Tabla 15. Elecciones presidenciales. Marginalismo y participación (1917-1964)
Años | Población masculina de 20 años o más | Votó | % | No votó | % |
1917 | 3’219,887 | 812,928 | 25.25 | 2’406,959 | 74.75 |
1920 | 3’396,083 | 1’181,550 | 34.79 | 2’214,530 | 65.21 |
1924 | 3’631,010 | 1’593,257 | 43.88 | 2’037,753 | 56.12 |
1928 | 3’872,848 | 1’670,453 | 43.13 | 2’202,395 | 56.87 |
1929 | 3’938,489 | 2’083,106 | 52.89 | 1’855,383 | 47.11 |
Años | Población total de 20 años o más | Votó | % | No votó | % |
1934 | 4’227,250 | 2’265,971 | 53.60 | 1’961,279 | 46.40 |
1940 | 4’589,904 | 2’637,582 | 57.46 | 1’952,322 | 42.54 |
1946 | 5’379,367 | 2’293,547 | 42.64 | 3’085,820 | 57.36 |
1952* | 6’306,631 | 3’651,201 | 57.89 | 2’655,430 | 42.11 |
1917 | 6’814,593 | 812,928 | 11.93 | 6’001,665 | 88.07 |
1920 | 7’162,876 | 1’181,550 | 16.50 | 5’981,326 | 83.50 |
1924 | 7’627,251 | 1’593,257 | 20.89 | 6’033,994 | 79.11 |
1928 | 8’117,660 | 1’670,453 | 20.25 | 6’447,207 | 79.75 |
1929 | 8’248,312 | 2’083,106 | 25.25 | 6’165,206 | 74.85 |
1934 | 8’830,265 | 2’265,971 | 25.66 | 6’564,294 | 74.34 |
1940 | 9’561,106 | 2’637,582 | 27.59 | 6’923,524 | 72.41 |
1946 | 11’170,817 | 2’293,547 | 20.53 | 8’977,270 | 79.47 |
1952 | 13’035,668 | 3’651,201 | 28.01 | 9’384,467 | 71.99 |
1958* | 15’152,440 | 7’485,403 | 49.40 | 7’667,037 | 50.60 |
1964* | 17’455,071 | 9’434,687 | 54.05 | 8’020,163 | 45.95 |
*Votaron hombres y mujeres.
Fuentes: Diario de Debates de la Cámara de Diputados, Dirección General de Estadística, Comisión Nacional Electoral y Dirección del Registro Nacional de Electores.
Pero si se es optimista, al ver que mientras en 1917 de cada 10 ciudadanos no votaban 7, y que en 1964 ya sólo dejaban de votar 5, y si el optimismo aumenta cuando se piensa que no teniendo voto las mujeres sino hasta 1958, de los ciudadanos potenciales —hombres y mujeres— sólo votaba 1 de cada 10 en 1917, mientras que en 1964 votaron 5 de cada 10, hay otros elementos que reducen el optimismo, y que cualquier espíritu crítico aducirá de inmediato, como los que se refieren al respeto del voto, a la información y conciencia política con que se vota, etc. Sin considerar estos elementos, los números absolutos de la votación nos revelan que si bien la proporción de marginales tiene una obvia tendencia a disminuir —tendencia que se refuerza al acordar el derecho de voto a la mujer—, el total de ciudadanos que no votan se mantiene aproximadamente en dos millones desde las elecciones de 1917, para subir respectivamente a 3 y 2.5 millones en las elecciones de 1946 y 1952 —pero considerando no sólo la población masculina sino la total, esto es, hombres y mujeres de 20 años o más que no votan—; el número de marginales aumenta de 6 millones en 1917 a 9 millones en 1946 y 1952, para descender, con el voto de la mujer, a poco más de 7.5 millones en 1958 y 8 millones en las últimas elecciones presidenciales de 1964.
Por su parte, la clase gobernante no puede ocultarse que la democratización es la base y el requisito indispensable del desarrollo, que las posibilidades de la democracia han aumentado en la medida en que han aumentado el ingreso per capita, la urbanización, la alfabetización; que subsisten obstáculos serios y de primera importancia, como la sociedad plural, y que el objetivo número uno debe ser la integración nacional; que la condición prefascista de las regiones que han perdido estatus amerita planes especiales de desarrollo para esas zonas; que las regiones con cultura tradicionalista, con población marginal considerable, sin derechos políticos, sin libertad política, sin organizaciones políticas funcionales, son los veneros de la violencia, y exigen, para que ésta no surja, esfuerzos especiales para la democratización y la representación —política— de los marginales y los indígenas, y tareas legislativas, políticas y económicas que aseguren el ingreso de esa población a la vida cívica, así como la admisión e integración de los estratos marginales a una “ciudadanía económica y política plena”; que es necesario acentuar la unidad de nuestra cultura política secular y mantener el principio constitucional de que los alineamientos políticos no deben estar ligados a los religiosos; que es necesario redistribuir el ingreso y mantener y organizar a la vez las presiones populares y la disciplina nacional; que es necesario a la vez democratizar y mantener el partido predominante, e intensificar el juego democrático de los demás partidos, lo cual obliga a la democratización interna del partido como meta prioritaria, y a respetar y estimular a los partidos de oposición revisando de inmediato la ley electoral; que la democratización del partido debe estar ligada a la democratización sindical y a la reforma de muchas de las leyes e instituciones laborales, entre otras tareas; que un desarrollo económico constante es el seguro mínimo de la paz pública, y que para lograr estas metas, la personalidad del presidente, el carácter técnico del plan y la democratización del partido son requisitos ineludibles en un país en que el presidente tiene una extraordinaria concentración del poder, en un momento en que ya no se puede desconfiar de los planes técnicos ni hacer demagogia con ellos, y en una etapa en que se necesita canalizar la presión popular, unificando al país para la continuidad y aceleración de su desarrollo, y dejar que hablen y se organicen las voces disidentes para el juego democrático y la solución pacífica de los conflictos.
Con las nuevas metas, que representan un evidente avance al consagrarse el derecho de voto de la mujer, y tomando como referencia el total de ciudadanos hombres y mujeres, los no votantes son más de siete millones y medio y la marginalidad absoluta sólo baja con respecto a las elecciones de 1946 y 1952, en que los no votantes, hombres y mujeres, habían alcanzado 9 millones y 9,4 millones, respectivamente. Y es aquí, como en la marginalidad social y cultural, que el desarrollo de México y de sus instituciones —no obstante la magnitud y velocidad que alcanza, y que logra disminuir en números relativos la marginalidad política— no ha podido superar la explosión demográfica de la población socialmente marginal, con lo que hoy tenemos —paradójicamente y a pesar del progreso relativo— más ciudadanos sin voto, y en la medida en que el voto sea representativo de la política, más ciudadanos sin política.
La interpretación demagógica —apologética o crítica— que se puede hacer, según se tomen unos u otros datos, es evidente; pero si se analiza con cuidado su significación se advierte que son compatibles estas dos afirmaciones: a) el país se ha desarrollado cultural y políticamente, se ha integrado como nación y su cultura social y política se ha vuelto relativamente más homogénea de lo que fue en el pasado. La proporción y la cantidad de ciudadanos que votan pasaron del 12% en 1917 al 54% en 1964, de 812,928 en 1917 a 9’434,687 en 1964. Pero b) la población nacional