvo bastante poco.

      “Allí no hubo combate, sino más bien un ataque contra una toldería que en ese instante fatídico no albergaba a gente combatiente, sino solo a mujeres, niños y quizás ancianos. Recién en un segundo momento las tropas recibieron la réplica de los guerreros que a balazos consiguieron poner fuera de combate a once de los captores y rescatar momentáneamente a sus familias de la cautividad”, señala.

      Se trató más bien de un Wounded Knee patagónico.

      La masacre de Wounded Knee sucedió el 29 de diciembre de 1890 en la reserva lakota de Pine Ridge, en Dakota del Sur. Allí el 7.º Regimiento de Caballería de los Estados Unidos, liderado por el coronel James W. Forsyth, devastó un campamento lakota ante la negativa de algunos guerreros a entregar sus armas de fuego a las autoridades.

      Cuando terminó el ataque —que incluyó nutrido fuego de artillería—, al menos trescientos lakota habían sido asesinados, en su mayoría mujeres y niños desarmados, y medio centenar resultó gravemente herido. También murieron veintinueve soldados, aunque la mayoría por causa del fuego amigo.

      Wounded Knee es considerada hasta nuestros días la peor masacre en la historia de los Estados Unidos.

      En Apële el uso de armas de fuego por parte de los weichafe no pasó desapercibido para el general Villegas. Con fecha 1 de marzo de 1883, elevó el siguiente informe al comandante general de Armas desde el Nahuel Huapi. Al parecer tenía certeza de quiénes los habían provistos de fusiles.

      Los indios han desplegado más de sesenta individuos armados de Remington y armas de repetición las que según datos les son vendidas por los habitantes de la colonia Chubut con quienes los indios comercian constantemente. Como usted verá este acto de inmoralidad debe ser represado enérgicamente, pues de lo contrario los sacrificios del ejército para concluir con la barbarie serán estériles siempre que ella sea auxiliada y protegida por gentes que se dicen civilizadas (Gavirati, 2017:373).

      Villegas acusa directamente a los colonos galeses del valle de Chubut de ser traficantes de armas. “Esta aseveración se puede corroborar con individuos que hacen tal comercio y que han sido capturados por nuestras fuerzas entre los indios”, agrega el militar en su informe.

      Su opinión es compartida por el teniente Eduardo Oliveros Escola, quién participó y resultó herido en los llanos de Apële.

      “La Colonia provee a sus dependientes de fusiles Remington y de repetición, con los cuales nuestros enemigos se sirven para luchar contra los soldados de la Nación”, denuncia el oficial en un informe enviado a su comandancia. Y luego agrega:

      “El gobierno ha donado a la Colonia fértiles campos para que dé vida a esas regiones, pero en manera alguna para atacar los intereses de la Nación. Proveer de fusiles a los indios es atentatorio y abusivo”.

      Tan perdidos digamos que no estaban.

      Lo cierto es que existían fluidas relaciones de contacto y comercio entre los colonos galeses y las diferentes tribus de la Patagonia desde el arribo de los primeros a la zona en 1865.

      Sin una guarnición militar que los protegiera de posibles ataques, los galeses optaron por cultivar buenas relaciones con las parcialidades mapuche y tehuelche de Chubut. Ello hizo florecer el comercio, el intercambio cultural y un modelo de convivencia pacífica excepcional para la época.

      Hasta que llegaron los soldados y, con ellos, la guerra.

      Existía además una abierta animadversión de los jefes militares argentinos hacia los galeses y su política de puertas abiertas con los “salvajes”. Los colonos, por cierto, negaron rotundamente la acusación. Llegarían a publicar una carta en el periódico Buenos Aires Standard, denunciando estar siendo utilizados como “chivos expiatorios”.

      Tuvieran o no responsabilidad los galeses, lo cierto es que la queja del general Villegas sí tuvo consecuencias en el desarrollo de la guerra; implicó un endurecimiento de la prohibición de “venta de armas de guerra y municiones a los indios” y el inicio de una severa campaña de confiscaciones.

      Ello dificultaría notablemente el escaso tráfico de armas que existía en aquel tiempo y del cual se valían los lonkos rebeldes.

      Sí, hubo armas de fuego en manos de guerreros mapuche. Y en ambos lados del Wallmapu. Pero en absoluto fue la norma.

      Tal como en la Colonia, el ataque de madrugada, la clásica emboscada de siglos, el golpear y replegarse, fue la principal arma de los weichafe en aquellos años de avance militar winka.

      Como en los tiempos de Leftraru, la guerra de guerrillas fue el último recurso de un pueblo cuya independencia debía morir con honor, fieles a una tradición militar de cuatro siglos.

      Zeballos, el cronista militar ya citado, no duda en elogiar esta bravura, casi suicida, de las fuerzas mapuche.

      “A los trescientos años los araucanos continúan en armas con virilidad asombrosa”, escribe. “Abrumados por todos los recursos que el arte de la guerra ha desplegado prodigiosamente en su contra, oponen ellos sus pechos indomables”, subraya admirado.

      Lo destaca también el historiador José Bengoa.

      Los pueblos son grandes y sus culturas perduran quizás en la medida que son capaces de asaltar el cielo. La grandeza surge muchas veces de la capacidad de un pueblo para realizar actos imposibles. Los mapuche sabían perfectamente que iban a perder y que la mayoría de ellos moriría en esta insurrección general; sin embargo, el hecho tenía un sentido ritual histórico insoslayable […] Hasta el