El problema, por supuesto, no quedó allí. Si ni los mismos marxistas priorizaban la categoría de explotación, cuando ésta llegó acaso a aparecer y a ser reconocida como un hecho reprobable en los textos no marxistas, se la mencionaba al lado de muchos otros males considerados de igual envergadura, o se le relegaba al orden de los comportamientos aberrantes (déviant) y de los delitos que el propio sistema persigue cuando logra descubrir a los culpables.
Frente a ese ninguneo de la explotación como categoría esencial para la comprensión y construcción de las mediaciones tanto del capitalismo como de aquellas que permitan acercarse a la construcción de un mundo alternativo, hay varios hechos evidentes que es necesario destacar: que la explotación es parte de la historia humana prácticamente desde los principios del neolítico; que no se reduce al concepto de la plusvalía arrancada a los trabajadores, aunque siempre esté relacionada con ella, y que hoy abarca al conjunto del sistema global capitalista en su funcionamiento patológico y autodestructivo y en el tipo de mediaciones que está construyendo.
En el orden biológico, la explotación se identifica con fenómenos de parasitismo y de lo que en biología se llaman colonias. Sucede y acompaña a lo que, también en el orden biológico, se conocen como fenómenos de coevolución, de depredación, por los cuales unas especies privan a otras de sus recursos, de su vida, y eventualmente las someten. Depredación y parasitismo entre los miembros de la misma especie animal no parecen ser tan frecuentes, como son la conquista y colonización entre las “razas” de la especie humana.
En la especie humana la explotación regular y periódica comenzó con la agricultura, cuando “los hombres de a caballo” empezaron a quitarles sus cosechas a los campesinos y entre unos y otros se fueron estableciendo sistemas de “donativos” forzados (recuérdese a Marcel Mauss) y de “protección” impuesta a las voluntades sometidas. Los sometimientos dieron lugar a distintos tipos de explotaciones: tributarias, esclavistas, feudales, asalariadas, que se combinaron con los modos de producción, con los sistemas de colonización y con las estructuras de las empresas productoras y colonizadoras, las cuales por cierto también varían en otras especies animales.
Los parecidos entre el mundo animal y el humano son tan grandes que resulta vergonzoso que hasta ahora la inmensa mayoría de los científicos niegue a la explotación el carácter esencial o central que tiene en la historia de nuestra especie y en su futuro. Si para muchos resulta inaceptable pensar que nuestra sociedad se sustenta en una relación social que casi todas las filosofías consideran inmoral, y para otros es indispensable ocultar por cuanto medio está a su alcance la importancia que la relación de explotación tiene para una sociedad de consumos de lujo y de productos de consumo innecesario, y el hecho de ser el factor central de la pobreza y la extrema pobreza en que viven las cuatro quintas partes de la humanidad, el ninguneo se combina con la indignación cuando se identifica el fenómeno con nuestro comportamiento animal.
Aceptar que vivimos en un mundo en el que una parte muy pequeña de los habitantes se enriquece a costa de la gran o inmensa mayoría y que, a la manera de muchas especies más, organiza con tal propósito todo tipo de depredaciones y de subsistemas parasitarios y “coloniales”, es algo que los seres más poderosos de la Tierra y sus distintos achichincles[2] niegan y vuelven a negar incluso en formas desdeñosas y con un gran self-control.
Todas las razones son endebles, pero las más limitadas consisten en afirmar que somos distintos de los demás animales; salvo en un punto muy importante: que somos animales políticos. Ese argumento viene al caso porque es el único que puede permitirnos explorar las alternativas que existen para que manejemos nuestros conocimientos, informaciones y tecnologías, nuestros símbolos y valores, nuestras estructuras y organizaciones, nuestra conciencia, nuestra moral, nuestra voluntad y nuestra lucidez en formas tales que nos permitan reconocer la verdadera existencia de un mundo de explotadores y explotados, y construir los conceptos, sujetos e instrumentos que busquen cambiar ese mundo y cambiar el conjunto de organizaciones, estructuras y subsistemas que hoy tienden a preservarlo, en formas, estrategias y proyectos en que busquemos maximizar nuestras probabilidades de éxito y minimizar los costos que en represiones y cooptaciones intenten imponernos las fuerzas conservadoras del sistema. Con ese objetivo, plantear el problema hoy nos lleva a destacar algunas diferencias con el marxismo clásico, sobre todo las que existen entre la explotación de entonces y la de ahora, no sólo en lo que se refiere a las relaciones de explotación mismas, sino a los sujetos históricos capaces de terminar con ellas y que al efecto aprovecharán sin duda todos los éxitos y fracasos anteriores para mejorar sus posibilidades de triunfo, sus metas sucesivas y los medios o recursos que les permitan alcanzarlas.
