No hay casi estudio de antropólogo, por descriptivo o tímido que sea, que no registre este género de actos. La vida indígena es eso exactamente: la vida de pueblos colonizados, y es de tal modo una vida típicamente colonial, que hasta los servicios públicos que les prestamos desde el gobierno del centro, y que suelen oscurecer ante nuestra propia conciencia la situación real, son actos semejantes a los que cualquier metrópoli ejerce. Entre las comunidades indígenas hay medidas educacionales, pequeños programas de cambio social y hasta grupos de religiosos —sobre todo extranjeros— que hacen actos de caridad; pero nada de ello es extraño a la vida de las colonias. Que estas instituciones están produciendo efectos indirectos, sentando las bases para una actitud más decidida, y que en torno a sus actividades de servicio social, educación y caridad, surgen efectos indirectos, de aculturación, de liberación, también es un hecho característico del desarrollo colonial. Que los caminos, la apertura de mercados, la expansión de la economía nacional —menor en esas zonas que en las puramente ladinas— están sentando las bases de un cambio, es una historia semejante a la de las antiguas colonias de África y Asia. Y el problema se complica, nuestra enajenación se incrementa porque —como dijimos arriba— tenemos un concepto de nosotros mismos como revolucionarios y anticolonialistas. En México nuestras escuelas y las comunidades indígenas enseñan a conocer a Juárez; nuestros libros de texto enseñan que Juárez era indio, no sabía español, y que fue uno de los más grandes presidentes de México. Esto es bueno: esto distingue al niño indio de México del africano colonial al que se enseñaba el culto a los héroes de los conquistadores, pero esto mismo nos impide identificarnos en la interpretación de nosotros mismos como colonialistas, ignorar el hecho de que —en la realidad— todos nuestros programas de desarrollo en las zonas indígenas se enfrentan a una debilidad política del centro frente a los intereses creados locales, intereses hilvanados con los estatales y que nos inhiben a nosotros mismos, dejando que sólo en acciones esporádicas rompamos la explotación colonial de los pueblos indígenas.
Es obvio que del contacto de los dos gobiernos, el tradicional y el constitucional, el indio y el ladino, surge una imagen del hombre y la política. El indio tiene una imagen del blanco y su política. “Los de razón tienen un sistema y está bien; sus presidentes municipales conquistan sus puestos mediante la política, y sus jueces muchas veces venden la justicia, máxime cuando se trata de nosotros, que no tenemos protección de arriba”.[27]
Dice Plancarte:
Los tarahumaras son legalmente ciudadanos mexicanos, con todos los derechos que les conceden, las obligaciones que les imponen las leyes. Sin embargo en lo general desconocen su situación legal. Para ellos sólo los miembros de su grupo son su gente, los suyos. El resto son chabochis, gente extraña, que vino a meterse en su territorio, y que les acarrea molestias y perjuicios incontables; ladrones que les han arrebatado sus mejores tierras, que abusan de sus mujeres, que les roban su ganado, y que, en el mejor de los casos, realizan con ellos tratos y transacciones comerciales en que mañosamente siempre les quitan lo más para darles lo menos.[28]
¿Qué hay de extraño en que se interesen poco por la política formal, constitucional, nacional? No son sus leyes, ni su Constitución, ni su nación. Su indiferencia por la política se debe a que su destino se decide fuera;[29] “su abstención en las elecciones municipales, estatales o de la República es total, ya que no les importa porque nada tiene de común con sus intereses”.[30] Todo se explica. Su abstencionismo de votar, o la forma automática en que van a votar, cumpliendo con las “ceremonias” del ladino; su conformismo, su ignorancia de la política “nacional”, de las leyes “nacionales”, su actitud de sumisión al paternalismo cuando piden, humildes. No son ni pueden ser, en semejantes condiciones, ciudadanos que exigen.
La imagen del blanco inspira la más profunda desconfianza: “Los esfuerzos de las autoridades (cuando las hay) no encuentran eco entre los moradores, por la desconfianza tan grande que sienten los indígenas por los mestizos, que siempre se han dedicado a explotarlos, vejarlos y humillarlos inicuamente”.[31] El propio indio tiene “un profundo escepticismo respecto de la paz… y hasta se ha creado una filosofía de la pobreza y la humildad”.[32] Su mundo es la inseguridad: “Esta gente buena y trabajadora sufre el peor de los tormentos, el de la inseguridad”,[33] dice Blom hablando de los lacandones. La sentencia del zapoteca es muy significativa: “Soy indio, es decir, gusano que se cobija en la hierba: toda mano me evita y todo pie me aplasta”.[34] Sus reacciones ante el acoso, los despojos, los agravios de los mestizos y sus autoridades varían mucho: “no pueden tomar venganza y están tranquilos”,[35] se “pliegan, se someten callados”, “aprenden el idioma ajeno para defender a sus compañeros”[36] y defenderse, huyen y se desplazan o se extinguen —como los lacandones—[37] y guardan un rencor hierático, imperceptible a “los hombres del gobierno blanco”.[38]
Y a esta imagen que el indio tiene del ladino y de las autoridades ladinas o constitucionales, se añade la imagen que el ladino tiene del indio. Y no pensamos en los antropólogos, en los historiadores de la historia de México, en los políticos