En la época clásica la explotación se planteó sobre todo entre los empresarios y los trabajadores; se expuso como lucha de clase contra clase. En los estudios más profundos o radicales se planteó como insurrección con revolución. Hoy vivimos un mundo en que ha sido mediatizada la lucha de clases, en que se da la explotación sin efectos directos y lineares en la lucha de clases, y en que las insurrecciones no llevan de inmediato a las revoluciones ni éstas parecen viables si no alcanzan a construir sus propias mediaciones pacíficas en la sociedad civil, en el sistema político y en el Estado-nación correspondiente, lo cual es aún incierto, aunque por ningún motivo sea imposible y en cualquier proyecto mínimamente humanista sea deseable. Al mismo tiempo se han mediatizado y globalizado los propios sistemas y subsistemas de explotación, generando nuevas categorías en el mundo, en la explotación y en las alternativas al sistema. En tales condiciones nos encontramos en una situación histórica en que tenemos que precisar cómo se realiza hoy la explotación a partir de la premisa de que no hemos abandonado del todo nuestra condición animal. Además, tenemos que demostrar que la explotación, tal y como hoy se da, no es un hecho más o menos excepcional, sino que se extiende a lo largo del sistema-mundo y afecta profundamente su comportamiento. Y tenemos, en fin, que probar que hay algunas probabilidades de lucha política que nos pueden acercar a la construcción de un mundo sin explotación.
Si colocamos en una perspectiva histórica la etapa en que Marx inició el estudio más profundo y riguroso sobre la explotación de unos hombres por otros, pronto nos percatamos que fue en una época en que la explotación de los obreros en las fábricas del país más avanzado de entonces —que era Inglaterra— se realizaba con una claridad meridiana y sólo con la mediación del mercado de trabajo. Ésta ocultaba al trabajador, y al propio David Ricardo, lo que Marx descubrió: que el empresario le pagaba al trabajador solamente una parte del valor que había producido, y que a la manera de los señores feudales y de los esclavistas, se quedaba con el resto; pero con una ventaja: que no parecía ejercer el tipo de violencia que se ejercía sobre los siervos o esclavos, pues el nuevo trabajador asalariado, libremente se contrataba con él para no morirse de hambre. En todo caso, desde entonces el trabajador prefería ser explotado a ser excluido, como se sigue diciendo hoy. El problema es que muy pronto surgieron núcleos importantes de trabajadores, con algunos intelectuales, que antes de Marx o después de él plantearon el problema de la explotación y el de una sociedad sin explotación o en que al menos disminuyera la explotación. Toda esta historia es bien conocida, como la que vino más tarde, en medio de reformas y de revoluciones.
Lo que resulta necesario es destacar que las sucesivas reformas del capitalismo tuvieron efectos no sólo macroeconómicos, sino globales; alteraron los términos originales de la relación de explotación y los mediatizaron de muchas maneras, entre otras, reorganizando y reestructurando el comercio colonial y el colonialismo, empezando con el que Inglaterra ejercía en Irlanda y acabando con el que el Grupo de los siete (G7) se propone mantener hoy en el mundo entero.
Las dificultades que Marx tuvo para captar la importancia del colonialismo, y los errores que a menudo cometió en el enjuiciamiento de ese fenómeno, han servido ampliamente a los enemigos políticos de su teoría científica para descalificar a ésta como “política” y como “ciencia”. La verdad es que en medio de enormes dificultades eurocentristas, Marx y sus sucesores llegaron